—[179]→
No sabría
decir cuándo mandó Hernando Colón encuadernar
juntos los libros y opúsculos que componen el volumen
facticio que aún alberga la Biblioteca Colombina de Sevilla
bajo la signatura 4-1-18. Pudo muy bien hacerlo en 1517, cuando
empezaba la recolección de materiales para su
Descripción y cosmografía de España
(y cuando Elio Antonio de Nebrija le regaló, en
Alcalá de Henares, una Tabla de la diversidad de los
días... por sus paralelos). O pudo ser en 1524,
mientras se preparaba para exponer ante la Junta de Badajoz la
invención de un sistema científicamente irreprochable
para la determinación de las longitudes geográficas:
el método del transporte de relojes, impracticable entonces,
sin embargo, por falta de cronómetros adecuados. O
todavía después, al escribir sobre «las cinco razones que movieron a
Cristóbal Colón para intentar su
descubrimiento»
, principiando por las «razones naturales»
y siguiendo con
los «testimonios y autoridades de
sabios —180→
antiguos y modernos varones»
(fray
Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, I,
v).309
Para todas y cada una de tales empresas, fuera como fuera, el docto hijo del Almirante había de juzgar útil tener reunidos tras una misma cubierta los libros y opúsculos en cuestión. Los tres primeros títulos fijan suficientemente el carácter definitorio del volumen. Va por delante un impreso de catorce hojas, sin lugar ni año, en pulcros tipos romanos, por el que don Hernando había pagado 12 maravedíes en 1509: Aelii Antonii Nebrissensis, grammatici, in cosmographiae libros introductorium. Viene a continuación un Vibii Sequestris liber (Roma, 1505), con el De fluminibus y sus análogos al cuidado de Giacomo Mazzocchi. El tercer lugar corresponde a una Chorographia castigada nada menos que por Hermolao Barbaro: Pomponius Mela, cosmographus, De situ orbis (Pesaro, 1510).310
En cualquier
circunstancia -pero en ninguna más que en la presente-, la
mera enunciación de esos tres ítem nos
obligaría a trasladarnos a los dominios predilectos de
Giuseppe Billanovich. Gracias al maestro paduano, en efecto,
sabemos hoy que hacia 1335 Petrarca rescató una
miscelánea de autores latinos poco comunes preparada por
Rusticio Elpidio Dómnulo, en la vigorosa Ravenna del siglo
VI, y conocida a través de la revisión hecha luego
por Heiric de Auxerre. Las dos piezas fuertes de la
compilación eran precisamente Pomponio Mela y Vibio
Secuestre, y Petrarca se deleitó en leerlos, anotarlos y
comunicárselos «ai suoi molti clienti. E questi primi
umanisti non solo trovarono nel De chorographia e nel De fluminibus due sussidi
utilissimi per la lettura dei classici; ma, subito, già
nella seconda metà del Trecento, alcuni italiani,
specialmente toscani e veneti, furono animati a comporre dei
trattati di geografia a servizio degli studi retorici,
particolarmente sul modello del dizionario di
Vibio»
.311
Los repertorios —181→
como el De
montibus boccaccesco o el De insulis de Domenico Silvestri, a su vez,
convivieron fructíferamente con las nutridas secciones
geográficas de las enciclopedias en la línea del
De originibus
rerum debido a Guglielmo da Pastrengo o la Fons memorabilium universi de
Domenico Bandini. Pero la semilla no murió en esas
páginas. A la sombra protectora de Salutati, el elegante
Palla Strozzi hizo traer de Constantinopla la
Geografía de Tolomeo, Leonardo Bruni -con la
complicidad de Niccolò Niccoli- proyectó volverla al
latín, Crisoloras comenzó la traducción,
Iacopo Angeli la terminó, y los amateurs «de’ siti
della terra»
se disputaban «queste
Cosmografie»
bellamente rotuladas
y ornamentadas.312
La curiosidad arqueológica se hermanaba con los intereses
científicos, los sueños de conquista o de
misión, las aspiraciones comerciales. Todo valía -si
valía- para entretener la avidez de horizontes. El rigor
geométrico de Tolomeo no anulaba, sino aprovechaba las
aportaciones de la matemática árabe, y Toscanelli
podía perfilar o corregir el universo cuadriculado por el
autor antiguo con unas tablas de latitudes y longitudes
extraídas de un menos ilustre Speculum astronomiae medieval.313
Los humanistas no se limitaron a dar un decisivo impulso inicial a
la geografía de la edad moderna: en Italia al igual que en
la Península Ibérica, siguieron contribuyendo con
textos y con reflexiones a mantener encendido el fuego que
alimentaban las experiencias de los navegantes, las especulaciones
de los expertos en el cuadrivio, la necesidad de expansión
de una Europa que se quedaba pequeña. «Sicuramente la
Niña, la Pinta e la Santa María furono comandate da
Cristoforo Colombo. Ma una parte del legno con cui quelle caravelle
furono costruite -es justísima
afirmación de Billanovich- era stato tagliato
... da Rusticio Elpidio, da Heiric di Auxerre, da Francesco
Petrarca»
, por los hombres formados en la
más estricta tradición de los studia humanitatis.
Quiero hoy echar un vistazo a algunos episodios de esa aventura: exhumar unos cuantos textos y datos -nula o escasamente conocidos- relativos a la penetración de la geografía humanística en España, situarlos en la trayectoria que conduce al librito cosmográfico —182→ de Nebrija y apuntar cómo se fue descubriendo así, en vísperas de 1492, en una noble alianza de «rerum cognitio» y de «oratio» (véase abajo), el nuevo mundo de una cultura que Colón compartió y contribuyó a crear.
Volvamos, pues,
otra vez a la imagen de Petrarca dibujada por Billanovich: el
estudioso de Mela y Vibio Secuestre. En los alrededores de 1428, no
es un azar que el primer espécimen del Canzoniere que circuló
en castellano (por cuanto sabemos) se entendiera como una
ilustración de que Petrarca «avía leído muchos e diversos
cosmógraphos e avía en prompto la recordación
dellos»
. En el manuscrito 10.186 de la Biblioteca
Nacional de Madrid, a los folios 196-199, se copia, traduce y glosa
-mejor o peor- el poema CXLVIII, donde «micer Francisco ... face una metháfora
... diziendo que ha grand sed, la qual amansada ser no
podría con el agua de todos los ríos del mundo -e
nonbra los principales dellos-, sinon con el agua del uno, muy
fermoso, a quien no pone nonbre, pero descrívelo diziendo
tiene frescas riberas donde nasce el fermoso laurel»
:
|
Nuestro escoliasta no duda sobre el
sentido último del soneto («aquella sed»
petrarquesca es
«el grand deseo sitibundo de obtener el
plazer e fartura de la plática poetal»
), ni sobre
la ocasión en que surgió,
«en la cámara del rey Roberto»
(las
anécdotas más inesperadas sobre la etapa napolitana
de Petrarca venían oyéndose en España desde
antes de 1400). Pero la traducción y el comentario no brotan
de ningún especial entusiasmo por la lírica vulgar,
sino del paladeo de esos «nonbres»
de ríos «conoscidos de muchos»
. El
responsable del trabajo ni siquiera anda muy fuerte en italiano: lo
importante para él es convertir el poema en un de fluminibus, aun a
costa de entender que el «faggio»
del
verso quinto es «el río Fasis
que corre por Thesalia e nasce en el monte Ysmos»
. Pero
¿con qué calma tan desbordada pasión por la
geografía? Con elementos de arquetípico medievalismo:
«la descripción de Felipe
Elefante»
,314
el De natura
locorum —183→
de Alberto Magno, la Imago mundi que atribuye a San Ambrosio (si no se
trata de un lapsus
calami por Anselmo), «la
descripción de César»
, quizá -la
mención ocurre demasiado al paso- Macrobio y Lucano. No es
imposible que el Boccaccio del De montibus esté incluido en una vaga
referencia a «algunos
auctores»
: mas, aun de ser así, puede asegurarse
que no se contaba entre los libros de consulta habituales.
Es el drama del
prehumanismo español. En un principio, la renovación
cultural vivida en Italia fue llegando a la Península
Ibérica en forma de resplandores y ecos, de prestigios cuya
razón y cuyo sentido no siempre se adivinaban. Por ende, los
más tempranos esfuerzos por acercarse a las raíces y
a los frutos de esa renovación deslumbrante fueron a menudo
mal dirigidos o fracasaron porque los instrumentos de
exégesis disponibles no bastaban a corregir las deficiencias
de formación. Don Juan II de Navarra, hermano del futuro
Magnánimo, «leyendo e faziendo
leer ante sí la Comedia de Dante, falló que
alabava mucho a Virgilio e confesava de la Eneyda aver
tomado doctrina para fazer aquella obra, e fizo buscar la dicha
Eneyda si la fallaría en romance,
porqu’él no era bien istruydo en la lengua
latina»
.315
Ni la halló en romance, por supuesto, ni halló quien
se atreviera a verter un texto tan «fuerte e de obscuros vocablos e istorias non
usadas»
, hasta que tuvo la idea de confiar el quehacer a
don Enrique de Villena, paradigma, a ojos de la época, del
erudito de saberes enciclopédicos. En la esperanza de
recuperar así la «heredat que
[don Juan] le tenía tomada contra justicia»
,
Villena aceptó la tarea, para la que se sentía
convenientemente preparado: no en balde conocía incluso las
«nueve obras»
de la
appendix
Vergiliana, que él mismo «fizo venir de Florencia, onde se falla
habundancia destas obras poéthicas -e allí
están sepultados quatro poethas laureados-»
. La
exhaustiva anotación que añade al traslado le da pie,
desde luego, a sacar a relucir todas sus lecturas, y a nosotros nos
brinda un espléndido testimonio de cuál era en 1429
la biblioteca geográfica de un español situado en una
atalaya de privilegio: a medio camino entre Castilla y
Aragón; ajeno a la universidad, pero familiarizado con los
modos escolásticos; de formación
inequívocamente medieval, pero abierto a —184→
las aportaciones de última hora. Don Enrique, por
ejemplo, no ignora el De montibus, ni el De insulis de Silvestri. Sin embargo, o
sólo le son accesibles parcial y ocasionalmente, o no ha
acabado de integrarlos en el mundo intelectual en que se mueve con
soltura. Valga una muestra. Aunque Armannino da Bologna le confirma
que las Estrófades (Eneida, III, 209 y ss.) existen «realmente»
en el mar Jónico,
Villena desconfía. «E
busqué -explica- los istoriales que han fecho minción
de la descrepción del mundo, Paulo Orosio De ormesta [sic] mundi, Sant Anselmo De imago mundi, Sant Isidoro
en sus Thimologías, Alberto Magno in libro De natura loci,
Gervasio en su Cosmographía, Felipe Elefante en su
Astronomía, e non fallé alguno destos que
fiziese minción destas islas Estróphades, onde se
puede dezir que es ficción poéthica»
. Bien
está. Como está óptimamente que -a tuertas o a
derechas- desmintiera al De insulis respecto a la identificación con
Malta de la «Ortygia»
virgiliana (III, 694), oponiéndole el significativo
contraste con una «carta de
marear»
. Pero si creía que «de aquel nombre
“Estróphades” non usaron sinon los
poetas»
, ¿no valía la pena echar siquiera
un vistazo a Silvestri, que declaraba su propósito de
concentrarse en las «veterum autorum historiae
et fabulae»
316
y que tan sugestivos indicios le hubiera proporcionado para
extenderse sobre una «ficción
poéthica»
de esa índole? Las consecuencias
son obvias. No hay duda de que la curiosidad de Villena por la
geografía se beneficia de incitaciones y apoyos en la senda
del humanismo; tampoco la hay de que don Enrique no llega a captar
en qué consiste la peculiaridad de las recientes
contribuciones humanísticas o, si la capta, no llega a
conjugarla con las fuentes medievales de que substancialmente
bebe.
Por azares de
«discordia e guerra»
, la
Eneida comenzada para el Rey de Navarra acabó
siendo disfrutada por don Íñigo López de
Mendoza, Marqués de Santillana, y proveyéndole de una
erudición nada vulgar. Así, sin ir más lejos,
sobre las polémicas islas que divisábamos hace un
momento:
|
La traducción y el comento
de «Non Tesin, Po, Varo...»
figuran al final del mismo manuscrito que contiene la
versión de la Divina Comedia pergeñada por
Villena en 1428 a instancias del Marqués.
Difícilmente pueden atribuirse a otro que al propio Villena
(o persona cercanísima a él),318
ni explicarse sino como compuestos a ruego de don
Íñigo, quien no dejó de utilizarlos en
algún poema suyo.319
Pero las inquietudes geográficas de Santillana no se
aplacaban ni sumando los escolios a Virgilio y a Petrarca. En los
primeros, al tratar de la Ortigia, se aducían las oportunas
noticias sobre el Alfeo, y en los segundos no faltaba la
acotación correspondiente al célebre río
(aunque errónea). Parecería que bastaba. No obstante,
en una fecha sin duda posterior a la recepción de ambos
textos, el Marqués encargó un romanceamiento del
De montibus
boccaccesco, cuyas posibilidades Villena no había sabido o
podido apurar. Pues bien: la entrada que examinó con mayor
atención -singularizándola con su rúbrica
más elaborada y personal, no con un mero rasgo al margen- es
precisamente la relativa al «Alpheus»
(Bibliothèque Nationale de Paris,
ms. Espagnol 458,
fol. 29).
La minucia se me
antoja sintomática. Don Íñigo no era
más docto que don Enrique -antes al contrario-, pero estaba
más cercano al mundo de los humanistas: el afán de
saber lo conducía más fácilmente a la
órbita de los studia humanitatis. La moda clasicista
-introducida, decía yo, en forma de resplandores y ecos de
la revolución brotada en Italia- no sólo acrecentaba
el gusto por la geografía, sino —186→
que iba satisfaciéndolo cada vez más natural y
familiarmente con los subsidios aprontados por el humanismo. En los
salones de la aristocracia, no sólo era de buen tono referir
«novellas y plazientes
cuentos»
mitológicos, sino incluso charlar
de montibus et
fontibus: «Allí se
fablava del monte Parnaso / y de la fermosa fuente de
Gorgón»
(La comedieta de Ponza,
XLV-XLVIII), saboreando la onomástica y la toponimia
antiguas. Y, para lucirse en ese terreno, ya no sólo se
recurría a Anselmo, Gervasio o Felipe Elefante, sino que
directamente se iba a buscar a Boccaccio.
«Il
De montibus
-se ha observado certeramente- documenta nel Boccaccio,
e vuol stimolare nei lettori di poesia cui è dedicato, una
esigenza di storicismo per cui ogni evento ha il suo
luogo»
.320
Por rudimentaria que fuera en un Santillana, la aproximación
a los clásicos con el auxilio de las nuevas herramientas
invitaba a replantear las coordenadas del espacio y del tiempo. La
imaginación geográfica ejercitada en el dominio de la
Antigüedad tendía luego a generalizarse y ganar una
cierta entidad propia. Daré únicamente una pista.
Gracias a un «pariente e amigo...
venido de Italia»
(y no por otro conducto), el
Marqués consiguió la traducción latina de
varios cantos de la Ilíada que Pier Candido
Decembri había dedicado en 1442 a Juan II de Castilla; y,
aun advertido de que con ello iba a perder «la mayor parte ... de la dulçura o
graciosidad»
del texto, encomendó a su hijo menor
-por entonces, al mediar el siglo, estudiante en Salamanca- que lo
volviera «al nuestro castellano
idioma»
.321
El vulgarizamiento se hizo, en efecto, pero no se quedó solo
en el lujoso códice que nos lo ha transmitido (British Library, ms. Additional 21.245): junto a
otros apéndices útiles para la comprensión de
la Ilíada, lo acompañan, en especial, un
tratadillo sobre las instituciones de la vieja Roma (fols. 65-74) y una descripción de «las principales partes e los espacios de las
tierras del mundo»
(fols. 75-82), idos a buscar entre la
varia producción de Decembri. Del interés
poético y arqueológico por los clásicos era
correlato, pues, un redoblado interés por la
geografía.
Pedro González de Mendoza -que no otro es el aludido hijo de Santillana- llegaría con los años a convertirse en el mítico «Gran —187→ Cardenal», en el omnipotente «tercer rey de España», a cuya cuenta hay que poner, entre tantos méritos, la introducción de la arquitectura renacentista en la Península y un oportuno apoyo a Cristóbal Colón. Veremos luego que para los días de su amistad con el genovés no había hecho sino robustecer las aficiones cosmográficas que revelan los complementos a la Ilíada en castellano. Por el momento, recordemos que las semillas de su educación aristocrática daban los primeros brotes en el labrantío universitario de Salamanca, cada vez más abierto a los vientos de la innovación. Frente a la situación de un par de decenios atrás, por ejemplo, los nobles simpatizantes del humanismo podían ya pedir y obtener la colaboración de profesores y alumnos salmantinos: mientras el joven Mendoza se aplicaba a la Ilíada, su maestro Alfonso de Madrigal -con excelente acopio de lecturas, de Virgilio o Solino a Boccaccio- desentrañaba los Cánones crónicos, también a invitación del Marqués de Santillana, y su condiscípulo Hernando de Talavera trasladaba para el Señor de Oropesa las Invective contra medicum, la apología petrarquesca de la poesía.
Es que Salamanca
empezaba a salir de su estéril aislamiento de demasiado
tiempo, para volverse más permeable a las nuevas corrientes
culturales y a las solicitaciones de una sociedad en proceso de
transformación. Las bibliotecas universitarias
-extraordinariamente enriquecidas a lo largo del Cuatrocientos-
proporcionan útiles comprobaciones a nuestro
propósito. Desde luego, no falta en ellas la
Geografía de Tolomeo,322
«la geografía»
-por
excelencia- del Renacimiento. Pero la apostilla final nos revela en
particular con qué perspectiva era leído en la
segunda mitad del siglo el ejemplar perteneciente al Colegio de San
Bartolomé: pues esa apostilla consiste en un extracto del
Almagesto (II, 6) que admite la habitabilidad de las zonas
tropical y ecuatorial, aun sin pronunciarse rotundamente al
respecto, porque ningún europeo ha llegado jamás
hasta allá («quoniam aliquis non pervenit ad eam
[ex his] qui sunt in
nostris regionibus habitabilibus usque ad diem nostrum
hunc»
; ms.
2.495, fol. 155v); y ni que decir tiene que revolver todo el
Almagesto para ir a detenerse en el tal fragmento y
transcribirlo como apéndice a la Cosmographia sólo se explica
—188→
en gentes que tenían puesto el ojo tanto en el
estudioso clásico como en las recientes exploraciones
portuguesas. No hay duda, además, sobre quién fue uno
de los lectores del ejemplar de San Bartolomé: Diego Ortiz
de Calzadilla (o «de Vilhegas»), colegial en 1457,
catedrático de astrología desde 1469 y luego, en
Portugal, consejero de don João II y de don Manuel en
materia de descubrimientos, encargado de examinar las propuestas de
Colón y preparar el mapa para la expedición de
Pêro da Covilhã a la India.
Justamente
recién entrado Diego Ortiz en San Bartolomé,
debió de llegar a Salamanca el quinceañero que
todavía no se llamaba sino «Antonio Lebrixa»
. De 1458 a 1463 iba
a oír allí «en las
matemáticas a Apolonio, en la filosofía natural a
Pascual de Aranda, en la moral a Pedro de Osma»
. Un mozo
como él, de resuelta inclinación por las letras,
¿qué ambiente respiraría al arrimo de tales
«maestros cada uno en su arte muy
señalados»
?323
Por fortuna, hay alguna utilísima rendija por donde
atisbarlo. De Salamanca y de ese período, del círculo
de esos catedráticos y de manos del propio Nebrija, en
efecto, proviene el actual manuscrito 98-27 de la Catedral de
Toledo.324
Es la típica miscelánea compilada por un estudiante
de artes (y transferida luego a otros compañeros): un par o
tres de tratados íntegros, bastantes fragmentos de variable
extensión -y, al igual que aquellos, ora copiados
ad hoc, ora
procedentes de códices desmembrados-, muchos apuntes,
ejercicios y probationes pennarum animi... Cosa, en suma, tan
modesta entonces cuanto valiosa hoy para el historiador, a quien
incluso permite echar un vistazo a la biblioteca al alcance de un
aspirante al bachillerato en artes, a través de un
catálogo (fol. 130v) en buena medida ordenado de acuerdo con
las materias del currículum académico: «matemáticas»
(explicadas por
el profesor de astrología, como estaba preceptuado),
lógica, retórica y gramática, filosofía
natural. No parece que su dueño o usuario hiciera gran caso
de los libros de lógica disponibles, pues en el manuscrito
nada incluyó sobre la disciplina. En cambio, en el
catálogo no registra —189→
ningún título estrictamente de
filosofía moral, pero es seguro que seguía la
enseñanza de Pedro de Osma: no sólo porque acoge
ciertas Conclusiones suyas (como mínimo, en el fol.
61), sino también porque les antepone un pasaje de la
Política de Aristóteles («secundum
traductionem Leonardi Aretini»
, subraya),
que Osma analizó en un curso de hacia 1459
ateniéndose al texto de Bruni, el «novus
interpres»
tan denostado por Alfonso de
Cartagena veinte años antes.
En cualquier caso,
las reinas de nuestra miscelánea son la elocuencia y las
«matemáticas»
,
éstas con notorio hincapié en la astrología (y
no malentendamos el término que tan ricos saberes abarcaba
en la época).325
Casi emociona ver cómo se despliega ahí, aprovechando
hojas sueltas y trozos en blanco, una inequívoca
vocación literaria auxiliada por pobres medios. El citado
inventario de una biblioteca escolar trae sólo cuatro
asientos al respecto: las Metamorfosis, las
Pónticas, un Claudanio «cum
Lactancio»
, un «tractatus
rhetorice et rithmorum et
cetera»
. No es probable que el «et
cetera»
fuera muy largo. De todos modos,
desde los primeros folios se advierte qué daban de sí
esos y otros volúmenes similares. Por un lado, la humilde
práctica con los poetas: y de ahí el glosario y las
notas (fol. 2) para desentrañar el libro cuarto de las
Metamorfosis (deteniendo la atención mayormente en
los versos 20-21, «Oriens
tibi victus, / adusque decolor extremo que tingitur India
Gange»
, y destacando en «extremo
Gange»
la alusión al «“fluvius
Paradisi”»
) o las imprecaciones de
Dido (Eneida, IV, 305-330, 365-387) transcritas en tanto
«emxempla de
pronuntiatione»
(fol. 60 y v). Por otra
parte, la más alta teoría de la retórica y de
los studia
humanitatis, en forma de un florilegio extraído del
De oratore (I,
10-116): «Quis perfectus
orator», «De utilitate
eloquencie», etc. (fols. 2v-3v). Entre ambas cotas, el
inevitable aprendizaje de redacción: las epístolas,
alertas a las reglas del ars dictandi, pero ya empapadas por la influencia
de Cicerón, recordado, imitado -sin maña, claro- y
hasta calcado gráficamente, en la disposición de un
buen códice; o las tentativas de «Oratio»,
pobladas de héroes griegos, con ambiciosas invocaciones a
Homero y al indisputable «eloquentie
princeps»
(fols. 61v-65, 68-69v).
La «brusque
éclosion»
, «la soudaine
floraison des études astronomiques à
l’Université de
Salamanque»
326
es simultánea a la estancia de Nebrija y está en
obvia deuda con el «Apolonio»
de Nebrija: es decir, con Nicolás Polonio,
catedrático de la asignatura y autor de unas tablas para las
coordenadas de la ciudad. No era él, sin embargo, el
único miembro del claustro que atendía a tales
cuestiones: el manuscrito 98-27 atribuye a Pedro de Osma unas
Conclusiones
peregrine de asunto astrológico (aunque quizá
en clave jocosa) y documenta ampliamente la curiosidad que el tema
suscitaba. Desde un pronóstico para 1454 o un
horóscopo fechado en agosto de 1458 (fols. 66 y 75) hasta
unas observaciones consignadas a principios de 1461 (fol. 130:
«Medii motus pro
anno Christi completo 1460 ad
finem»
),327
nuestro zibaldone rebosa astrología. Valdría
la pena repasarlo con calma y ver cómo conjuga los
más sólidos logros tradicionales (la Theorica planetarum, los
manuales sobre la construcción y el uso del astrolabio,
etc.) con novedades cual los cánones correspondientes a unas
tablas calculadas para la longitud y la latitud de Lisboa (fols.
123-124), prueba de un temprano y fructífero intercambio de
noticias entre Salamanca y el Portugal de los descubrimientos. Pero
aquí hemos de limitarnos a hacer alguna cala. Por dos veces
se extracta la obra de Alfragano, y ambas con vista a dilucidar las
medidas de la tierra, en sí misma y en relación a las
dimensiones del universo (fols. 59, 128-129). Por desgracia, no
tenemos modo de comprobar si el hecho significa que se
discutían las cifras dadas en el De caelo (II, 14), que, en la clase de
filosofía natural, Pascual de Aranda explicaba tomando en
cuenta las glosas de Santo Tomás (de las que poseía
un ejemplar) y que había sido objeto de unas Questiones magistrales
presentes en la biblioteca catalogada en el manuscrito 98-27. Como
fuera, parece poco dudoso que a las medidas de Aristóteles
se preferían las de Alfragano «secundum
probationem Ptolomei»
(fol. 59). En cuanto
a la optimista estimación del De caelo sobre la distancia entre la India y
las columnas —191→
de Hércules, ¿se contradecía en
Salamanca de acuerdo con el Aquinate o bien se reforzaba con la
autoridad de los Meteorologica (II, 5), de Alberto Magno y de
Pierre d’Ailly, de cuyo comentario a los Meteorologica, justamente,
figuran algunas páginas (truncas) en la miscelánea
que venimos hojeando (fols. 32-34v)? Por lo menos, es cierto que
los salmantinos estaban perfectamente familiarizados con esos
textos, con los problemas que planteaban, y que sus inquisiciones
astrológicas se fundían con el empeño de
aprehender una nueva imago mundi. Incluso los jóvenes alumnos de
artes se interesaban por completar a la luz de su
información y de su experiencia personal una «Tabula
longitudinis civitatum ab occidente vero et latitudinis earum a
legitima equinoctiali»
como la contenida en
nuestro volumen (fol. 120v), llena de datos nada rutinarios. Nos
consta que Nebrija, hacia 1461, compartía tal
interés. Porque no a otro podía ocurrírsele
prolongar esa tabla añadiendo al final, con peculiar letra y
tinta, el nombre y la latitud de un arrinconado pueblo sevillano:
«Lebrixa, 36º
40’»
.
Así, pues,
ya de estudiante Nebrija se tomaba en serio el lema del De oratore (I, 20) que se
halla al frente del manuscrito 98-27:
«Mea quidem sententia nemo poterit esse
omni laude cumulatus orator, nisi erit omnium rerum magnarum atque
artium scientiam consecutus: etenim ex rerum cognitione efflorescat
et redundet oportet oratio»
. En la
Salamanca de aquellos años, la preparación
geográfica exigida por la creciente lectura de los
clásicos podía fácilmente beneficiarse del
auge de las «matemáticas»
. Ocurrió
con Nebrija, y la cosmografía y la astronomía fueron
un factor substancial en su siempre mantenido empeño de
conciliar res
y verba al
servicio de «esta gran
compañía que llamamos ciudad»
.328
De ahí el matizado juicio sobre sus maestros salmantinos de
entre 1458 y 1463: «viros
illos, etsi non scientia,
sermone tamen imperitos
fuisse»
.329
De ahí que, precisamente cuando la universidad se
hacía cargo de sus deficiencias y contrataba a un profesor
italiano «para leer la
poetria»
,330
Nebrija partiera a apropiarse el sermo en la misma Italia.
Biblioteca de la Catedral de Toledo, ms. 98-27, fol. 120v.
Antonio de Nebrija, hacia 1461, todavía de estudiante en la Universidad de Salamanca, añadió de puño y letra, al final de la segunda columna, el nombre y la latitud geográfica de su pueblo natal.
—193→Y no en balde
residió principalmente en Bolonia, donde «l’intesa,
all’interno dello Studio, tra scienziati e letterati di
almeno due generazioni»
determinaba un tono
intelectual cuyo emblema ha podido reconocerse en la Cosmographia de Tolomeo
allí publicada, en 1476,331
merced a la colaboración no sólo del grabador
Crivelli con Girolamo Manfredi y Pietrobono Avogaro, «astrologiae
peritissimi»
, sino también de todos
ellos con hombres como «Philippus
Broaldus»
y como Galeotto Marzio, el
catedrático de retórica con quien Nebrija
entraría en relación, a más tardar, a
principios de 1465, a su ingreso en el Colegio albornociano. Para
ese año, otro español educado en Bolonia, Joan
Margarit i Pau, había ya iniciado los esbozos preliminares
del libro que con el tiempo sería el primer panorama
crítico de la Península Ibérica en la
Antigüedad: el Paralipomenon Hispaniae. La mejor
historiografía del humanismo se da ahí la mano con
todas las conquistas de la nueva geografía, manejada con
método e información excelentes.332
A Margarit le importa especialmente estar al día y corregir
en consecuencia la imagen de la tierra. En el Paralipomenon no
pestañea para enmendar la plana a Estrabón,
enfrentándolo con las medidas que él mismo ha
obtenido con ayuda de una carta náutica: «nostra ...
mensuratio experimento numerata est ex carta
navigantium»
.333
No es sólo eso. Poseía una preciosa Cosmographia copiada en 1456,
pero en un par de decenios los cartógrafos consiguieron
notables progresos en la proyección de los datos tolemaicos.
De suerte que en un cierto momento Margarit juzgó
insatisfactorio el mapa de España que formaba parte
originaria del manuscrito (fols. 72v-73) y encargó que se le
yuxtapusiera otro (fols. 70v-71) ostensiblemente más exacto
y provisto, además, de indicaciones de distancias y rumbos
marítimos, en modo similar al de los
portulanos.334
Ese singularísimo —194→
Tolomeo revisado «ex carta
navigantium»
es hoy el códice 2.586
de la Universidad de Salamanca, adonde probablemente llegó
por donación de un discípulo y luego colega de
Nebrija: Diego Ramírez de Villaescusa, fundador del Colegio
de Santiago el Zebedeo, o «de
Cuenca»
. Tal vez no fue la única Cosmographia que tuvo
Margarit; porque veneró la obra hasta tal punto, que en
1484, próximo a la muerte, en Roma, dispuso que «lo
Tolomeu»
quedara segregado de los restantes
volúmenes que guardaba en Gerona y recibiera un trato
exquisito para ser entregado a nadie menos que Fernando el
Católico.335
En el
período boloñés de Nebrija
(básicamente, de 1465 a 1470), entre los días
universitarios de Margarit y la edición de Tolomeo en 1476,
el clima cultural de la ciudad favorecía la doble
afición «ad
cosmographiam et suscitationem
antiquitatis»
que confiesa el De fluminibus et montibus
Hispaniarum libellus compuesto por Jeroni Pau «quorundam
poetarum hortatu»
(Archivo Capitular de
Gerona, ms. Carbonell, I-III-22-69, fol. 14) y
luego completado con apéndices a honra e instrucción
del cardenal Rodrigo Borja. En el conjunto así construido,
el libellus
recoge la pauta de Boccaccio, para refinarla en erudición y
en primor literario, mientras, en los apéndices, los
Excerpta ex
itinerario Antonini Pii et Theodosii se dejan concordar con
las referencias a Tolomeo, Estrabón, Mela, Plinio... Jeroni
Pau, abreviador en la cancillería apostólica,
había estudiado un tiempo en Bolonia, y en Bolonia estudiaba
el Teseu Valentí a quien en 1475 envió el De fluminibus con el
ruego de que lo hiciera transcribir «praeclaro poetae
Francisco Puteolano»
(fol. 239): vale
decir, para Francesco dal Pozzo, el retor al arrimo de los
Bentivoglio que entre 1467 y 1478 «è l’uomo che a Bologna
apre definitivamente le finestre al vento delle idee moderne e si
batte fra l’altro per un’alleanza ragionevole dei
diversi indirizzi del sapere»
.336
No parece dudoso, en efecto, que algunos españoles
privilegiados encontraron en Bolonia —195→
eficaces estímulos para conjugar geografía y
humanidades clásicas: baste recordar que Pau, también
en 1475, documentaba una admirable investigación sobre la
ortografía de «Barcino»
, no sólo con la
autoridad de Tolomeo -en griego- o Dionisio de Alejandría,
sino aun con el testimonio de una «mundi figura tabulis antiquissimis et
pene vetustate consumptis litteris»
que
había visto precisamente «Bononiae»
(fol.
278).
Para 1475, Nebrija
estaba ya de regreso y asentado en Salamanca. La «floraison des
études astronomiques»
(n. 326) proseguía entonces con acrecido vigor,
en la universidad y fuera de ella, y durante muchos años
perduró asociada a una personalidad de excepcional relieve,
en quien confluían las mejores venas de la tradición
hispanojudía medieval: Abraham Zacuto, que entre 1473 y
1478, bajo la protección del Obispo, compilaba las tablas y
los cánones de un Almanach perpetuum (así en la
versión latina) de tanta calidad cuanta fortuna. Desde Juan
de Salaya, colegial de San Bartolomé en 1459 y sucesor de
Nicolás Polonio en 1464, hasta Diego de Torres (1487...),
los catedráticos salmantinos de astrología
aprovecharon largamente el magisterio de Zacuto. No nos consta que
atendieran en especial a las aplicaciones geográficas y
náuticas que tan válidas se mostraron en Portugal,
donde los conocimientos del sabio hebreo sirvieron para la
instrucción de pilotos y el diseño de instrumentos de
navegación.337
Pero todos hubieron de ser bien conscientes de las posibilidades de
la disciplina que cultivaban: en 1475, obligado a renunciar a la
cátedra y expatriarse (a consecuencia de un
pronóstico desfavorable a los Reyes Católicos), a
Diego Ortiz de Calzadilla no se le ocurrió sino irse a la
vera de don João II, para asesorarle en sus descubrimientos.
En la Salamanca de la época, en cualquier caso, las
novedades intelectuales se imbricaban en seguida con la
astrología. Ninguna prueba más elocuente que la
bóveda que cerraba la biblioteca del estudio, decorada en el
penúltimo decenio del siglo con «las quarenta y ocho ymágines de la
octava esphera, los vientos y casi toda la fábrica y cosas
de la astrología»
.338
—196→
Porque la novedad de esa maravilla pictórica (hoy
parcialmente conservada en las Escuelas Menores) no está
sólo en ciertos rasgos italianizantes, renacentistas, de la
forma, sino más aun en los modelos de la iconografía.
Pues, por un lado, las «cosas de la
astrología»
(planetas, zodíaco, etc.) se
inspiran en los grabados insertos en recentísimas ediciones
de autores antiguos de índole científica: el
Poeticon
astronomicon, de Higino, y los astronomici veteres (con Avieno, Arato y
Sereno),339
cuya resurrección miraba a corregir «umanisticamente
dall’interno»
340
la enseñanza convencional. Y, por otra parte, «los vientos»
calcan las figuraciones
de algunos mapamundis presentes en versiones cuatrocentistas de la
Cosmographia
tolemaica.
La conjunción de ciencia, arte y humanismo no se quedaba en el cielo de la librería universitaria, antes bajaba a la tierra y tendía a crecer y multiplicarse. Con singular pujanza y armonía, así, en las cortes señoriales. Estamos -no lo descuidemos- en la «Europa delle corti» y en la España de los grandes nobles a quienes la gestación del Estado moderno fuerza a reorientar sus energías. Por naturaleza y por historia, las abstracciones del escolasticismo nada decían a la mentalidad y modo de vida aristocráticos. La concreción y el ámbito de evocaciones de los studia humanitatis, en cambio, podían sonarles no poco atractivos. Pero, al principio, ni siquiera era imprescindible hacerse demasiado cargo de su contenido: a la cultura emanada de Italia le bastaba con ser nueva y distinta para convenir a las exigencias de los magnates; tiempo habría luego para que revelara otros más sólidos encantos ocultos.
El encuentro de
Zacuto y Nebrija al amparo de don Juan de Zúñiga,
último maestre de Alcántara, es un óptimo
signo de las virtualidades del dilettantismo principesco en tanto catalizador de
realizaciones intelectuales. Don Juan, «amador de todas las sciencias y sabidor
—197→
en ellas, que a su fama todos los sabios y letrados dexan
sus tierras y su nascimiento por buscar sosiego verdadero y
perfectión complida»
, reunió en torno a
sí, en Extremadura, a un representante distinguido de cada
una de las materias universitarias. Convocó, pues, a un
jurista, un teólogo, un médico, un músico; y
no le faltaron un astrólogo y un humanista: Zacuto y
Nebrija. «El maestro Antonio le
enseñó latín»
y empezó a
prepararle una edición anotada de sus Introductiones; «el judío astrólogo le
leyó la esfera y todo lo que era lícito saber en su
arte: y era tan aficionado, que en un aposento de los más
altos de la casa hizo que le pintasen el cielo con todos sus
planetas, astros y signos del zodíaco»
, al igual
que en la bóveda salmantina. Zacuto redactó
además para él, en 1486, un Tratado de las
influencias del cielo,341
y Nebrija no tardó en ofrecerle un significativo
opúsculo que en varios aspectos venía a convergir con
las disquisiciones del hebreo.
Elio Antonio,
reclutado en 1487 -opino- con los mismos incentivos que en Italia
llevaron a las cortes a tantos colegas de docencia, debió de
disfrutar intensamente los primeros años de estancia en
Extremadura. Las ruinas de Mérida y la impasible firmeza del
puente de Alcántara, contempladas en viajes que lo
transportaban a través de los tiempos y de los espacios, le
agudizaron a la vez la sensibilidad poética,
histórica y geográfica.342
Las lecciones de Zacuto sobre «la
esfera»
y los comentarios en torno al programa
iconográfico del admirable «aposento»
favorecían la ida y
vuelta entre la geografía y la astronomía. Sin
olvidar que un fraternal amigo del Nebrisense, fray Hernando de
Talavera, acababa de recibir el encargo regio de consultar a
«las personas que le pareciese
más entender ... de cosmografía»
(volveremos sobre el asunto) en relación con las propuestas
de cierto asendereado genovés... En ese marco, al calor de
viejos intereses —198→
y estímulos recientes, de emociones
arqueológicas y -quizá- conversaciones de actualidad,
de la ciencia de Zacuto y la curiosidad un poco snob del Maestre, Nebrija,
entre 1487 y 1490, escribió para don Juan de
Zúñiga un Isagogicon cosmographiae.343
Los versos
prologales «ad
lectorem»
indican adecuadamente el
carácter del Isagogicon:
|
—199→
Entiéndase bien: los
«elementa»
que
ofrece Nebrija no son tanto unos rudimentos simplificados, unas
nociones divulgativas, cuanto «los
primeros principios»
, los conocimientos generales
básicos para dar sentido a los datos particulares. La mera
calificación de Tolomeo como «artis
princeps»
resuelve cualquier duda sobre el
enfoque del librito: según la estricta distinción
tolemaica, no se trata de hacer chorographia, de describir las tierras, sino
de ejercitarse en la geographia, en describir la Tierra,345
con fuertes asideros astronómicos y matemáticos.
Quien prefiriera el punto de vista de la corografía
había de consultar las autoridades cuidadosamente
seleccionadas por Nebrija; pero la intención del Isagogicon era diversa:
exponer el método de Tolomeo en su fundamentación
esencial (sin distraerse en los detalles que sobre lugares o gentes
catalogaron «Strabo,
Plinius atque Mela»
) y en su objetivo
específico de trazar «la pintura
del mundo»
con la máxima exactitud, mediante una
red de paralelos y meridianos.
Así, desde
el capítulo inicial, Elio Antonio se aplica a seguir las
pautas de la Geographia, ilustrándolas mediante el
recurso a buen número de otras fuentes. Las constantes de la
obra están ya claras en esas páginas preliminares: la
esfericidad de la tierra, su posición respecto al cielo (con
un centro común), el reparto de tierras y aguas (y
—200→
el predomino de estas), la situación de los mares...
se abordan en un lenguaje sobrio y preciso, con singular
atención a definir y matizar la terminología (latina
y griega), en un tono de rigor científico que no excluye el
ornamento ocasional de alguna cita literaria. También
ahí, el respeto al «artis princeps»
no impide proclamar que Tolomeo se equivoca vallando al
Índico con una «terra
incognita»
, «quod falsum esse
tum auctoritate Pomponii, Plinii nepotis, tum lusitanorum
navigatione compertum est, qui ex Atlantico mari per Aethiopicum
facile in Persidis oram commerciorum gratia
perveniunt»
. Incluso si la última
frase fuera una adición del Introductorium impreso
posteriormente,346
el equilibrio de lecturas clásicas y comprobaciones modernas
-con ojo despierto a los intentos y logros de los navegantes- marca
al Isagogicon
desde el momento mismo de su composición entre 1487 y 1490.
Ese equilibrio es sólo un aspecto del flujo y reflujo de la
teoría y la práctica en los designios del Nebrisense,
vueltos siempre a iluminar «ad utilitatem
publicam»
las «multae res a
maioribus nostris ...
elaboratae»
.347
Y ese equilibrio domina igualmente las líneas que
debían cerrar el primer capítulo del Isagogicon, donde la certeza
de la existencia de los antípodas (el ecuador se
había cruzado años atrás) se conciliaba con la
honrada confesión de la carencia de noticias antiguas al
respecto y, probablemente, con la esperanza de que no
tardaría en haberlas merced al arrojo de los nautas
contemporáneos.348
La confianza en
las navegaciones en curso y la conciencia de enfrentarse por tanto
con materia sujeta a revisión próxima
contribuirían a que el Isagogicon abreviara los preliminares descriptivos
al estilo de Mela y otros manuales bien accesibles (al revés
que la Geographia, costosa y rebosante en saberes de
especialista). Las informaciones corográficas,
además, tenían sólo una utilidad parcial, si
no se aprendía a situarlas en un mapamundi trazado
según el escrupuloso procedimiento tolemaico. De hecho,
únicamente el planteo astronómico-matemático
satisfacía las exigencias de Nebrija: «Hoc est Ptolemaei
proprium artificium reducere oppida, montes, flumina, sinus atque
oras maris et terrae singulosque totius orbis locos ad circulos
coelestes qui nullam possunt sentire varietatem, et qui nobis ipsam
terrae marisque descriptionem ante oculos ponit solus; quare
longitudines latitudinesque ab illo petamus necesse
est»
(II). Pero, dados tales presupuestos
(«De circulis sphaerae huic negotio
necessariis»), importaba no renunciar a
ningún auxilio colateral. De ahí un estupendo
capítulo «De ventorum
positione» (III), incluido «etiam ratione
navigationis, ex qua magna pars terrae descriptionis comperta
est»
; y de ahí que, tras considerar
el asunto con perspectiva histórica, se venga a parar en los
marineros de la época («nostrae ... tempestatis
nautae»
) —202→
y en los dieciséis rumbos de su rosa de los vientos:
explicados de suerte que sean aprovechables en la ortodoxia
tolemaica, pero sin recoger los nombres, porque son bárbaros
«et quod tantum
huius temporis navigationi subserviunt»
.
Nebrija no escribía para navegantes, pero mostraba
cómo sacar partido de su arte.
El Isagogicon no oculta que la
dimensión de la Tierra (o, mejor dicho, «Quantum cuique
parti coeli in terra respondeat»
) es una
cuestión dudosa y debatida, hasta el extremo de que «nihil certi nec
diffiniti auctores nobis traderent»
. Desde
luego, las medidas que Sacrobosco toma de Macrobio han de
descartarse, con los mismos argumentos que Tolomeo esgrimió
contra las estimaciones de Marino de Tiro. No es cosa, en efecto,
de perderse contando itinerarios «per valles et montes, per acclivitates
declivitatesque»
, etcétera, sino que
de nuevo se impone trasladar el problema a los términos
más seguros del módulo astronómico: «Quare optima
quadam ratione Ptolemaeum in hac parte sequimur, qui nobis
mathematice distantias locorum scriptas
reliquit»
. Pero también interesa
emparejar las cifras de Tolomeo y los usos y experiencias actuales
(«quodque hodie
experimur»
): si los 500 estadios que la
Geographia
otorga al grado equivalen a 60 millas (náuticas), los
círculos mayores de la esfera contendrán 21.600
millas, o sea, 5.400 leguas (IV). Claro está, por otra
parte, que el valor del grado disminuye según los paralelos
se alejan del Ecuador, de acuerdo con las proporciones que revela
la «arithmetica
geometricaque facultas»
(V). La dificultad
de averiguar «nihil certi
nec deffiniti»
sobre las dimensiones del
planeta aconseja servirse de las coordenadas astronómicas de
Tolomeo y, por lo demás, contentarse con
aproximaciones.349
Sin embargo, cuando la «magnitudo»
no
está «ad
coelestem materiam contracta»
, es factible
y urgente hilar más delgado; y la tarea vital consiste en
establecer una unidad invariable, reducir las longitudes «ad aliquam certam
mensuram»
. Los viajes nebrisenses por
Extremadura no habían sido excursiones ociosas ni pretextos
—203→
para superficiales desahogos líricos. En las columnas
miliares de la Vía de la Plata, en el estadio de
Mérida, Antonio había hecho mediciones, a pasos y con
cuerdas, que le animaron a concluir que su propio pie descalzo se
identificaba con esa unidad fija «ad demitiendas
magnitudines»
(VI).350
Y tal vez ninguna declaración de principios vale más
que la imagen de Nebrija en las ruinas de Mérida: movido a
meditar sobre la historia y sobre el tiempo (cf.
nota 342), entre la poesía y la ciencia; a caballo de la
Antigüedad y del presente, ocupado en cómputos
aplicables a la arqueología, la geografía o la vida
cotidiana; en busca de puntos de referencia estables, traduciendo
las observaciones a un patrón personal...
La técnica
concreta para cartografiar las indicaciones «quae in
comentariis [Ptolemaei] sunt»
se explica
clara y escuetamente en los capítulos VII, VIII y IX del
Isagogicon,
muy ceñidos a la letra de la Geographia (I, xxii-xxiv): «Descriptio terrae in plano ex
Ptolemaeo», «Quomodo
habitabilis nostra designanda sit in sphaera» y
«De diversitate horarum diei ex
declinatione ab equinoctiali».351
Un glosario final —204→
«De vocabulis quibus cosmographi
utuntur» (X), de obvia conveniencia para el
lector de hacia 1487-1490, nos evoca a nosotros no sólo los
restantes repertorios geográficos de Nebrija, sino el propio
núcleo de toda su actividad: el empeño de rehacer el
sistema entero de las «artes buenas y
honestas»
partiendo de un auténtico «conocimiento de la lengua»
, la
constitución de la filología en piedra angular del
«bien público y ornamento de
nuestra España»
.352
No otra proclamación se transparenta en el Isagogicon cosmographiae: los
studia
humanitatis del grammaticus -cuyos cimientos clásicos no
renuncian a ninguna verdadera aportación de los modernos:
por ejemplo, de los «nautae»
- son
imprescindibles incluso para alcanzar y consignar en un mapa la
más cierta imagen del mundo.
A poco que se
pararan a considerarla, los «nautae»
habían de asentir a tal proclamación: lisa y
llanamente, ellos comprobaban que no podían renunciar a las
aportaciones clásicas de los studia humanitatis. Nunca estuvo de
más dar un barniz erudito a un «ars
mechanica»
. Pero no se trataba de la vana
presunción de parecer à la page, ni siquiera de la necesidad de
traducir a los términos de mayor prestigio cultural las
realidades surgidas en otros ámbitos. Era, sencillamente,
que Nebrija tenía razón: los antiguos
enseñaban cosas nuevas, capaces de brindar soluciones
eficaces a problemas de importancia. De suerte que si Elio Antonio
se asomaba con curiosidad a la órbita de los marineros, un
Cristóbal Colón se vio en la precisión de
acercarse a la de los humanistas.
Mientras Nebrija
preparaba o escribía el Isagogicon cosmographiae, Cristóbal y
Bartolomé Colón andaban por España «solicitando con el Rey e la
Reina»
,353
pero no por eso dejaban de llamar a otras puertas. Fue así
como en febrero de 1488 (o 1489), tras novelescas peripecias,
llegó Bartolomé ante Enrique VII de Inglaterra,
determinado a venderle el proyecto que ya había ofrecido en
Portugal y en Castilla. «Y para
más aficionalle a la audiencia e inteligencia dél,
presentole un mapamundi que llevaba muy bien hecho, donde iban
pintadas las tierras que pensaba con su hermano descubrir, en el
cual iban unos versos en latín, que él mismo,
según dice, había compuesto»
:
|
Los versos y el mapamundi de
Bartolomé Colón no pregonaban mercancía
substancialmente distinta que los versos y el capítulo
inicial del Isagogicon. Unos y otros prometían una
«pintura del mundo»
inspirada
en el mismo núcleo de autoridades fundamentales, pero no
vacilaban en desmentir a los clásicos a la luz de las
recientes exploraciones portuguesas y de la esperanza de
descubrimientos inminentes.
Las influencias,
sin embargo, no iban en una sola dirección: si las
navegaciones permitían revisar los datos de las lecturas,
las lecturas permitían perfeccionar los resultados de las
navegaciones. Un ejemplo. Escribía Cristóbal
Colón en 1501: «En la
marinería [Nuestro Señor] me fizo abondoso; de
astrología me dio lo que abastava, y ansí de
geometría y arismética, y engenio en el ánima
y manos para debusar espera, y en ella las cibdades, rýos y
montañas, yslas y puertos, todo en su propio
sytio»
(Raccolta, I, iii, lám. CVI). El texto ha sido
incansablemente —206→
aducido, pero no parece haberse notado355
que el Almirante está rindiendo un homenaje a Ptolomeo,
enorgulleciéndose de dominar el método de «reducere oppida,
montes, flumina, sinus atque oras maris et terrae singulosque
totius orbis locos ad circulos coelestes»
que Nebrija (II) inculcaba como «Ptolemaei
proprium artificium» (cf. Geographia, I, i) y cuyos presupuestos
«de astrología, de
geometría y aritmética»
exponía el
entero Isagogicon.
No es simplemente
que Colón conociera el método tolemaico:
conocía también los beneficios que podía
prestar a los navegantes. ¿Habrá que recordar que las
cartas náuticas del siglo XV carecen de graduación en
latitud y longitud?356
Cuando el genovés zarpó para las Indias, en cambio,
llevaba un doble «propósito»
, de extraordinario
alcance: «hazer carta nueva de navegar,
en la cual situaré toda la mar y tierras del Mar
Océano en sus proprios lugares, debaxo su viento, y
más componer un libro y poner todo por el semejante por
pintura, por latitud del equinocial y longitud del
Occidente»
.357
Cumplido o no, el empeño era, pues, asociar las viejas
mañas de los marinos y los nuevos sistemas de los
estudiosos: el portulano y el atlas de Ptolomeo, la rosa de los
vientos y la red de paralelos y meridianos. Pero no sólo
Colón, en 1492, procuraba aproximar unos y otros elementos:
entre 1487 y 1490, Nebrija nos sorprendía insertando
«etiam ratione
navegationis»
un capítulo
«De ventorum
positione» (III) en el marco tolemaico del
Isagogicon
cosmographiae.
La alianza de
«style
“nautique”» y «style savant»
(véase nota 356) no fue para Colón cosa de un
día, ni ocurrió en fecha temprana. Con justicia
alegaba una dilatada experiencia de marino («De muy pequeña hedad entré en la
mar navegando y lo he continuado fasta —207→
oy...»
) unida a un fructífero ahínco
«en ver de todas escrituras:
cosmografía, ystorias, corónicas y fylosofía,
y de otras artes»
. Pero eso era en 1501 (cf. arriba). Dos decenios
atrás, en Portugal, pocas «escrituras»
podía haber visto
-ya por el mero hecho de que entonces eran bastante más
raras y costosas-. Un sencillo repaso bibliográfico basta a
proporcionarnos un buen indicio al respecto. Conservamos o
conocemos con certeza alrededor de una decena de libros que
poseyó el Almirante. Sólo uno de ellos cabe que lo
tuviera y anotara en su etapa portuguesa: la Historia rerum ubique gestarum
locorumque descriptio (Venecia, 1477), de Eneas Silvio, el
nebrisense «pius
Aeneas»
. La inmensa mayoría de los
restantes es claramente posterior a la venida a España,
«por el año de 1484 o al
principio del año de 85»
(Las Casas, I, xxix):
desde el Marco Polo de 1485 o el Plinio de 1489 (vulgarizado por
Landino) hasta el Alberto Magno o el Abraham Zacuto de 1496. Los
casos menos obvios nos conducen también a España. Si
en verdad fue suya la Geographia romana de 1478, hoy custodiada en la
Real Academia de la Historia (y si no es, por tanto, una
superchería el autógrafo colombino de la primera
hoja), difícilmente pudo obtenerla sino bastantes
años después de su publicación: porque el
segundo folio lleva pintadas las armas del Cardenal Francesco
Piccolomini, el fugacísimo Pío III. Nadie ignora, en
fin, que ningún «doctor ...
más entre los pasados movió a su negocio»
al genovés que Pierre d’Ailly, «el libro del cual fue tan familiar al
Cristóbal Colón, que todo lo tenía por las
márgines de su mano y en latín notado y rubricado,
poniendo allí muchas cosas que de otros leía y
cogía»
(Las Casas, I, xi). El número y el
carácter de las apostillas nos certifican que Colón
-dispuesto a confirmar una convicción previa, obtenida por
caminos distintos- cursó en ese ejemplar de la Imago mundi su
aprendizaje de cosmografía erudita, incluso en las nociones
más rudimentarias: «Quis movetur ad Orientem vel Occidentem
habet novum meridianum»
, «Medietas dicitur
emisperium»
(Raccolta, I, iii, p. 69, núms. 6, 7), etc. Pero sucede que el
volumen en cuestión se estampó entre 1480 y 1483, en
Lovaina, y que ninguno de los escolios se deja situar antes de
1485, en tanto los datados explícitamente versan de «hoc anno de
88»
o del 1489 por venir (ibid., núms. 858 y 783). Colón
adquiría y afianzaba su ciencia al mismo tiempo que Nebrija
componía el Isagogicon: y uno y otro venían a confluir
en la definición de un mismo clima intelectual,
progresivamente caldeado por el auge de la imprenta.
En 1488, en
cualquier caso, a Colón le era vital ponerse en pie de
igualdad con gentes como Nebrija. Un par de años antes,
había expuesto a los Reyes Católicos su plan de
alcanzar las Indias por la ruta de Occidente. Esfuerzo
inútil. Las razones que entonces esgrimiera nada o apenas
nada podían diferir de las que en torno a 1484
sometió a los consejeros de don João II, las que
Diego Ortiz de Calzadilla -a quien entrevimos páginas
arriba- y Josef Vizinho -el traductor de Zacuto al
portugués- descartaron «per tudo ser fundado en
imaginações e cousas da ilha Cypango de Marco
Paulo»
.358
El nuevo rechazo, ahora español, tuvo que ser una poderosa
instigación a ampliar y reforzar -cambiar, no- las bases de
su argumentación. Las noticias o rumores que corrían
de puerto en puerto, la evidencia de que la zona tórrida era
habitable y el océano navegable, los saberes de hombre de
mar -en suma- que alumbraron la fe de Colón no habían
variado en medida significativa. Concedamos que conocía
además la carta de Toscanelli a Fernão Martins: no le
serviría sino para aumentar -e inmensamente- su
convicción personal. Porque Toscanelli daba unas
conclusiones, pero no los datos para obtenerlas por uno mismo. Si
quería convertir a los incrédulos, el ligur
necesitaba esos datos. No le quedó más remedio que
reconstruírselos y obtener... unas conclusiones dispares a
las del florentino en puntos tan importantes como la distancia de
Europa a Asia. El trabajo que lo desveló en Castilla
-acortar el Ecuador, prolongar las Indias- era de gabinete: de
estudioso, no de piloto.359
Únicamente por ahí, en efecto, cabía
añadir argumentos a sus tesis. Los Reyes Católicos,
por otro lado, le habían ordenado discutirlas con «sabios e letrados e
marineros»
.360
Con estos últimos, estaba hablado prácticamente todo;
la solución consistía en convencer a los «sabios e letrados»
empleando su
mismo lenguaje.
Las exigencias
internas y los condicionamientos externos de su proyecto empujaban
a Colón hacia el terreno propio de Nebrija. Pero no
sería inverosímil que el Isagogicon cosmographiae tuviera a su
vez una cierta deuda originaria con el genovés. En 1486, los
Reyes —209→
confiaron a fray Hernando de Talavera, confesor de
doña Isabel, la responsabilidad de dictaminar sobre las
propuestas colombinas, «y que él
llamase las personas que le pareciese más entender de
aquella materia de cosmografía, de los cuales no sobraban
muchos en aquel tiempo en Castilla»
(Las Casas, I, xxix).
Aun si Nebrija no fue consultado en principio -y quizá
sí lo fue-, más o menos oficialmente, sin duda estuvo
bien informado de la misión de fray Hernando. Unía a
ambos una profunda «familiaritas»
,
y desde el otoño de 1486 se vieron y escribieron a
menudo.361
Como la Corte residió en Salamanca entre el 2 de noviembre
del 86 y el 30 de enero del 87 (y ya en abril había pasado
allí un par de días), fray Hernando se aplicó
simultáneamente a procurar el favor real para su amigo y a
orientar las dotes de este hacia el servicio de las reformas
promovidas por la Corona. Por ello le animó a celebrar en
verso a los monarcas, le acompañó a presentar a la
Reina una «muestra»
de la
Gramática castellana o, pronto, consiguió
que se le encargara una versión bilingüe de las
Introductiones
latinae, para uso de «las
mugeres religiosas y vírgines dedicadas a Dios»
; y
el Nebrisense debió de corresponder interviniendo en la
edición salmantina (3 de abril de 1487) de un libro de fray
Hernando. No es concebible que el humanista no estuviera
perfectamente enterado de las conversaciones con Colón, con
quien incluso tuvo que coincidir repetidas veces, ya en la misma
Salamanca de 1486. Ni es fácil que tales conversaciones,
largamente prolongadas, carecieran de ecos en un ambiente tan
perceptivo como el que se vivía junto a don Juan de
Zúñiga. El Isagogicon cosmographiae, entonces,
representaría -también- un modo de hacer oír
la voz de los studia
humanitatis sobre algunos aspectos básicos de un tema
de actualidad y notoria relevancia «ad utilitatem
publicam»
(nota 347). Y los términos
concretos en que se planteaba el asunto, y hasta el mismo recuerdo
del marino genovés, serían parte a incrementar la
atención del autor a los «nostrae tempestatis
nautae»
.
No es ejercicio de
adivinación gratuita preguntarse cuál podía
ser el fallo de Nebrija si se le hubiera forzado a pronunciarse
inequívocamente respecto a las ideas colombinas. El
Isagogicon
disentía de ellas al afirmar que la «superficies ...
terrae maiori sua parte aqua maris obruta
est»
(I), mientras Colón, fiel al
«profeta»
Esdras, especulaba
que «sex partes terre
sunt habitate et 7a
est coperta —210→
aquis»
(Raccolta, I, iii, p. 70, núm. 23). Por otro lado, si el
marinero malentendía una referencia erudita y asignaba 56
millas y dos tercios a la longitud del grado en el Ecuador
(núm. 491 y passim), el erudito le otorgaba 60,
aproximadamente (cf. nota
349), de acuerdo con los usos marineros... A la luz del Isagogicon, pues, los
cálculos de Colón estaban equivocados: o
-diríamos hoy, con poca piedad- más equivocados que
los de Nebrija. Pero ¿eran los errores tan graves como para
decretar inviable el intento de llegar a la India por el Oeste? No
sabemos, desde luego, qué respondería Elio Antonio en
esa segunda instancia de la cuestión. Sí sabemos que
admiraba el atrevimiento de los «nautae»
contemporáneos, «nostri temporis hominum
audacia»
, y que estaba seguro de que en
breve iban a transfigurar la «descriptio»
del
planeta (nota 348). Esa admiración y esa seguridad pudieron
contrapesar la balanza. Porque, como fuera, Nebrija y Colón
concordaban en una actitud esencial: la visión de una tierra
abierta al esfuerzo y a la inteligencia de los hombres.
En la
España de entre 1485 y 1492, la postura que se trasluce en
el Isagogicon
parece haber sido frecuente en los círculos decisivos. Se
tendía a rechazar la teoría de Colón -aunque
nunca le faltaron entusiastas-, pero no se descartaba que la
empresa se realizara en la práctica. Hernando de Talavera,
con los «letrados e
marineros»
a quienes convocó en 1486,
reputaría «imposible ser verdad
lo qu’el Almirante decía»
(nota 360); pero
en 1487 seguía autorizando cédulas de pago al futuro
«Almirante»
... Quizá
no haya mejor resumen de la situación que la «respuesta»
que «los Reyes mandaron dar a Cristóbal
Colón despidiéndole por aquella sazón, aunque
no del todo quitándole la esperanza de tornar a la
materia»
(Las Casas, I, xxix); y, a la postre, aceptando
el proyecto.
Entre tanto,
pasajeramente postergado por los soberanos, la conducta del
genovés resulta no menos significativa a nuestro
propósito: el magnate español a quien recurre en
primer lugar es don Enrique de Guzmán, Duque de Medina
Sidonia. Porque la Casa era una de las más adineradas de la
Península, sin duda, y porque tenía un notable
historial de navegaciones a Canarias y África. Pero
probablemente también porque en la corte ducal pensaba
encontrar la atmósfera en que le interesaba introducirse:
una atmósfera afín a la favorecida por don Juan de
Zúñiga, a juzgar por la alianza de clásicos y
astrólogos, de Tolomeo y la Sphera, de Plinio y Albumasar, en el
gabinete de estudio —211→
de los Medina Sidonia.362
Como especialmente significativo para nosotros es el personaje que,
si en 1485 tuvo ya un papel decisivo para llevarlo ante los Reyes,
en un momento crucial de 1492, y aun sin dejarse convencer por
entero, tomó claramente el partido de Colón: el
cardenal Pedro González de Mendoza. Hacia 1450 nos lo
encontrábamos en una Salamanca en trance de cambio, atareado
-a instancias del Marqués de Santillana, su padre- en
romancear la Ilíada de Decembri y en complementarla
con materiales como una descripción de las partes del mundo.
Los gustos que entonces apuntaban en tal forma desembocaron, un
tercio de siglo después, en una biblioteca de tan
excepcional riqueza literaria cuanto científica, donde al
punto se aprecia una particular atracción por la
cosmografía y disciplinas conexas.363
La protección, la amistad que el Cardenal dispensó a
Colón está, pues, llena de sentido: desarrollada y a
la altura de los tiempos, es heredera de la afición de
Santillana al humanismo y a la geografía estimulada por los
humanistas. Don Pedro tradujo y adicionó la
Ilíada porque el Marqués no sabía
latín: él mismo fue, en cambio, el «omnium bonarum
artium praeses»
a quien Nebrija
dedicó la edición princeps (Salamanca, 1481) de las
Introductiones
destinadas a redimir a los «homines perditos et qui numquam latinae
linguae delicias gustaverant»
.364
También por ahí la figura del Cardenal Mendoza nos
insinúa qué hilos enlazaban los atisbos del
protohumanismo español con el nuevo mundo de Nebrija y
Colón.
Nuevo mundo, en
verdad, ese ámbito en el que uno y otro convergen y se
complementan, aliando lecciones antiguas y acciones
contemporáneas, ciencias y experiencias, letras y
técnicas. Donde cambian de sentido el espacio y la historia,
la naturaleza y el tiempo; donde los —212→
quehaceres individuales, e incluso cuando más
singulares, no pierden de vista el horizonte de «esta gran compañía que llamamos
ciudad»
; donde la inmensa renovatio deseada no es mera esperanza,
sino, sobre todo, tarea personal que cumplir. Un nuevo mundo que
Nebrija y Colón crean y entienden bajo especie de
renacimiento.365
«Il nuovo mondo di Nebrija e Colombo. Note sulla geografia umanistica in Spagna e sul contesto intellettuale della scoperta dell’America», en Vestigia. Studi in onore di Giuseppe Billanovich, edd. Rino Avesani, Mirella Ferrari, Tino Foffano, Giuseppe Frasso y Agostino Sottili, Edizioni di Storia e Letteratura, Roma, 1984, pp. 575-606; versión castellana, «El nuevo mundo de Nebrija y Colón. Notas sobre la geografía humanística en España y el contexto intelectual del descubrimiento de América», en Academia literaria renacentista, III: Nebrija y la introducción del Renacimiento en España, ed. Víctor García de la Concha, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1983, pp. 157-185.
El trabajo aquí reimpreso nació como desarrollo de unas líneas, demasiado esquemáticas, escritas al principio de una semblanza de Giuseppe Billanovich (Anuario de estudios medievales, IX, 1974-1979, pp. 641-647), y para consolidar las que cierran la capital monografía del mismo maestro citada en mi n. 311 y ahora en redacción definitiva en su póstumo Dal medioevo all’umanesimo, Milán, 2001, pp. 24-95.
No he navegado la mar Océano de las publicaciones botadas con ocasión del quinto centenario del descubrimiento de América y de la Gramática sobre la lengua castellana. Si tuviera que recomenzar con Colón, partiría de la excelente nueva edición (vid. n. 365) de los Textos y documentos completos preparados por Consuelo Varela y Juan Gil, Madrid, 1992, y de los estudios de Juan Gil sobre los Mitos y utopías del Descubrimiento, I: Colón y su tiempo, Madrid, 1989 (vid. en particular «Lebrija y el metro», —213→ pp. 151-153), y, entre infinitos otros, siempre apasionantes, en el prólogo al primer volumen de la Biblioteca de Colón (Madrid, 1992) que contiene las acotaciones del Almirante a los principales libros de su biblioteca. De ellos retengo cuando menos que el Tolomeo de la Real Academia de la Historia es, en efecto, una superchería.
Entre los trabajos que conozco directamente, tendría no poco que espigar en S. Gentile, «Emanuele Crisolora e la Geografia di Tolomeo», en Dotti bizantini e libri greci nell’Italia del secolo XV, ed. R. Cortesi y E. V. Maltesi, pp. 291-308, y «Toscanelli, Traversari, Niccoli e la geografia», Rivista geografica italiana, C (1993), pp. 113-131, amén del riquísimo catálogo de la exposición Firenze e la scoperta dell’America. Umanesimo e geografia nel ’400 fiorentino, Florencia, 1992; A. Grafton (con A. Shelford y N. Siraisi), New Worlds, Ancient Texts. The Power of Tradition and the Shock of Discovery, Cambridge, Mass., y Londres, 1992; W. Haase y M. Reinhold, edd., The Classical Tradition and the Americas, I: European Image of the Americas and the Classical Tradition, Berlín y Nueva York, 1994; M. Montana, Petrarca geografo [1933], Palermo, 1988; M. Pregliasco, Antilia. Il viaggio e il Mondo Nuovo (XV-XVII secolo), Turín, 1992; P. Moffitt Watts, «Prophecy and Discovery: On the Spiritual Origins of Christopher Columbus’s ‘Enterprise of the Indies’», The American Historical Review, XC (1985), pp. 73-102; M. Pastore Stocchi, «La cultura geografica dell’umanesimo», en el colectivo Optima hereditas. Sapienza giuridica romana e conoscenza dell’ecumene, Milán, 1992, pp. 563-586. Imagínese, pues, en los que no conozco...
Sobre el Isagogicon cosmographiae nada he visto de sustancia, pues no la tiene la descuidada edición incluida en C. Flórez Miguel et al., La ciencia de la tierra. Cosmografía y cosmógrafos salmantinos del Renacimiento, Salamanca, 1990, pp. 235-281.
Otras adiciones. A la n. 308. El título se cambió finalmente por el indicado en la nota de procedencia.
A la n. 315. P. M. Cátedra, ed., Traducción y glosas a la «Eneida» de Enrique de Villena. Libro primero y Libro segundo, Salamanca, 1989; y Obras completas de Enrique de Villena, II. Traducción y glosas de la «Eneida», libros I-III, Madrid, 1994.
A la n. 318. Hay segunda ed. revisada: Tratado de astrología atribuido a Enrique de Villena, Barcelona, 1983.
A la n. 321. Vid. últimamente el libro de Guillermo Serés, La traducción en Italia y España durante el siglo XV. La «Iliada» en romance y su contexto cultural, Salamanca, 1997, muy importante también para el clima intelectual salmantino.
A la n. 332. Las citadas Actas salieron a la postre en Salamanca, 1982, con el artículo de Tate en las pp. 691-698.
A la n. 336. El De fluminibus es ya accesible en la excelente edición de M. Vilallonga: J. Pau, Obres, Barcelona, 1986, vol. I.
A la n. 338. Cf. también F. Rico, «El cielo de un humanista: la bóveda de Fernando Gallego en la Universidad de Salamanca», en Filologia umanistica. Per Gianvito Resta, edd. V. Fera y G. Ferraú, Padua, 1997, pp. 1573-1577, y luego en mis Figuras con paisaje, Barcelona, 1994, pp. 99-106.
A la n. 338. Vid. arriba «Modelos de cultura en don Juan Manuel», n. 332.
A la n. 365. «Sobre la biblioteca del Marqués de Santillana: La Iliada y Pier Candido Decembrio», Hispanic Review, LI (1983), pp. 226-249. La traducción de la Historia rerum con las acotaciones del Almirante constituye el vol. III de la citada Biblioteca de Colón: Eneas Silvio Piccolómini (Papa Pio II), Descripción de Asia, al cuidado de F. Socas, Madrid, 1992.
—[214]→ —[215]→
Tarde y a
regañadientes acabó por plegarse Hernando de Hozes a
la opinión que hacia 1552 cobraba fuerza de ley e
imponía a los metros venidos de Italia «fenecer todos los versos en vocal y que
ninguno tenga el accento en la última»
. Hozes
lamentaba que acatar el doble precepto hubiera restado fidelidad a
la traducción de Los Triumphos de Francisco
Petrarcha que -por fin- sacaba a luz (Medina del Campo, 1554).
Porque, además, se le antojaba excesivo remilgo que los
recién llegados a las letras castellanas se atrevieran a
reprender el uso
que don Diego de Mendoça y el secretario Gonçalo Pérez y don Joan de Coloma y Garcilasso de la Vega y Joan Boscán y otras muchas personas doctas tienen aprovado por bueno. |
Prescindamos aquí del primer
melindre recriminado por Hozes («fenecer todos los versos en vocal»
)
y aclaremos un poco el segundo («que
ninguno tenga el accento en la última»
). Garcilaso
no dio siempre «por bueno»
el
recurso a las rimas agudas en el hendecasílabo y el
heptasílabo: lo toleró ocasionalmente en la etapa de
sus tanteos iniciales, lo rechazó después sin
contemplaciones.
El fino sentido artístico de Garcilaso hizo que tan pronto como entró en pleno contacto con la poesía italiana, donde los versos oxítonos eran sumamente raros, los proscribiera de la suya. [Tras haberlos empleado en un par de sonetos y otro de canciones igualmente tempranas], aún los admitía en 1532, pues la Canción Tercera muestra cuatro finales agudos en 73 versos; pero no hay ninguno en los más de 3.500 versos atribuibles con seguridad a los años 1533-36, cuando el poeta residía habitualmente en Nápoles.366 |
—216→
Boscán había echado mano de los oxítonos menos parcamente (verbigracia, en nueve de los 92 sonetos difundidos en 1543), y, sin embargo, también en él
es ostensible la progresiva disminución de los finales agudos. Mientras la Canción Primera ofrece 51 en 468 versos (11 por ciento), la Segunda, 30 en 172 (17,4 por ciento) y la Tercera, 13 en 108 (12 por ciento), en las siguientes hay un descenso gradual, que llega a la desaparición completa en la Novena y Décima.367 |
No atino a descubrir una evolución semejante en Hurtado de Mendoza. Desde Venecia le envía a Boscán una epístola en tercetos acribillada por docenas de agudos (cf. n. 367) y nunca reincide en el género (según el canon de la princeps) sin reincidir en los sospechosos consonantes. La Fábula de Adonis, impresa en 1553, los prodiga desde la segunda octava, y la Égloga de Melibeo y Damón, publicada en 1554, se abre ya encadenando los nombres de los protagonistas a la pasión y la razón, para que Melibeo rompa a cantar en seguida:
|
Entre los sonetos no burlescos, al
pie de la mitad trae cadencias oxítonas,368
et sic de
ceteris. En cualquier caso, Hozes no dudaba en ponerlo
—217→
en cabeza de los partidarios de compaginar las estrofas
italianas con los finales agudos, y siempre fue fama que «don Diego en mil versos los
usó»
.369
En pos de Mendoza,
antes de Garcilaso y Boscán, nuestro testigo menciona a
Gonzalo Pérez y a Juan Coloma. Cuatro de ellos, si no los
cinco, están presentes en el Cancionero General de obras
nuevas, nunca hasta ahora impressas, assí por ell arte
española como por la toscana, estampado en Zaragoza en
1554 y espléndida atalaya para ojear la lírica
castellana en la encrucijada del siglo. Si el pórtico del
Cancionero es el «Triumpho
de muerte, traduzido por don Juan de Coloma»
en
fluidas coplas reales, también don Juan inaugura «las obras que van por el arte
toscana»
. Entre las cuales, la polimétrica
Égloga de tres pastores es un adecuado trasunto del
proceder que aprobaba «por
bueno»
: ahí, está limpio de terminaciones
oxítonas el centenar de versos sueltos, y sólo una se
acoge en el centenar y medio de tercetos, mientras las hay copiosas
(igual en hendecasílabos que en heptasílabos) en once
de las dieciséis estancias que suman las tres canciones
insertas. La Historia de Orfeo, en casi cincuenta octavas,
no conoce más finales que los graves, como veinte de los
veintiún sonetos de Coloma: por desgracia, es en el primero
de la serie donde tres versos rematan en infinitivo. En cambio, los
agudos repican en siete de los cuarenta y seis «Sonetos de
diversos autores» que ocupan los últimos folios del
Cancionero y, desde luego, en dos de los cuatro ahijados a
Diego de Mendoza.
«El
secretario Gonçalo Pérez» ¿será
uno de esos «autores»
anónimos? Libres de mácula están las doce mil
líneas de la bella Ulyxea que publicó en
1550. Que para ese año la hubiera escrito en verso suelto,
además, nos certifica que no era tan amigo de las cadencias
agudas como podría conjeturarse por las palabras de
Hozes.370
Que era hombre de excelente criterio e interesado por las
filigranas de la métrica, nos lo asegura aún Juan
Hurtado de Mendoza, que en 1548 le sometía
—218→
a «censura y sabio
aviso»
los pareados (y sin duda las restantes estrofas)
en que combinaba la «imitación
de trobas francesas»
con los hendecasílabos
«de la toscana musa»
. La
singular mezcla, aunque pobló de agudos dos de cada tres
páginas del Buen plazer trobado
(1550),371
documenta de maravilla la amplitud de horizontes, la sensibilidad
lingüística y literaria y el gusto por la
experimentación que animaban a la poesía
española al mediar el Quinientos. En 1546 Álvar
Gómez de Castro rezumaba esperanza:
|
e interrogaba:
|
Gonzalo Pérez sacó la
Ulyxea para ensayar caminos y «provar si en nuestra lengua castellana se
podría hazer lo que en la italiana y
francesa»
.373
No llama la atención que Hurtado de Mendoza lo tuviera por
consejero, ni que el propio don Juan prescribiera a Alonso
Núñez de Reinoso evitar que sus hendecasílabos
«sonaran algo con la sexta a las coplas
de arte mayor»
.374
Mas, obviamente, ni la doctrina ni el ejemplo —219→
de Mendoza podían impedir que Reinoso, hombre
bastante romo, pecara de agudo en buena parte de los poemas
«al estilo italiano»
que
divulgó en 1552. Es asimismo verosímil que fuera don
Juan «El censor» que denunciaba a Álvar
Gómez algún verso «largo
de una sýllaba»
o le reiteraba la necesidad de
andarse con ojo para acentuar las segundas y no las terceras; como,
sin embargo, al elogiarlo en tanto «nuevo chantre»
«de la castellana»
musa, lo
hacía en versos «sin
consonantes»
plagados de terminaciones oxítonas,
es comprensible que tampoco el gran humanista las rehuyera en los
«epigramata quae
vulgaris lingua sonetos vocat»
.375
Ciertamente parece significativo que gente tan alerta a contar
sílabas, pesar acentos, tentar ritmos,376
se mostrara a la vez tan despreocupada respecto a las rimas
agudas.
No avistaremos un
paisaje distinto, pero acaso sí más nítido,
si, en vez de seguir la falsilla propuesta por Hozes, andamos por
otro orden el iter
Hispanicum de los metros italianos hasta la
publicación de Los Triumphos de Francisco Petrarcha
y el Cancionero general de 1554. Inútil discurrir
ahora sobre Imperial, Santillana o cualquier otro balbuceo
similarmente remoto o aislado. Pero entre la memorable
plática de 1526 y Las obras de 1543 hay tal vez un
par o tres episodios dignos de mención. En el Cancionero
de Gallardo, así, en tiempos en que Garcilaso era
simplemente «un
desfaboresçido»
ignoto, el oscuro Alexandre calza
una, —220→
dos y aun tres series de consonancias oxítonas a
soneto no, soneto sí de los diez que perpetra, y en
oxítonos acaba más de un cuarto de su
Epístola en tercetos:377
no sorprende demasiado, si -según conjeturo- se movía
cerca de Juan Fernández de Heredia, de quien don José
Manuel Blecua sí nos ha sorprendido desenterrando cuatro
sonetos (en rimas graves) y una pieza «A la manera
italiana» con abundantes agudos.378
Todavía en el Cancionero de Gallardo, sin embargo,
Antonio de Soria se lleva la palma de no dejar sin ellos ninguna
composición suya: ni la Carta en tercetos, ni la
canción, ni el trío de sonetos... que el copista
rotula «Canziones». Como en el Cancionero
gótico de Velázquez de Ávila, hacia 1538,
se tilda de «Soneto en verso toscano» a tres octavas
indecorosamente españolas, cual la «Epístola en
metro toscano»: todo con auténtico derroche (casi la
mitad) de finales oxítonos, también presentes en tres
de los seis sonetos.379
O generosamente empleados en los hendecasílabos con
rimalmezzo en
que -abandonando por una vez las formas castizas- se vierte la
Égloga X en la Arcadia toledana de 1547 (pero
comenzada en los aledaños del 1540).380
La fiebre aguda
fue remitiendo según quedaba atrás la crisis de 1543.
En 1549, el variopinto repertorio métrico que Bernardino
Daça crea para romanzar los Emblemas de Alciato no
registra sino un consonante oxítono,381
y parece que sobran dedos para contarlos en los cuarenta y cinco
cantos de Orlando traducido en octavas, por
Jerónimo de Urrea.382
No así, en 1550 -año de la Ulyxea y del
Buen plazer trobado-, en el Furioso de Hernando
Alcocer, donde más de un cuarto de las estrofas persevera en
los vicios que afean el exordio: «Las
damas, cavalleros, armas, amores / y grandes hechos quiero
aquí cantar...»
.
En 1551 Antonio de
Villegas ya había pedido privilegio para sacar el
Inventario y, a juzgar por la elevada proporción de
agudos, no sería extraño que tuviera escritas la
Historia de Píramo y Tisbe, en tercetos, y la
canción de despedida.383
En 1552, la Christopathía revela que Juan de
Quirós -al revés que Núñez de Reinoso-
se había preocupado por ir sorteando libro a libro los
escollos oxítonos con los que aún tropezaba en el
canto primero. En 1553 Torquemada deja que las rimas en
-ón empañen una de la docena y media de
octavas distribuidas por los Colloquios
satíricos.384
En 1554, al tiempo que la prescripción discutida por
Hernando de Hozes (ningún verso «tenga el accento en la
última»
), las prensas difundían las
sólitas infracciones a la regla. Infracciones, digo,
ocasionalmente desmelenadas (uno, dos, tres y hasta seis agudos por
página de diez tercetos, en el Demócrito y
Heráclito de Fregoso puesto «en nuestra lengua
vulgar» por Alonso de Lobera), pero más
comúnmente tan moderadas como en las piezas de Coloma y los
sonetos anónimos del Cancionero general: ciertas
indecisiones de Martín Cordero al verter en verso suelto la
Christiada de Vida,385
los renqueos que abajo anotaremos en El parto de la Virgen
trasladado por Gregorio Hernández de Velasco, o una veintena
de deslices (especialmente en canciones y verso suelto) en Las
obras poéticas completas de George de
Montemayor.386
En ese año
de 1554 en que la publicación de Los Triumphos de
Francisco Petrarcha nos brinda un testimonio diáfano,
la situación a nuestro propósito seguramente
podría definirse con justicia por relación
—222→
a los dos líricos de nota que (Acuña aparte)
todavía no hemos visto en escena: Sá de Miranda y
Gutierre de Cetina. No hay indicio de que el sevillano,
desaparecido entre 1554 y 1557, terminara jamás en
oxítono un verso de raigambre italiana.387
El portugués moría en 1558 sin haber sospechado que
las consonancias agudas no fueran tan legítimas como las
llanas en toda suerte de metros. Pues bien: para la fecha de
Los Triumphos, la poesía española
-pintándola a grandes trazos- no compartía la
absoluta indiferencia de Sá de Miranda; pero, por más
que día a día se aproximara a esa meta, tampoco
tenía por hábito el rigor inmisericorde de Cetina.
Verdad es que Daça, Urrea, quizá Gonzalo Pérez
no admitían los agudos (una debilidad, si acaso, no
invalida un principio). Verdad es asimismo que ambos Mendoza,
Villegas o Reinoso llegaban al abuso. No obstante, el tono lo
marcaban Coloma, los «diversos
autores»
del Cancionero general, Montemayor,
Álvar Gómez o Hernández de Velasco:
introduciéndolas con frecuencia muy inferior a las rimas
graves, mas sin renunciar a las oxítonas (particularmente en
la canción).
Parémonos a
contemplar en breve por dónde nos han traído los
pasos (errantes, mea
culpa). Garcilaso y Boscán, mientras cursaban el
aprendizaje de la nueva métrica, se habían permitido
hendecasílabos y heptasílabos agudos (mayormente, al
mezclar unos con otros): Garcilaso, en una medida minúscula,
consciente de recurrir a una licencia esporádica;
Boscán, con largueza y tolerancia bastante superiores, mas
sin dar el procedimiento por normal. Los dos pioneros se esforzaron
luego por evitar «el accento en la
última»
; y Garcilaso, cuando menos, con
éxito. Pero sucede que como conjunto, resolviendo las
diferencias individuales en un arquetipo ideal, la poesía
castellana del siglo XVI pasó por un proceso análogo.
En efecto, en las primeras promociones de petrarquistas, en los
introductores de los metros italianos, la tendencia preponderante
osciló entre manejar las cadencias oxítonas con la
misma libertad que en las formas castizas o bien aceptar la
práctica más austera convalidada en el grueso de las
obras de Boscán. Pronto, los hombres de esas primeras
promociones (nacidos -digamos- —223→
hasta 1520) riñeron una batalla consigo mismos para
lograr la victoria alcanzada por Garcilaso en la plenitud de su
arte: el destierro del verso agudo. Quienes los siguieron por la
vía italiana, echándose al camino en los alrededores
de 1560, obedecieron la ley que proscribía los
oxítonos (o en el peor caso, con manga ancha, los
reducía a la exigua proporción tolerada por el
Garcilaso temprano).
Juan de Mairena
saludaría el anterior resumen como una regla cercana a la
perfección: tantas excepciones la confirman... No obstante,
se me antoja que ni un Cetina madrugador, ni un Barahona rezagado,
ni una facción de francotiradores enturbian la limpidez de
las grandes líneas que he apuntado.388
Pues «el triunfo del
hendecasílabo llano»
en la segunda mitad del
Quinientos es hecho patente dondequiera que se vuelvan los ojos.
Entre poetas y entre preceptistas, en Castilla o en
Andalucía, las conclusiones resultan idénticas. Una
anécdota bastaría para compendiar todas las
posibilidades: proclamó Herrera que «los versos troncados, o mancos, que llama el
toscano, y nosotros agudos, no se deben usar en soneto ni en
canción»
, ¡y el Prete Jacopín hubo de
confesar que tampoco él los tenía «por buenos para usarlos muchas
veces»
! Con el agravante de que si las «pocas veces»
que los autorizaba el
Prete era al servicio de una «sal o
gracia particular»
, Herrera también los
consentía para «algún
efeto»
.389
Los dos contendientes podían disentir en la
interpretación de un ejemplo o en un matiz de detalle, pero
coincidían en el dato esencial: vedar los agudos, salvo para
provocar -rarísimamente- una impresión festiva o
dramática. Sin embargo, ni a esa bula concedida de
común acuerdo se acogieron Herrera -desde luego-, fray Luis,
Baltasar del Alcázar, Gil Polo, Francisco de la Torre, San
Juan de la Cruz, Figueroa, Ercilla... Que una epístola de
Aldana y una comedia de Cervantes caigan en un par de terminaciones
oxítonas o Barahona emplee unas pocas
más390
debe achacarse a flaqueza —224→
mejor que a búsqueda de «algún efeto»
. Como, a decir
verdad, aun sin negárseles «sal
o gracia»
, flaqueza parecen en una canción del
joven Lope,391
cuando se comprueba en la obra posterior del Fénix con
qué transparencia intentan siempre los agudos conseguir un
cierto «efeto»
.392
O qué llamativamente lo consiguen en la Década de
la Pasión (Cáller, 1576), donde don Juan Coloma,
en penitencia de pasadas ligerezas («el
tiempo de mi joventud, que gasté en leer y escrivir de las
cosas que suele llevar aquella edad»
), proscribe la rima
oxítona de los tres mil versos que dan cuerpo al poema, mas
la introduce a ciencia y conciencia en la última estrofa,
para poner un broche patético:
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Pero esa sería otra historia.393 Por ahora, quedémonos en el filo del siglo XVI, en la frontera de una nueva época en la poesía española del Renacimiento, y atisbemos unos cuantos episodios de la fulminante campaña contra el verso agudo.