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II
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III
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«Prólogos al Canzoniere (Rerum vulgarium fragmenta, I-III)», Annali della Scuola Normale Superiore di Pisa, Classe di Lettere e Filosofia, 3.ª serie, XVIII (1988), pp. 1071-1104.
El presente artículo es difícilmente disociable de «Rime sparse, Rerum vulgarium fragmenta...» y del estudio mencionado en la n. 181, con los que forma un conjunto que confío en articular en forma de libro: Prologhi al «Canzoniere». I primi sonetti e la genesi dei «Rerum vulgarium fragmenta» (vid. arriba, 181, ad n. 210). Con todo, pienso que también se deja leer como texto independiente, y que así quizá sea incluso más útil para los lectores a quienes ahora se dirige, habida cuenta del creciente interés que en España vienen suscitando la elaboración y la estructura de las compilaciones líricas del Cuatrocientos y del Siglo de Oro. Quiero recordar que fue el llorado Juan Manuel Rozas quien empezó a recorrer ese camino: «Petrarca y Ausias March en los sonetos-prólogo amorosos del Siglo de Oro», Homenajes, I (1964), pp. 57-75. (Y aprovecho la ocasión para remitir a un reciente trabajo que puede prestar útiles puntos de referencia: G. Tanturli, «Dai Fragmenta al libro: il testo d’inizio nelle rime del Casa e nella tradizione petrarchesca», en Per Giovanni della Casa. Atti del Convegno di Gargnano del Garda 3-5 ottobre 1996, ed. G. Barbarisi y C. Berra, Milán, 1997, pp. 61-89).
Por otro lado, las observaciones que aquí hago sobre la cronología de los primeros sonetos del Canzoniere están en estrecha conexión, más o menos implícitamente, con mi interpretación del itinerario intelectual y humano de Petrarca, tal como lo dibujé en Lectura del «Secretum», Padua (y Chapell Hill), 1974, y en posteriores estudios (reunidos en La formazione del «Secretum» e l’umanesimo petrarchesco, al cuidado de G. M. Cappelli, en preparación), y tal como para los Rerum vulgarium fragmenta proyectaba presentarlo en el volumen III (Laura) de Vida u obra de Petrarca (vid., por ejemplo, abajo, A la n. 230).
Yo bien quisiera, pero es más que dudoso que llegue a escribir ese volumen III (en bastantes extremos, no obstante, adelantado en la Lectura de marras). Por fortuna, no pocas de las cuestiones que en él calculaba abordar han sido solventemente tratadas por Marco Santagata (sobre todo en I frammenti dell’anima. Storia e racconto nel «Canzoniere» di Petrarca, Bolonia, 1992), cuyas investigaciones petrarquescas y las mías, por encima de matices y diferencias de detalle, han estado siempre en notable sintonía. A I frammenti dell’anima envío, pues, a quien quiera avistar algunos trasfondos del ensayo ahora reimpreso sin necesidad de rebuscar en páginas mías sparse.
A Marco Santagata se debe asimismo la monumental edición de las Opere italiane de Petrarca incluida en la serie de «I Meridiani»: Canzoniere y Trionfi, Rime estravaganti, Codice degli abbozzi, Milán, 1996. Como esos dos volúmenes son de consulta indispensable para cualquiera que se interese por la poesía vulgar de Petrarca, doy por supuesto cuanto ambos contienen en el prólogo y en el commento, verdaderamente exhaustivo, y me limito a señalar, primero, los principales estudios que se han hecho eco del mío, y a actualizar, después, las referencias que más lo necesitan.
Así, pues, acogen o perfilan de manera expresa diversos puntos de estos «Prólogos al Canzoniere» los trabajos siguientes: -R. Antonelli, «Rerum vulgarium fragmenta, di F. P.», en Letteratura italiana, ed. A. Asor Rosa, Le opere, I (Turín, 1992), pp. 379-471, e introducción a F. P., Canzoniere, ed. G. Contini, Turín, 1992. -C. Berra, La similitudine nei «Rerum vulgarium fragmenta», Pisa, 1992, y «La canzone CXXVII nella storia dei —145→ fragmenta petrarcheschi», Giornale storico della letteratura italiana, CLXVIII (1991), pp. 161-198. -R. Bettarini, Lacrime e inchiostro nel «Canzoniere» di Petrarca, Bolonia, 1997. -G. Cappello, La dimensione macrotestuale. Dante, Boccaccio, Petrarca, Ravenna, 1998. -D. De Robertis, Memoriale petrarchesco, Roma, 1997 (contiene el artículo citado en mis notas 185, 221 y 225). -U. Dotti, ed., F. P., Canzoniere, Roma, 1996. -M. Feo: vid. abajo, A la n. 187 y 230. -D. Goldin Folena, «Frons salutationis epistolaris: Abelardo, Eloisa, Petrarca e la polimorfosi del titulus», en Da una riva e dall’altra. Studi in onore di Antonio Andrea, ..., 1995, pp. 41-60. -L. Marcozzi, Petrarca lettore di Ovidio, en Testimoni del vero. Su alcuni libri in biblioteche d’autore, ed. E. Russo, pp. 57-106. -M. Petrini, La risurrezione della carne. Saggi sul «Canzoniere», Milán, 1993. -I. Rossellini, Nel trapassar del segno. Idoli della mente ed echi della vita nei «Rerum vulgarium fragmenta», Florencia, 1995. -M. Santagata, Per moderne carte. La biblioteca volgare di Petrarca, Bolonia, 1990 (contiene los artículos citados en mis notas 185, 196, 206, 216 y 220). -N. Tonelli, Varietà sintattica e costanti retoriche nei sonetti dei «Rerum vulgarium fragmenta», Florencia, 1999; «Petrarca, Properzio e la struttura del Canzoniere», Rinascimento, XXXVIII (1998), pp. 249-315; «Petrarca (R.v.f. 2-3), Boccaccio e l’innamoramento nel tempio», Studi sul Boccaccio, XXVIII (2000), pp. 199-219; «I Rerum vulgarium fragmenta e il codice elegiaco», en Atti del Convegno «L’elegia nella tradizione poetica italiana». Trento, 12-14 dicembre 2000, en prensa.
Otras adiciones. A la n. 185. Los artículos de C. Segre se han incorporado a sus Notizie della crisi, Turín, 1993 (y vid. asimismo su «lezione Sapegno» Le varianti e la storia. Il «Canzoniere» di F. P., Milán, 1999); para De Robertis, cf. arriba.
A la n. 187. Para todo lo relativo a Horacio y Petrarca es fundamental la nutrida voce de Michele Feo en Orazio. Enciclopedia Oraziana, III (Roma, 1998), pp. 405-425. Cf. abajo, A la n. 230. -«L’Orazio Morgan...» está recogido en G. Billanovich, Petrarca e il primo umanesimo, Padua, 1996.
A la n. 219. Son importantes al respecto G. Frasso, «Pallide sinopie: ricerche e proposte sulle forme pre-Chigi e Chigi del Canzoniere», Studi di Filologia Italiana, LV (1997), pp. 23-64, y de E. Scarpa, «A proposito di sinopie petrarchesche», Atti dell’Ist. Veneto di Scienze, Lettere ed Arti, Classe di scienze mor., lettere ed arti, CLVII (1998-1999), pp. 577-625.
A la n. 224. «Da un commento...» se ha integrado en A. Noferi, Frammenti per i fragmenta di Petrarca, Roma, 2001, en un bello capítulo sobre «La costruzione dell’ambiguità. I sonetti I-III», pp. 23-82.
A la n.
227. Los artículos de V.
Bertolucci han pasado a sus Morfologie del testo medievale, Bolonia, 1989, y
los estudios sobre la noción y la historia del
‘cancionero’ han proliferado en fechas recientes, desde
M. Tyssens, ed., Lyrique romane
médiévale: la tradition des chansoniers,
Lieja, 1991, hasta varias contribuciones (por P. Dronke, M. L. Meneghetti,
etc.) a Critica del testo, II/1, 1999
(L’Antologia
poetica), pasando por multitud de trabajos sobre
compilaciones individuales o por las buenas presentaciones
generales de V. Beltrán,
«Tipología y génesis de los cancioneros. Los
cancioneros de autor», Revista de filología
española, LXXVIII (1998), pp. 49-100, o de X. Dilla, «De què
parlem quan parlem de cançoners», en su
libro En passats
escrits. Una lectura de la poesia d’Ausiàs
March, Barcelona, 2000, pp. 25-66. Sin embargo, temo que la
bibliografía de los últimos años no siempre
llega a enfocar el asunto con la amplia perspectiva románica
y mediolatina que se requiere: así, escribir que «la Vita
nova è il primo canzoniere
—146→
della tradizione lirica occidentale»
(como hace C. Giunta al dedicar al
género varias páginas, 429-453, en un libro por lo
demás muy notable, Versi a un destinatario. Saggio sulla poesia italiana del
Medioevo, Bolonia, 2002) supone no percibir el juego de
fuerzas que moldean de forman análoga el libellus de Dante y muchas
otras obras.
A la n.
230. En la importante voce arriba aducida, p. 423, M. Feo considera que «la scrittura non
fa ostacolo»
a que la nota en
cuestión se redactara «dopo la morte di Laura»
; y,
en grata convergencia con la citada página 364 y otros
lugares de mi Lectura, la relaciona con el motivo del
«senex amator» y la
(más o menos presunta) crisis de Petrarca «intorno ai
quaranta anni»
. Que el «libellus» aludido
sea el De
remediis resulta más duro de aceptar, incluso si se
da por buena (como parece) la lectura de Vincenzo Fera: «in libello gravis
vite»
(apud M. Feo, en «F.
P.», Storia della letteratura italiana, ed.
E. Malato, X: La tradizione dei testi, Roma, 2001, p.
277, n. 9). Sean cuales fueren el «libellus» y el
momento de la nota, el contenido la arrima a uno de los
núcleos de la autobiografía ideal forjada por
Petrarca y también subyacente, claro es, al Canzoniere: «Denique hoc tibi
suadeo, quod michi videor persuasisse. Veteri flamme animi siquid
faville tepentis superfuerat, cogitatio oppressit, tempus leniit,
novissime mors extinxit...»
(vid. Lectura, p. 353,
n. 357, con las referencias cruzadas). Son de interés al
propósito los ensayos de J. Petrie,
«Aniversario e memoria nei
Rerum vulgarium
fragmenta»,
en Petrarca e la
cultura europea, ed. L. Rotondi
Secchi Tarugi, Milán, 1997, pp. 111-119, y J. F. McMenamim, «Un anno
nel Canzoniere di
Petrarca», Studi italiani, XIII:1 (2001), pp. 5-21.
A la n. 231. La edición más autorizada de Il codice degli abbozzi es actualmente la de L. Paolino, Milán-Nápoles, 2000, y en versión minor dentro de las Opere dirigidas por Santagata, Trionfi, etc.
A la n.
237. Sobre esa «suprema manus»
,
cf. mi «Effigies animi», en
las actas del congreso Verso il Centenario petrarchesco. Prospettive critiche.
Bologna, 24-25 settembre 2001, en prensa.
A la n.
246. Las observaciones de Feo han sido largamente
desarrolladas por S. Rizzo, «Petrarca, il latino e il
volgare», Quaderni petrarcheschi, VII (1990), pp. 7-40. Por
mi parte, y en sustancial coincidencia (por excepción) con
Poliziano, me permito insistir en que el parentesco que Petrarca,
de manera ocasional, establece entre sicilianos, griegos y romanos
atiende fundamentalmente a la métrica: el «numerus»
de las
«ysocratice
habene»
se le ofrece en definitiva como
equivalente al «rhythmus»
, y
uno y otro dirigidos «mulcendis vulgi
auribus»
, según la
terminología tradicional, en efecto, para ambos. Vid.
también N. Cannata Salamone,
«Dal ‘ritmo’ al
‘canzoniere’: note sull’origine e l’uso in
Italia della terminologia relativa alle raccolte poetiche in
volgare (secc.
XIII-XX)», Critica del testo, IV/2 (2001), pp. 397-429.
—[147]→
Desde
Lérida, a 19 de febrero de 1315, Jaime II se dirigía
«dilecto
consiliario suo Thome de Proxida»
, en
Nápoles, para ordenarle que comprara al librero que
allí lo había puesto en venta el volumen «intitulatum
“Titus Livius”, in quo tractatur de bona et grata
materia»
. La noticia de que esa estimable
pieza podía adquirirse por cien florines de oro (Déu n’hi
do!) se la debía el Rey a Joan Borguny, de vuelta por
entonces «de partibus
Neapolis»
y que, tras varios años de
procurator
aragonés en Aviñón, conciliaba airosamente los
servicios a dos señores: don Jaime y el Papa. ¿O no
tan airosamente? Porque un perspicaz estudioso250
acaba de conjeturar que Borguny quizá puso también
sobre aviso a tales o cuales amigos del círculo pontificio,
y a la postre el códice fue a parar a Aviñón,
donde -sigue la conjetura- le esperaba un destino egregio:
ensamblarse en el actual Parisino Latino 5690, uno de los
manuscritos sobre cuyas páginas Francesco Petrarca
revolucionó la filología y la cultura toda
atareándose en el comentario y la edición
crítica de los Ab Urbe condita.
Por desgracia,
parece seguro que el Livio napolitano no llegó nunca a los
anaqueles ni de Petrarca ni de Jaime II. Pero todavía es
menos dudoso que la fortuna de Livio y la historia de Petrarca en
la Corona de Aragón van juntas en más de un sentido y
contribuyen a explicarse entre sí al par que iluminan
aspectos importantes de ese escurridizo «humanisme
català» perseguido por una
crítica vieja ya de muchos decenios251.
Va para el siglo, en efecto, que el grande, admirable
—148→
Antoni Rubió i Lluch se remontaba a medio milenio
atrás, al entorno del 1388 a que suele adjudicarse el
Valter e
Griselda, y contaba las primeras huellas de Petrarca en el
Principado entre los indicios de un «Renacimiento clásico en la literatura
catalana»
(1889). El interés por Petrarca -se ha
dicho y repetido desde entonces- nace de «un fervor clasicista profundamente enraizado
en la Cataluña de finales del XIV»
como
consecuencia de «la necesidad de los
profesionales de la Cancillería de adaptar su prosa al
modelo ciceroniano»
. Las aportaciones de Jordi
Rubió i Balaguer, en una gavilla de trabajos verdaderamente
espléndidos, han invitado a quitar no poco hierro a las
afirmaciones en la línea de las anteriores; mas no por ello
se ha desvanecido una cierta opinión vulgata según la cual
«l’humanisme
del XIV»
se reconoce en una serie de rasgos
que incorpora «la
consciència literària d’alguns respecte de llur
petrarquisme»
. Las presentes
páginas, justamente, quieren replantear la cuestión
de los posibles vínculos entre la probada influencia de
Petrarca y el hipotético «humanismo
catalán», hasta los días del Compromiso de
Caspe.252
Volvamos a la
anécdota que quedó en el aire. Parece seguro,
decía, que el códice de Nápoles no
entró nunca en la biblioteca de Petrarca; pero, gracias a
Giuseppe Billanovich,253
sabemos perfectamente qué podía hacer el padre del
humanismo, en 1328 o en 1351, con un texto de las
Décadas. En breve y en términos negativos:
algo radicalmente distinto de lo que hubiera hecho Jaime II en
1315. Apenas dos años antes, a instancias suyas, fra Pere
Marsili reunía y daba forma en un Liber gestarum a las noticias del
archivo real sobre Jaime el Conquistador. Entre la petición
del Livio y el encargo del Liber no hace falta establecer ninguna
relación de causalidad; —149→
sí se impone, en cambio, advertir que ambos hechos
surgen de una misma actitud. Para un monarca medieval, la historia
es siempre historia de familia y «crónica de
sociedad», genealogía y anecdotario de las gentes del
oficio. Fueran cuales fueran los informes recibidos de Borguny, la
«materia»
del
«Titus
Livius»
fácilmente se le
antojaría al Rey «bona et grata»
:
en definitiva, era «matière... de Rome la
Grant»
, sabrosa para cualquier caballero de
la época, implicado o no en el juego de poderes
mediterráneos. Si el precio -además- era
extraordinariamente alto, don Jaime aún se sentiría
más tentado por el manuscrito: la cosa sería digna de
él, valdría la pena...
Que los
Ab Urbe
condita de Nápoles, sin embargo, tampoco llegaron a
manos de Jaime II lo atestigua la tenacidad con que Juan I, tres
cuartos de siglo después, andaba a caza de Livio. El
horizonte europeo había cambiado mucho en el ínterin.
Petrarca, sanando e ilustrando las Décadas, basando
en ellas el núcleo del De viris illustribus y componentes esenciales del
Africa,
echó los cimientos de una nueva manera de hacer
erudición y literatura. Pero no sólo para la
vanguardia intelectual el Livio reconstruido por Petrarca se
convirtió en «il
classico di grande moda»
:254
las versiones romances en deuda con la edición petrarquesca
difundieron también su obra o su renombre entre los
aristócratas de la sangre, brindándoles lectura tan
entretenida cuanto ejemplar. Porque el mismo Pierre Bersuire,
canciller de Juan el Bueno y devoto de Petrarca, proponía su
traducción (1359) como un ‘espejo de
caballerías’, e igualmente como tal presentaba la suya
el Canciller Ayala.255
Cuando en agosto de 1380, así, el futuro Juan I le
pedía a su «molt
car avoncle»
Carlos V «tres llibres
escrits en llenguatje francès, ço és,
les Canòniques de França, Titus
Livius e
Mendievila»
, no es verosímil que
estableciera entre ellos ninguna diferencia de género o
especie. Cuando en 1383, en 1386, en 1387, en 1390, en 1396,
seguía buscando las Décadas en la
adaptación de Bersuire, en el original o incluso «en lenguatge
sicilià»
,256
no respondía a estímulos substancialmente
—150→
dispares de los que habían movido a Jaime II a
intentar la compra del códice napolitano: ambos
partían de la curiosidad histórica propia de un
magnate medieval y aspiraban a satisfacerla de acuerdo con las
posibilidades y ofertas que hallaran en el mercado librario. La
diferencia entre uno y otro está justamente en que el
mercado había variado.
Petrarca puso en
circulación los Ab Urbe condita sin hacer la menor
concesión a los romancistas (lo confirman las Familiares a Bersuire);
pero Livio tenía dimensiones capaces de complacer a quienes
nada alcanzaban de los studia humanitatis, y cortesanos y libreros se
ocuparon en revelárselas a las personas adecuadas. La
irrupción de las Décadas, desde Francia, y
un cierto número de casos similares ayudan a explicar una
etapa de delicada valoración en el itinerario cultural de la
Península. Con entidad, cronología y desenlace no
siempre coincidentes, aunque sí convergentes, en todos los
reinos de España se documenta un período en que
hombres de formación y aficiones inequívocamente
medievales, cuando desean consolidar la una y dar curso a las
otras, se tropiezan en las librerías y en las bibliotecas de
prestigio con los autores redescubiertos por Petrarca y sus
secuaces. Son autores marcados con la etiqueta de la novedad: sin
perder el halo que los grecolatinos habían conservado hasta
en los siglos más obscuros, ahora se aureolan también
con el atractivo de la moda todavía accesible a pocos. Si
Jaime II se apresuraba a encargar —151→
la rara
avis aparecida en Nápoles, qué no haría
Juan I por obtener el Livio, menos insólito, pero aún
lejos de ser corriente, que sabía o sospechaba en manos de
Carlos V, el Duque de Berry, Giangaleazzo Visconti, Antonio della
Scala, Juan Fernández de Heredia... Ni al Maestre de Rodas
ni al «amador de la
gentilesa»
-por no salir de la Corona de
Aragón- es posible tratarlos de ‘humanistas’;
pero sí es lícito llamar «prehumanismo» o
«prerrenacimiento» a coyunturas como las que ellos
ejemplifican, al encuentro -inevitable- de los bibliófilos y
lletraferits
medievales con los primeros frutos del humanismo italiano: es
lícito, porque en tales coyunturas se gesta un clima y se
preparan algunos materiales (verbigracia, las traducciones de hacia
1400 impresas hacia 1500) que allanan el camino a los
auténticos humanistas peninsulares.257
No obstante, hay
que andarse con ojo a no confundir causas y efectos, el todo y la
parte. Del 5 de marzo al 22 de abril de 1386, don Juan reclama
cuatro veces la Gran crónica de España de
origen alfonsí; tres, las Décadas (en una
ocasión, junto a Trogo y Plutarco); una, el Compendi historial de fra
Jaume Domènec, y otra la tabla de la Grant crónica de
Espanya de Heredia.258
Claro está que el móvil común es el que el Rey
declara a propósito de la compilación castellana:
«nos adelitam
volenters en libres ystorials»
, por el gozo
de oír «molts fets
e grans gestes»
. No suena ahí
demasiado «fervor clasicista». Ni siquiera hay tanto
como ocasionalmente se ha pretendido en la explicación que
introduce la demanda de un Livio a Domingo Mascó: «Quoniam in
legendis celeberrimis romanorum ystoriis et grecorum potius quam
aliis antiquorum gestis et libentius
delectamus...»
. Pues don Juan no dice
«aliis
gestis»
o «aliorum
gestis»
, sino «aliis antiquorum
gestis»
: la preferencia por griegos y
romanos parece restringida al marco de «los antiguos»
(el parangón podía atender tanto a Josefo como al
Compendi
historial, pongamos), sin afectar a los «fets e gestes» de
los modernos.
Un «fervor clasicista» se hubiera expresado en términos menos relativos y no se habría limitado a los historiadores (el Ovidio de las Heroidas y las Metamorfosis probablemente también entraba en esa categoría:259 —152→ en especial para quien tuviera recientes las crónicas de Alfonso el Sabio). Lo que de veras se identifica en Juan I es una pasión por la historia que no podía sino orientarse hacia las novedades bibliográficas que el desarrollo del humanismo iba introduciendo un peu partout. El Rey sin duda era consciente de que esas lecturas llevaban un inédito certificado de calidad y singularidad. Pero evitemos el anacronismo de imaginar que las buscaba para adoptarlas como paradigmas de cultura -según exigían los studia humanitatis- y no para adaptarlas a sus propias coordenadas.260
¿Se me permitirá recordar que estoy hablando de Petrarca? La edición de Livio es obra no menos suya que el Secretum y el Canzoniere; y el rescate y la difusión de las Décadas y de tantos otros textos antiguos supone una contribución harto mayor a la andadura del Renacimiento. Por el contrario, la divulgación de los escritos más personales de Petrarca a menudo tiene poco o nada que ver con una apertura real y eficaz a las lecciones del humanismo. En seguida aclararé la afirmación. Por ahora, conviene volver a tomar el hilo y mostrar hasta qué punto puede ser cierto que al hablar de Livio se está hablando de Petrarca.
Las páginas
de fra Antoni Canals hoy rebautizadas Scipió e Anibal nacieron en el primer
decenio del Cuatrocientos, a impulso de «don Alfonso»
, desde 1399 «duch de
Gandia»
.261
Nos consta que el Duque deseaba «aver lo parlament de Scipió e
Anibal, e la batayla sagüent»
(p. 31),
y, aunque ignoramos de dónde le venía el capricho, no
cabe conjeturar que fuera de una fuente más noble que la
Crónica de
Espanya (IV-VI) del maestre Heredia, que había
aprovechado al propósito el romanceamiento de Bersuire
(cf. n. 256). Tampoco sabemos
exactamente de qué índole era «lo gran plaer» que
-según Canals- le producían esos episodios de las
guerras púnicas. Pero don Alfonso —153→
dio pruebas de una impaciencia irreprimible por leer el
Dotzè del
Chrestià262
(no falto de evanescentes referencias a Livio) y Eiximenis le hizo
eco apuntando en el prólogo por qué motivos
había de agradarle parejo «volum... de regiment de prínceps
e de comunitats»
: «Quan pens los
famosos prínceps e grans cavallers, los passats reis
d’Aragó, dels quals vós sou davallat per la
divinal ordinació e clemència, e pens
l’estament en què Déu vos ha posat de regiment
en esta vida, veig que sobiranament és a vós
necessària saviesa e doctrina a governar e posar en orde
vós mateix e los altres negocis de regiment de cavalleria en
què us cové
ocupar...»
.263
El «plaer»
a cuenta
de Escipión y Aníbal, «aquests dos lums
de tota cavalaria»
(p. 48), no debió
ser extraño a tal ámbito de intereses. En cualquier
caso, no lo era el designio en que fra Antoni resumía los
once capítulos de su trabajo: «en los quals tot
cavaler pot ésser instruït en quina forma és
periylosa cosa voler massa affactadament estar, viure e perseverar
en divisions, bregues, guerres e batayles»
(p. 41).
La respuesta de
Canals a los deseos del Duque merece examen detenido. «Volent servir a
la dita vostra senyoria, som estudiat de traura lo dit parlament,
axí planàriement com miylor he pogut. Per què,
ligint de una part Tito Lívio, qui·l posà
assatz largament, e d’altra Francesch Patrarcha, qui en lo
seu libra appelat Affricha trectà fort
belament e diffusa, he aromansat lo dit parlament sagons mon petit
enginy»
(p. 31). Uno entiende que la obrita
va a conjugar las Décadas y el Africa, pero ya Sanvisenti
señaló que los once capítulos en
cuestión no pasan de traducir -con tendencia a simplificar-
dos fragmentos de la epopeya petrarquesca (VII, 93-449, 740-1130),
ciertamente empapados de Livio. La doble inspiración
proclamada por fra Antoni, no obstante, se ha querido justificar
por la presencia de un Epílogo (pp. 81-84) que, tras los
capítulos derivados del Africa, narra la vida de Aníbal
después de Zama y donde se reconoce alguna noticia de los
Ab Urbe
condita. Pero la justificación ha de corregirse,
porque de hecho el Epílogo es una mera versión del
final de la semblanza correspondiente en el De viris illustribus del mismo
Petrarca (XVII, Hanibal, 49-55). En un intento extremo
—154→
de no desmentir a Canals, podría arriesgarse que el
salto del verso 449 al verso 740 del Africa, VII, pretendía respetar la
secuencia del relato en Livio (XXX, 31-32); pero no otra secuencia
trae el De
viris en la biografía de Escipión (XXI, ix-x).
«¿De una
part Tito Lívio... e d’altra Francesch
Patrarcha?»
. No: solo Petrarca. Y unas
mentirijillas.264
En el
último tercio del siglo, el cardenal Margarit agilizó
ciertas secciones del Paralipomenon Hispaniae echando mano del
compendioso De gestis
Cesaris petrarquesco y reservando a César para los
lugares cruciales.265
Fra Antoni no necesitaba la brevedad en ningún momento,
antes confesaba la intención de escribir «planàriement»
:
prefirió el Africa al De viris por creerlo, rectamente, con mayor
colorido, más conmovedor y prolijo, y, así,
más adecuado al paladar del Duque de Gandía.
Precisamente porque tenía libertad para proceder tan
«belament e
diffusa»
como le apeteciera, es más
sintomático que saltara del verso 449 al 740 y omitiera el
morceau de
bravoure del libro séptimo: la virgiliana
alegoría de Roma y Cartago en el Olimpo. No era miel para su
boca. El honrado fraile estaba bastante al día en sus
lecturas y llegaba a compartir con Petrarca algunas ideas en cuanto
a la interpretación de la historia antigua (como Petrarca
las compartía con una ilustre veta anterior).266
Nada le decían, en cambio, la elaborada —155→
viñeta mitológica ni la celebración de
las glorias romanas. Lo suyo era adecuar unos datos de Livio a un
modo de entender medieval, podándolos de preocupaciones y
filigranas de humanista. Sin hostilidad, pienso, pero
también sin desazón. El mercado había hecho
accesibles muchos textos de clásicos y clasicistas; con
ellos se dejaba alimentar la vieja curiosidad de los poderosos por
la historia y la novela histórica. Que la aristocracia
disfrutara con los selectos juguetes recién comprados, que
los héroes paganos se pusieran de moda, no era cosa
demasiado alarmante: un espíritu equilibrado podía
incluso sacarle partido moral, político y «de
cavalaria»
. Las herramientas que maneja
Canals son más y mejores -porque, sencillamente, Petrarca y
sus discípulos se las han acercado-, pero en mentalidad ni
el fraile ni el Duque difieren mucho de Joan Borguny y Jaime II.
Tanto es así, que el Scipió e Anibal se interpoló
prontamente en la versión catalana de una crónica
universal francesa de hacia 1230:267
desbrozados por Canals, los hexámetros del Africa se fundieron sin
dificultad con los extractos del Roman de Thèbes y del Roman de Troie, con las
fábulas de una «matière»
en que Petrarca no veía sino «levitas
Gallorum»
y «Romanorum invidia
atque odium»
(De viris, XV, 50).
No nos duela haber
pasado del 1315 de Jaime II al 1380 en que el «amador de la
gentilesa»
empezaba a pedir el Livio de
Bersuire, y luego a los años del Scipió i Anibal, caro a don
Alfonso de Aragón, y de la crónica de marras. La
línea que así hemos trazado nos es imprescindible
para aquilatar la fortuna petrarquesca -uterque fortuna- en las tierras de
lengua catalana. Pero ahora nos conviene caminar más
despacio y renunciar a codearnos con señores encumbrados y
eclesiásticos —156→
de copete. También entre gentes más humildes
andaba Petrarca. Pero con qué distinto porte...
La primera
mención de Petrarca en el Principado tiene por
añadidura la virtud de dar cuenta de sí misma y
asomar en un contexto notablemente locuaz: la correspondencia que
Lluís Carbonell, «scriba» del Obispo
de Gerona y entusiasta del Papa de Aviñón,
cruzó en 1386 con quien antaño fuera feligrés
y discípulo suyo, Pere Des-Pont, para entonces «scriptor» regio,
tras haber servido a Urbano VI en la curia de Roma y a Carlos III
en Nápoles.268
Mejor que de una correspondencia, sin embargo, conviene
quizá hablar de un certamen, según el uso grato a los
cultivadores del ars
dictaminis. Como sea, a menudo es obvio que los
contendientes están echando el resto en ciencia y estilo,
rebuscando «dictiones»
y
«scematis atque
tropi species multas»
(I), sudando «argumentis vel
auctoritatibus»
(V). Subrayémoslo en
seguida: las auctoritates que alegan con tanta
reiteración salen casi indefectiblemente de florilegios o
centones, donde las tenían agrupadas por materias y
acuñadas ya en forma de sentencias. Era una erudición
de repertorio y prêt-à-porter. ¿Se terciaba
tratar de la amistad? No había más que tirar de la
cuerda. Carbonell engarza sendas definiciones de Tulio y Salustio,
apela a Séneca (valga lo que valiere, aquí y en las
restantes cartas), prolonga el discurso con una resonancia de
«illud
psalmodicum»
concertada con el Facetus, etc., etc.
(III). No de otro modo trabaja Des-Pont. En la «atrox
responsiva»
del 5 de febrero (II),
así, casa a Séneca con los Salmos, los Disticha Catonis, Job,
Agustín, Hilario, San Juan, las Decretales... En ese torrente de
auctoritates,
al topar con el «habitare in
unum»
y el «rogate ad
pacem»
bíblicos y litúrgicos,
nos sorprende concordándolos con unas líneas
petrarquescas («Et inquit
Petrarcha...»
) apoyadas en los Evangelios y
el Agnus
Dei.269
—157→
La sorpresa fue también de Carbonell, que, en una
misiva hoy no conservada, inquirió quién era ese
insólito Petrarca que se colaba entre los nombres desde
siempre respetables. «Ad ea que de Francisco Petrarcha
queritis -le ilustró Des-Pont-,
respondeo vobis quod fuit digne laureatus poeta et maximam habet
reputacionem, hicque multorum librorum volumina compilavit, et
inter ceteros reputo meliorem librum Rerum senilium
et librum De vita
solitaria, per eum compilatum in
quodam nemore prope Nuceriam, Salernitane
diocesis»
(VII).270
¿Oímos el testimonio de una lectura personal o
meramente de una «reputacio»
?
Porque Des-Pont demuestra no haber frecuentado uno de los dos solos
«volumina»
que
recuerda:271
un auténtico lector —158→
del De vita
solitaria mal podía aceptar una leyenda provinciana
que situara en Nocera, diócesis de Salerno, la
composición de una obra que desde el mismo prólogo se
proclama redactada en los dominios del Obispo de Cavaillon,
«in rure
tuo»
, en Vaucluse, a cuatro pasos de
Aviñón.272
Lo más
probable es que las líneas petrarquescas arriba mentadas
(ad n. 269) se
espigaran en alguna colección de auctoritates (el gran aretino
entró pronto en las antologías, e incluso veremos que
las hubo extraídas íntegramente de sus
páginas). Pero aun si Des-Pont alcanzó un cierto
conocimiento directo de las Seniles que evoca, no cabe duda de que en estilo
nada de enjundia debe a Petrarca. A quien sí deberá
es a su «magister»
, al
Lluís Carbonell que ignoraba a Petrarca. Maestro y
discípulo representan diferentes etapas del itinerario, pero
ambos andan por un mismo camino: el de las artes dictaminis como
guía y meta del quehacer literario. Carbonell es un muy
aventajado exponente de la reforma del dictamen que se acomete en
Cataluña al mediar el Trescientos. A finales del siglo,
Des-Pont está un paso por delante de él: refleja el
momento en que esa reforma, sin evadirse del marco del ars dictandi, marcha
paralela a los primeros ecos del humanismo y ocasionalmente
aprovecha con mejor tino tal o cual aportación suya.
Paralela, digo, pero distinta, y con maneras muy peculiares de
aprovechar las sugerencias ajenas. Si los humanistas deseaban
refinar el lenguaje merced a la imitación de los
clásicos, ese deseo estimuló a los dictatores a refinar
también su latín: pero ellos lo hicieron de acuerdo
con sus propias normas y tradiciones. Si los humanistas
multiplicaban las citas -ateniéndose a un estricto canon de
autores y muchas veces con intención más
estilística que apodíctica-, los dictatores tendieron
igualmente a multiplicar sus sententiae: pero revolviendo nombres dignos e
indignos, equiparando en alcance proverbios impresentables y textos
brotados de buen manantial. No obstante, por encima
—159→
de unas parvas coincidencias y por más que
algún aficionado llegara a confundirlos, dictamen y humanismo son
sendas que no se superpusieron ni siquiera en la Florencia de Bruni
y Poggio.273
No nos
equivoquemos: la correspondencia de Carbonell y Des-Pont no
pertenece a «l’epistolografia en llatí,
en la qual fou mestre el Petrarca, [que] és una
característica de
l’humanisme»
, ni substituye «el viejo cursus medieval por la prosa de cadencias y
recursos renacentistas, para lo que son modelos Cicerón y
Petrarca»
.274
Des-Pont no había vuelto de Roma y de Nápoles con las
manos vacías: la «reputacio»
petrarquesca era cosa que se le escapaba a Carbonell. Pero uno y
otro continuaban dentro del ámbito de las artes dictaminis, en un mundo
despreciado por Petrarca. El estilo de Des-Pont es menos
asfixiante, menos atormentado que el de Carbonell, pero
todavía es cabalmente de dictator, no de humanista.275
De hecho, Des-Pont y sus —160→
amigos barceloneses (vid. n.
279) admiraban la «venustas»
, el
«ornatus
verborum»
de Carbonell, y elogiaban su
saber de «ystorie poetice»
(!), aun sin prescindir de una cautela que encantaría a fray
Vicente Ferrer: «Multos
attamen audio recitare magne scientie viros fuisse damnatos, utpote
Aristotelem et Senecam, et sileo plures»
(II). Las elegancias clásicas, las alusiones a la
Antigüedad, cualquier discriminación o preferencia
humanística faltan en las cartas de Des-Pont: su horizonte
son las artes
dictaminis y la fácil retahíla de auctoritates, donde
Petrarca entra despojado de su significación cultural y
literaria (a pesar de la vaga, lejana «reputacio»
de
«laureatus
poeta»
), al mismo título que los
Disticha
Catonis y las Decretales.
Ese Petrarca tan
poco petrarquesco tiene una filiación suficientemente clara.
La divisaremos mejor con un rodeo. Desde mediados del siglo XIV,
según señalaba, se registra en Cataluña una
mayor atención al ars dictandi. Se resucitó a Pier della
Vigna (fl. 1225), las fórmulas de cuyo
stilus
rhetoricus -pero desdeñoso de la elocuencia
clásica- lograron un cierto aprecio en la
Cancillería,276
y se estudió diligentemente un manual de hacia 1350 y pico
que, si no ofrecía nada que no se enseñara ya en el
Doscientos, conciliaba sin roces las doctrinas de la escuela
italiana y de la escuela francesa: la Summa dictaminis, de un tal «Hugus», seguramente
español.277
La definición del dictamen que ahí se da para empezar
yuxtapone las de Pons de Provenza y Lorenzo d’Aquileia e
indica perfectamente cuáles serían las tendencias
estéticas de quienes la aplicaran: «Dictamen est
literalis edicio venustate sermonum egregia, sententiarum
colloribus adornata; vel dictamen est digna verborum composicio,
artificiosa congeries, cum pondere sentenciarum et ordine
diccionum»
. Son exactamente las
mañas de Carbonell y Des-Pont: la «venustas» -la
célebre venustas dictandi-, las sentencias, el cursus, la artificiosidad
omnipresente...
Aprendidas en esos
y análogos manuales, pero practicadas de modo más
arcaizante, son también las mañas que se identifican
en el otro epistolario privado procedente del círculo
cancilleresco de Des-Pont: el que en los aledaños de 1390
fueron tejiendo Bartomeu —161→
Sirvent, Pere Guitard y algunos colegas que, como ellos,
bien pudieran contarse entre los amigos de Des-Pont deslumbrados
por la «profunditas
sermonum»
y los «sentenciarum
pondera»
de Carbonell.278
O, por lo menos, Des-Pont y sus compañeros elogiaban la una
y los otros con las mismas palabras, con los mismos tecnicismos del
ars, que
Guitard empleaba en alabanza de Sirvent.279
Es sólo un síntoma, entre la multitud de testimonios
que el epistolario en cuestión -llamativamente descuidado
por los investigadores- nos brinda sobre el bagaje intelectual y
literario de esos curiales del fin de siglo.
Hagamos unas
cuantas calas y aduzcamos algunos pasajes (bastaría
oírlos). Guitard le envía a Sirvent «duos ex libris
venerabilis Dominici de Viscarria, unum faciliter et alium cum
magna dificultate obtentos»
(§ 8). Los
trabajos de Biscarra (fl. 1304-1337) le parecen a Sirvent rebosantes de
«carminum
venustas»
280
y más de agradecer por cuanto el propio Guitard se deleita
en semejantes «artis
dictatorie pabula»
: —162→
para seguir adiestrándose, le vendría de
perlas recibir además un «librum auctoritatum, vel eius copiam,
... et alios eciam dicte arti convenientes, ... ut eis mediantibus
in arte erudiri valeam in qua versor»
(§ 9). Llegó, en efecto, el tal «liber
auctoritatum»
(§§ 5-6), y buena
falta les hacía tanto a quien lo regalaba como a quien lo
pedía. Las misérrimas sentencie que dispensan con cuentagotas
nunca tienen mejor valedor que un «verba illa»
o
«illud
proverbium»
(§ 8). Todo el
aliño de sus páginas se reduce a un par de
reminiscencias bíblicas, a algún giro devoto o, en
una carta particularmente pintoresca por la mezcolanza de
latín y catalán, a un «vulgare
exemplum: “qui à
cuyts los morros no pot callar”»
(§ 19).
Ningún antiguo ‘autoriza’ las cláusulas
rimbombantes de Sirvent y Guitard. Antes bien, los únicos
nombres mencionados son la quintaesencia de lo medieval.
Entusiasmado con las «litere»
de
Guitard, «ob sui altum
contextum et ornatum politissimum»
, Sirvent
lo juzga el dictator heredero de San Gregorio (contemplado,
obviamente, como creador del stilus gregorianus): «Credo quod Ille
supremus graciarum largitor vos isto speciali munere perdotavit,
videlicet quod in facultate dictatoria vos reliquit beati Gregorii
successorem»
(§ 17). Guitard juega con
la eventualidad de entender «ironice»
el
piropo «quo ad artem
dictatoriam»
; pero, a la postre, se le
ocurre una sutil vía para aceptarlo. Si Gregorio fue
«in facultate
rectorice luminare prefulgidum super
omnes»
, Braulio de Zaragoza, que
podía codearse con él «in dictatoria
facultate»
, legó su «facundia»
a
Sirvent: e igual que el «epistulare
eloquium»
de Braulio maravillaba a la misma
Roma, según comprueban las Crónicas de
España (de Rodrigo Jiménez de Rada), los
«dictamina»
de
Sirvent estremecen a los «dictatores»
de
la época.281
¿Quiere Sirvent empaparse asimismo de las otras virtudes del
Santo? No tiene más que leer la vida de Braulio
—163→
(por un anónimo del Doscientos) «miro stilo
contextam»
(§ 18).282
Ese es, pues,
fundamentalmente, el rasgo que en las postrimerías del siglo
XIV resalta en el ambiente cancilleresco de Cataluña y
Valencia: un aumento en el interés por el dictamen -como variedad
literaria a sé
stante, no por meras razones profesionales-, alimentado en
el retorno a la provecta tradición dictatoria de Pier della Vigna, Bene de
Florencia y Tomás de Capua -al punto lo veremos-, Biscarra,
el manual de «Hugus»
...
Nuestros curiales tienen voluntad y conciencia de ser dictatores -y no otra
cosa-; se sienten miembros de una escuela con instrumentos,
tecnicismos y géneros peculiares; se instigan, se halagan y
compiten entre sí, en un clan tan cerrado y autosuficiente
como hermética quiere ser su prosa.283
Los modelos explícitamente ensalzados son Gregorio, Braulio
de Zaragoza, la Vita
Braulionis de cien años atrás; la fuente
histórica a que se recurre es el De rebus Hispaniae (1246) de Rodrigo de
Toledo... Con semejante panorama y cerca ya de 1400, la ausencia
total de curiosidad por los clásicos incluso podría
interpretarse como deliberado rechazo del humanismo. En 1389
Sirvent actuaba como secretario de doña Violante, quien en
febrero de 1390 solicitaba del Rector de Maella y del Arzobispo de
Zaragoza «les letres de
Ovidi en pla»
: ¿las
Heroidas nada podían aportar a los dictamina de Sirvent? Guitard
verosímilmente estaba al servicio del cardenal don Jaime de
Aragón,284
que tenía a Valerio Máximo «singularment per
mans»
y a —164→
cuyo «manament»
lo
tradujo fra Antoni Canals:285
pero Guitard no evoca otro historiador que el Toledano. Sorprende
esa falta de conexión entre las (tímidas) aficiones
de los señores y la impermeabilidad dictatoria de sus cancilleres.
¿Nada útil encontraban estos en los nuevos libros que
se procuraban aquellos?
Cierto que
Des-Pont y Carbonell citan a «Séneca»
, Lucano o Terencio;
pero extrayendo sus sentencie -sólo eso les era dado- de un
«liber
auctoritatum»
afín al manejado por
Sirvent y Guitard, aunque sin duda más al día. La
mayor cantidad de citas y el hecho de identificarlas puede deberse
-arriba lo insinuaba- a un cierto estímulo suscitado por la
existencia paralela del incipiente humanismo italiano y del
dilettantismo
clasicista de algunos magnates; pero las citas en sí se
hacen según cánones de ars dictaminis e igualando a Horacio con el
Facetus, a
Salustio con las Decretales. Inútilmente se busca un sentido
clásico de la forma, el más ligero gusto por la
Antigüedad: no se escucha sino el martillear del cursus, la sintaxis y el
léxico que yo llamaría quadrupedantes (y no únicamente por
la querencia por los polisílabos que retumban y por los
participios de presente), el artificio del dictamen elevado a suprema
categoría.
El proceso a
través del cual unas líneas petrarquescas llegaron a
infiltrarse en una carta de Des-Pont (n. 269) se ve resumido con
impagable nitidez en el manuscrito 9010 de la Biblioteca Nacional:
una excelente copia trecentista del Candelabrum de Bene de Florencia, el
influentísimo dictator que profesó en Bolonia entre 1218
y 1240.286
El códice, en efecto, fue estudiado por cancilleres
catalanes,287
y a ellos se deberá la iniciativa de complementar las reglas
de Bene sobre la puntuación añadiendo una somera
Ars punctandi,
«a venerabili
Francisco Ermengaudi iurisperito et cive egregie civitatis
Barchinone compilata»
—165→
(fol. 91), que nos descubre que
en ese ambiente seguía respetándose a Tomás de
Capua y que los «doctores
bononienses»
eran leídos junto a los
«doctores Montis
Pesullani»
. Como la inserción de una
«Littera missa per
papam Clementem IIII Regi Aragonum»
(fol.
92) nos asegura que seguía apreciándose el
stilus
rhetoricus que la curia pontificia favoreció a
mediados del siglo XIII. Pero el último apéndice al
Candelabrum
del manuscrito 9010 es todavía más revelador para
nosotros: consiste en tres o cuatro cortísimos
párrafos desgajados de las Familiares de Petrarca (fols. 92v-93).
Distinguiéndola del proverbium, Bene recomendaba el uso de la
sententia, es
decir, la «oratio de
moribus sumpta quid deceat breviter
comprehendens»
(fol. 59v); y para
facilitarles la tarea a los «exordientes»
,
reunió casi dos centenares de «generales
sententie secundum ordinem alfabeti»
: de
«Acquisitio que
honestati non obviat est laudanda»
a
«Zelator benigne
iustitie dominice in gloria corruscabit»
(fols. 85 [bis] v-89). Pues bien: del mismo modo que otras
secciones del Candelabrum se desarrollaron o ilustraron en las
adiciones finales, la colección de sententiae preparada por Bene se
prolongó mediante el recurso a las Familiares petrarquescas, de donde se
tomaron algunos fragmentos dispuestos no por orden
alfabético, sino en razón del contenido. Y sucede que
la definición del Candelabrum se obedeció tan fielmente, que
el común denominador de las sententiae seleccionadas en Petrarca es el
asunto por excelencia «de moribus»
: la
virtud.288
Vale decir: en el
manuscrito 9010, Petrarca quedó anexionado al cauce del
dictamen. Se
le leyó -cuando ocurriera- para utilizarlo de acuerdo con
las directrices del ars dictaminis, no como modelo para abandonarlas.
En el fecundo diálogo con los clásicos que es la obra
petrarquesca no se vio, si acaso, sino un filón de
materiales para nutrir —166→
un «liber
auctoritatum»
. Como el que solicitaba
Bartomeu Sirvent, pero ahora acrecido con un capítulo de
«flores sumptae a
magistro Patrarca [sic]
poeta laureato»
, según se halla en
un formulario «de
mà catalana i ordenat per un notari
català»
.289
O, en territorio vecino, según lo brindan Les flors de Patrarcha de remey de
cascuna fortuna,290
que coleccionan y traducen 165 máximas del De remediis podándolas
de cualquier aroma antiguo. El tal florilegio, en efecto, no
sólo «entirely
ignores the exemplary side of the De remediis»
-los ricos,
elocuentes «exempla taken from the
ancient world»
- «and concentrates
instead on its sententious
content»
:291
omite además los nombres de los escritores clásicos
que Petrarca da como fuente, reduce toda elegancia de
dicción a los puros huesos del aforismo convencional,
disuelve en abstracción fuera del tiempo («Los fills
són forssats de fer bé al pare e a la
mare»
) lo que en Petrarca era
reflexión llena de sentido histórico e inspirada en
la Antigüedad («cum
grecarum omnium leges urbium indistincte filios ad prestanda
parentibus alimenta compellerent...»
). En
el inmenso De
remediis, el antólogo de las Flors únicamente recoge
una frase no sentenciosa y conservada en su paisaje grecolatino
(pero prescindiendo del crítico «quidam
putant»
petrarquesco): «Archímodes
trobador fon de bonbardes en Saragossa de
Scicília»
. Era de esperar: por una
vez que no se elige la flor «de moribus
sumpta»
, lo que se satisface con el
De remediis es
la curiosidad por «bregues, guerres e
batayles»
que arriba reconocíamos en
Juan I y el Duque de Gandía cuando se interesaban por otros
libros o aportaciones de Petrarca.
Nada de ello ha de
sorprendernos. La singularidad de Petrarca le granjeó
temprano una amplia «reputacio»
; y
el volumen de su producción latina y los textos
clásicos que puso en circulación modificaron en una
medida importante el panorama bibliográfico. Pero que las
contribuciones petrarquescas se difundieran largamente de
ningún modo significa que fueran entendidas según su
espíritu original. —167→
Cada uno les tomó en préstamo los elementos
que respondían a su formación y talante
particulares.292
En un principio, así, se divulgó copiosamente un
Petrarca -diría- ‘neutralizado’, desprovisto de
su levadura de humanista, limitado a mero transmisor de datos y
dichos susceptibles de empleo en cualquiera de las coordenadas
habituales en el otoño de la Edad Media.293
El Duque de Gandía podía entretenerse con una
versión del Africa sin soñar en buscarle otras
connotaciones que a las Històries troianes traducidas por Jaume
Conesa. El cardenal don Jaime, su hermano, y fra Antoni Canals nada
tenían que objetar al capricho del Duque: por el contrario,
la afición a «les
notables istòries e fort excellents auctoritats que
allí son posades»
debía
redundar en beneficio de «lo regiment de la cosa
públicha»
y siempre valdría
más que «legir en
romances dels quals ... roman poch
profit»
.294
Pere Des-Pont y los dictatores del manuscrito 9010 encontraban en
Petrarca un tesoro de sententiae que les permitían insistir en
ciertas pautas de su ars, sin necesidad de revisar sus fundamentos
estilísticos y doctrinales.
Quizá el
Petrarca más característico de hacia 1400 es el
Petrarca despedazado en adagios o cuyos libros, si íntegros,
sólo se contemplan en tanto depósitos de «commonplace moral
dicta of an unexceptionable medieval kind»
,
como «an encyclopedia
of moral orthodoxy»
, «and one eminently
suitable for a king»
, en las huellas de los
specula o
tratados de regimine
principum.295
De hecho, ése es el Petrarca —168→
más regularmente aducido en el período que nos
concierne. Con posterioridad a Des-Pont, así, en junio de
1399, los jurados de Valencia censuraban las supuestas «insolències»
de fra Antoni Canals y «semblants graduats en
sciència»
enrostrándoles una
consideración avalada por «lo gran maestre
Petarcha»
(sic).296
En las cortes barcelonesas de 1410, el Obispo de Elna urgía
a Martín el Humano a resolver el problema de su
sucesión y le atronaba los oídos concordando a San
Agustín, «Ermes
Trimagistus»
, Tulio, Séneca y, por
remate, «Francesc
Patrarca»
: «Lo bon rei
servent del bé públic
és»
.297
Nos las habemos con una de las flors de remey de cascuna fortuna (§ 48), y,
si el prelado no la cortó en algún jardín
análogo (como sugiere el ramo en que la pone),
difícilmente vería en el De remediis otra cosa que un simple
almacén de bienes mostrencos. Para confirmar que ese fue
destino corriente del Petrarca «neutralizado» con que
venimos tropezándonos, vale la pena desbordar levemente
nuestros márgenes cronológicos.
Cuando don Alfonso
V pidió «consello e
aiuda»
para ciertos «afferes»
mediterráneos, en el parlamento de Barcelona de 1416, el
arzobispo Pere Sagarriga le respondió cortésmente con
un discurso o, mejor, sermón cuyo thema era «Rex iustus erigit
terram»
(Proverbios, XXIX, 4). En la
primera parte, lo desarrolla amparado en el nombre de los Padres:
Agustín, Ambrosio, Gregorio; en la segunda, apoyado en la
mención de Filipo y Alejandro, Salustio, Sócrates y
Petrarca. Pero líbrenos Dios de prestar fe a Su
Ilustrísima... Los sermones solían prepararse
recurriendo a alguna de las numerosas compilaciones que para
auxilio de predicadores se habían acumulado con los siglos.
Procediera como procediera para la primera parte, Sagarriga
engalanó la segunda con oropeles clásicos entrando a
saco en las Familiares petrarquescas, como si se tratara de
una de esas compilaciones: perfectamente ortodoxa y con
connotaciones religiosas, pero ahora de saberes
laicos.298
—169→
Tal vez sea inexacto, no obstante, hablar de las Familiares en general.
Para catequizar al Magnánimo, el Arzobispo se ciñe
substancialmente a la asendereada epístola sobre la «institutio
regia»
-la Letra de Reyals Costums, en la
versión catalana-299
y le añade una brizna de otra carta. Los textos de aquella
parecen copiados con poco criterio -dos líneas de
aquí, dos de allí, casi al azar: todo valía
para zurcir la página de un speculum principum-, pero lo estupendo de
veras son los insertos de Sagarriga.300
Una anécdota de Petrarca relativa a Alejandro y a «Philippum
medicum»
(párr. 17, lín. 134-145) le incita a inventarse
- juraría yo- un consello de Filipo, rey de Macedonia, a su hijo el
Emperador, según el patrón medieval de los «castigos e documentos»
. Luego,
substituye unas elegantes admoniciones del original («Qualem prestat,
tales ab aliis animum speret, nec a quoquam diligi sibi quem ipse
non diligit»
, párr. 16, lín.
126-127) por un proverbium que viene a decir lo mismo: el
—170→
sabidísimo proverbio de las Ad Lucilium, IX, 6 («ama e serás amado»
, como
versificaría Santillana, por entonces copero mayor del Rey),
que el Arzobispo carga a la cuenta... de Sócrates.
Quién sabe si por remordimiento de despojar a Petrarca sin
citarlo, Sagarriga, en fin, decide dejar las cosas en su sitio: y,
entre las frases auténtica pero tácitamente de
Petrarca, mecha otra que corrobora con un «ut ait
Petrarcha»
y que -salvo error mío-
no es de Petrarca.
A cinco años después nos conduce el ejemplo más escandaloso que conozco del recurso a Petrarca para fabricar una superchería. Las referencias a autores antiguos sembradas en la intervención de Marc de Villalba, abad de Montserrat, en las cortes tortosinas de 1421301 han sido consideradas alguna vez producto de una educación ya resueltamente humanística, y en igual sentido se ha realzado su utilización del petrarquesco De viris illustribus. Pues bien: en el párrafo crucial para nosotros, ni hay autores antiguos, ni hay De viris illustribus. Lo único que hay es un pasaje de las Familiares (XVIII, i, 30-32) plagiado de forma que las palabras de Petrarca se van repartiendo atribuidas a quien al abad le da la gana. Scripta manent:
Inter temeritatem et inertiam nescio quid eligam; sepe temeritas felicior fuit. Non delector extremis, medium quero; sed heu vereor, quod pace sit dictum tua omniumque qui imperio ulli presunt quique gerendarum rerum officia susceperunt, ne penitus verum sit quod in ore semper habeo, singula vitia singulas excusationes habere, inertiam solam omnes. Si diu deliberasset Africanus, Italia deserebatur a suis et Afrorum erat; si diu deliberasset Nasica, libertas romana Gracchi conatibus et audacie succumbebat; si Claudius Nero non dicam supervacua multa et longa, sed unum, quod necessarium videbatur et breve erat, senatus consilium expectasset, coniunctus fratri Hasdrubal romanum proculcabat nomen. Quid inter minores hereo? Ipse quem sepe nomino Iulius Cesar, si procrastinator fuisset, nunquam in tam parvo tempore hanc tantam, que vix omni studio sustinetur, fundasset erexissetque rerum molem, cui imperii nomen est. Tu si cunta deliberas et in singulis immoraris, predicam tibi etsi forte non animo tuo gratum, at certe fidei mee debitum -falsus utinam sim aruspex-: nullus erit rerum finis... |
Car en los actes comuns e públics devem proceir ab tota celeritat e maturitat, repel·lint los extrems, qui són temeritat e peresa. E en los fets perilloses moltes vegades ha més profitat la cuita que llonga del·liberació, segons diu Suetoni (in libro De XII Cesaribus); «si llongament hagués tardat Escipió Nasica en proveir, perduda era del tot la glòria de Roma», segons diu Valeri (libro sexto); «si Juli Cèsar hagués tardat de no proveir tantost, no fóra estat de tot lo món emperador», segons diu Petrarca De illustribus uiris; «si Claudi Neró hagués tardat de combatre Asdrubal abans que s’ajustàs ab son frare Hanibal, perdut era del tot l’emperi», segons diu Floro Lúcio (IV libro Epitomatum); e per ço diu Cassiodorus (in Epistolis): «si cuncta deliberas et singulis inmoras, nullus erit rerum finis». |
—171→
Pasemos por alto las trivializaciones y tergiversaciones de letra y espíritu, para subrayar un solo aspecto en la artimaña de Villalba. La Edad Media nunca había ignorado que la mención de un griego o de un latino era capaz de dar brillo y apariencia de solidez a un razonamiento convencional. De suerte que, a falta del escritor oportuno, con frecuencia echó mano de la cita falsa o de la libre fantasía (basta aludir a Eiximenis). Villalba mantiene esa actitud como raíz y la hace crecer aclimatándola a la altura de las circunstancias. No inventa lisa y llanamente un *Fronesio o un *Sefronio: se inventa, a través de Petrarca, a Suetonio y a Floro... Es que Petrarca se le ofrece menos como un autor con fisonomía propia que como transmisor de unos ciertos materiales: como una más de las antologías y enciclopedias que maneja.302 Una enciclopedia especializada en unas auctoritates —172→ que, si jamás habían perdido todo su prestigio, ahora se habían puesto particularmente de moda en determinados círculos. Nuestro abad podía tener una condescendencia para con esa moda; o, más bien, el prurito de mostrar que un docto eclesiástico como él dominaba asimismo las lecturas que tanto placían a algunos y cuyo valor tanto ponderaban otros. Pero los conocimientos que poseía y el respeto que la cosa le merecía quedan harto de manifiesto en la desenvoltura con que convierte el párrafo de las Familiares en una letanía de apócrifos.
He dicho,
vagamente, «unos ciertos
materiales»
, «en determinados
círculos»
. Debo concretar. Nótese, en
efecto, que los apócrifos de Villalba son fundamentalmente
historiadores: hasta el punto de que la obra de Petrarca aducida es
el De viris
illustribus, y no las Familiares que en realidad se usan. Nótese
al tiempo que los ingredientes clásicos están al
servicio de una lección a hechura de militares y
políticos. Pero ¿acaso no hemos encontrado otro tanto
a cada paso? Cuando al emplear a Petrarca se le conserva o se le
repinta el colorido clásico, es porque va a
acercársele al terreno de la «cavalaria»
y
«lo regiment de la
cosa públicha»
: el terreno de los
reyes y los nobles. Por el contrario, cuando se le roba o
atenúa tal colorido, es porque corre entre moralistas y
dictatores. En
ambos casos nos encontramos ante fenómenos del mismo tipo:
la asimilación y la acomodación de Petrarca a los
planteos medievales preexistentes. Sin embargo, en la medida en que
Petrarca supone una mayor curiosidad por el mundo antiguo, sus
impulsores y destinatarios parecen ser principalmente los soberanos
y los grandes.
En la época
de Juan I y de Martín el Humano -se ha escrito-, «l’humanisme
troba el seu primer suport entre els qui eren fonamentats en la
pràctica de la redacció llatina i que
professionalment la conreaven com a buròcrates i notaris.
Ells difongueren un interès per les obres de certs noms
d’autors clàssics entre els reis i els cercles
seleccionats dels llecs, el quals també per altres camins i
influències havien sentit despertar la curiositat de
conèixer-les»
. ¿No
será quizá al revés? ¿No estará
más en lo cierto don Jorge Rubió al señalar
que la intervención regia en los documentos seguramente era
mayor de lo que tiende a pensarse y que incluso «algunes
expressions que de vegades ens sobten per llur vivacitat en les
cartes que atribuïm a un secretari eren recollides per ell de
la boca del Rei quan hi
despatxava»
?303
Arriba nos cercioramos de que los curiales a quienes se ha achacado
una relativa voluntad —173→
de «forma
ciceroniana»
y «d’alliberar-se, en part almenys,
de la submissió a les fórmules de les
artes dictandi
medievals»
-el grupo
de Sirvent, básicamente- son de hecho entusiastas del
dictamen, y
con un fervor programático que excluye cualquier
tentación clasicista. Carbonell y Des-Pont esquilman un
«liber auctoritatum»
en que los Disticha
Catonis valen tanto como Terencio; su Petrarca es el
Petrarca no humanista popular a finales del Trescientos; y no
muestran ni sombra de afición por los casos y cosas de la
Antigüedad. Cuando nuestros dictatores escriben por su cuenta
-exclusivamente dictamina- no pasan de las sententiae «de moribus»,
intemporales y de dudosísima procedencia: jamás se
dignan mentar un apotegma, un episodio o una fábula
transmitidos por fuentes clásicas. Esos elementos, en
cambio, sí aparecen, modestamente, cuando los secretarios
escriben en nombre de los reyes, sobre todo si lo hacen en
catalán: y así, por ejemplo, Martín el Humano,
con la pluma de Guillem Ponç, «presenta Orfeu i
Tiberi Graco al comte d’Urgell com a models de bona amor
conjugal»
,304
en unos términos de familiaridad y experiencia de lectura
personal inconcebibles como iniciativa del secretario.
Paralelamente, las huellas petrarquescas que hemos rastreado
sólo revelan trazos antiguos cuando nos llevan al terreno de
monarcas y magnates: es que un Sagarriga, pongamos, está
intentando ajustarse a los gustos y horizontes del Magnánimo
-y no respondiendo a los suyos propios-, como el Scipió i Anibal se
ajusta a los deseos del Duque de Gandía.
El ejemplo de
Livio, entre Jaime II y Juan I, nos apuntaba que la avidez del
«amador de la
gentilesa»
por algunos historiadores
clásicos no era sino la prolongación natural de unos
viejos intereses, espoleados ahora por la mayor abundancia de
semejantes autores en las librerías y en las bibliotecas
europeas, donde además llevaban un marchamo
—174→
de novedad distinguida. Pedro el Ceremonioso, de formidable
memoria hasta para las menudencias de las crónicas,
escribía en 1363 al infante Fernando exhortándole a
seguir la «doctrina
dels antichs»
y a aprender en «la istòria
dels Romans»
, y recordándole, a zaga
de Valerio Máximo, la gallarda actitud de «Cipió
Africhan»
frente a «Anibaud»
.305
Treinta años después, don Juan podía dirigirse
a los «prohòmens»
de Barcelona sumando al recuerdo de «Valeri»
los de
«Suethoni»
y
«Paulo
Euròsio»
.306
Por las mismas fechas, Carbonell y Des-Pont, Sirvent y Guitard, no
incluyen ni una brizna de historia o ejemplos antiguos en los
dictamina que
componen a su exclusiva discreción, y con notorio aplauso de
sus colegas. Pero cuando Martín el Humano ha de hablar
solemnemente en las cortes de 1406, el funcionario que le redacta
una admirable «proposició»
conjuga múltiples alusiones a los «grans
historials»
romanos (y aun los enumera en
batería: «però
no ens fan fretura en l’acte
present»
), las sazona con las sententiae de su
florilegio que se le antojan más congruentes con esos
«historials»
(amén de los inevitables versículos bíblicos y
apelaciones a algún «sant doctor... aprovat de Santa Mare
Esgleia»
) y endereza todo el discurso
—175→
a rememorar, con lujo de detalles, «quins actes
faeren»
los catalanes. La soberbia pieza
oratoria es trasunto de don Martín hasta en los
escrúpulos de conciencia:307
y, para nosotros, magnífica ilustración de
cómo los curiales podían procurar, con los
instrumentos al alcance, acercar su cultura a la renovada
pasión de sus señores por «fets e grans
gestes»
.
La «proposició»
de 1406 se me antoja una excelente imagen de la coyuntura que se ha
llamado «humanismo catalán». Por una parte, una
moda aristocrática, provocada por el vasto cambio del
panorama bibliográfico que determinaron las aportaciones de
Petrarca y sus fieles: el gusto por las crónicas, de larga
fecha arraigado entre los grandes, tiende a privilegiar a los
historiadores antiguos redescubiertos. Por otra parte, unos
letrados -eclesiásticos o curiales-, formados en tradiciones
propias, que esporádicamente alcanzan noticia de que
Petrarca se ha ganado una «reputacio»
merced al manejo de unas «auctoritates»
que ellos creen tener también en su arsenal: aunque en
realidad las tengan sólo mínimamente y reducidas a
sententiae,
como las sententiae que a su vez puedan buscar en Petrarca.
Con todo, la moda señorial en cuestión probablemente
es el mayor estímulo para que esos letrados recurran con
frecuencia creciente a las «auctoritates»
que juzgan afines a los historiadores estimados por sus patrones:
estímulo que actúa hasta el punto de sugerirles
disfrazar de «Suetonio» o «Valerio
Máximo» al Petrarca centón de moralidades que a
ellos les resulta más consonante, y estímulo que los
invita a una lectura ‘política’ y
‘caballeresca’ de la obra del genial aretino. Pero,
cuando los hay, los préstamos son ocasionales y de detalle:
nuestros letrados no llegan a restablecer en su contexto las
sententiae de
Petrarca ni las flors de los clásicos, para considerar el
conjunto como núcleo de un nuevo orden intelectual y
estilístico.
Quien haya tenido la paciencia de seguirme hasta aquí posiblemente habrá esperado en más de un momento la aparición en escena del supremo escritor de la época, el más persistentemente asociado al nombre de Petrarca y a la idea del «humanismo catalán». A decir verdad, la tal idea se pensó fundamentalmente como un marco para encuadrar a Bernat Metge. Pero Metge es uno en verso y otro en prosa, —176→ uno en 1388 y otro en 1408, uno en el Valter e Griselda y otro en la Apologia; y ese marco quizá no está tan bien encajado como a veces se ha supuesto. He creído preferible, pues, empezar proponiendo algunos retoques para la decoración general sobre cuyo fondo se recorta la figura singular. Temía, sobre todo, el peligro de confundir los rasgos predominantes en su época con los propios de cada etapa de Metge. Tiempo habrá, si Dios quiere, para volver sobre él con cuanta detención haga falta. Por ahora, me contentaría si dos o tres de mis observaciones hubieran servido para caracterizar negativamente ciertas dimensiones del gran prosista barcelonés: si, como decía, alguien esperaba que en este o aquel momento de mi exposición apareciera Bernat Metge, pero luego, al hilo de mi razonamiento, ha encontrado natural que Bernat Metge no apareciera allí, que no apareciera todavía.
«Petrarca y el ‘humanismo catalán’», en Actes del sisè col·loqui internacional de llengua i literatura catalanes, Roma, 28 setembre-2 octubre 1982, edd. Giuseppe Tavani y Jordi Pinell, Abadía de Montserrat, Barcelona, 1983, pp. 257-291.
Una brillante
confirmación de las páginas anteriores,
sólidamente documentada, ofrece Charles B. Faulhaber, «Rhetoric in
Medieval Catalonia: The Evidence of the Library
Catalogs», en Studies in Honor of Gustavo Correa, Potomac,
1986, pp. 92-126: «As we
have seen, the data presented here fully support his [=F. R.] thesis. They
confirm a lack of interest in the newly discovered rhetorical texts
(Cicero’s De oratore,
Orator,
Brutus, the complete
Quintilian) which were crucial elements in the development of
humanistic rhetoric in Italy, as well as a lack of interest in
humanistic rhetoric itself until the decade of the 1480’s.
Moreover, the library catalogs also reveal the tenacious
persistence [...] of the most characteristic treatises of the
medieval arts of discourse, the Poetria nova of
Geoffrey of Vinsauf and the dictaminal treatises of thirteenth
century Italian origin»
(pp. 124-125).
En idéntico
sentido depone la gran investigación de J. N. Hillgarth, Readers and Books in Majorca
(1229-1500), París, 1991, dos vols. Vid., por ejemplo, I, pp. 133-135:
«The point that
strikes one at once in looking at this Table [XV, que
‘shows the relative popularity in
Majorca of the better known Latin classical
authors’ y de los ‘three
leading Italian authors of the fourteenth century’] is the
late date at which most of the authors listed are attested in
Majorca. Apart from Petrarch and Valerius Maximus, none of them
appear before 1450, and, apart from Valentí’s
inventory, only Terence, Dante, and Boccaccio between then and
1479. [...] In the fourteenth century the number of classics whose
presence in Majorca is certain is very small indeed. The inventory
of Bishop Collell’s books, made in 1363, records 105 volumes,
only one of which, —177→
Vegetius, could be described as a classic. A letter from
Pere III to the Dominican Inquisitor of Majorca refers to a
manuscript of Frontinus in the latter’s possession. The
practical bent of these two treatises on the art of war, or, for
Pere on Frontinus, ‘on the matter of chivalry’, is
clear. [...] The inventory of a jurist, made in 1393, records
twenty volumes, among them a copy of Petrarch’s
De vita
solitaria -the only
‘humanist’ work to appear in Majorca before 1400- and
one of Valerius Maximus»
.
El pionero trabajo de Lola Badia (n. 251) se ha reimpreso junto a otros no menos valiosos en De Bernat Metge a Joan Roís de Corella. Estudis sobre la cultura literària de la tardor medieval catalana, Barcelona, 1988, pp. 13-38. Pero de la profesora Badia deben verse asimismo «El terme humanisme no defineix la cultura literària dels nostres escriptors en vulgar dels segles XIV i XV», L’Avenç, núm. 200, febrero de 1996, pp. 20-23; la edición comentada de Bernat Metge, Lo somni, Barcelona, 1999, y las contribuciones (por partida doble) a las misceláneas Intel·lectuals i escriptors a la baixa Edat Mitjana, ed. L. Badia y A. Soler, Abadía de Montserrat, Barcelona, 1994, y Literatura i cultura a la Corona d’Aragó (s. XIII-XV), ed. L. Badia, M. Cabré y S. Martí, ibid., 2002. Esos y otros estudios suyos son ahora la guía más segura para abordar muchos temas sólo rozados en el mío, y, desde luego, me eximen de cumplir la amenaza de volver sobre Metge.
La esperable reacción negativa frente a las interpretaciones que mantenemos Lola Badia y yo se ha producido sobre todo en forma de silencios y suspicacias. Unos y otras concilia el P. Miquel Batllori, «Entorn de certs corrents actuals sobre l’Humanisme i el Renaixement», en su libro Orientacions i recerques. Segles XII-XX, Abadía de Montserrat, Barcelona, 1983, p. 85; y en Miscel·lania Sanchis Guarner, I, Universidad de Valencia, 1984, p. 35b.
Otras adiciones. A la n. 251. Es reconfortante poder señalar ahora que no sólo se ha publicado el aludido texto de Badia (A. Trias Teixidor, «El pròleg de Pere Badia a les Introductiones latinae de Nebrija (Barcelona, N. Spindeler, 1505)», Anuario de filología, Barcelona, 1981, pp. 173-192), sino que la Epistula y el grueso de la producción de Pau corren ya en la excelente edición de Mariàngela Vilallonga (J. P., Obres, ed. M. V., Barcelona, 1986, dos vols.), a quien se deben también un imprescindible repertorio de La literatura llatina a Catalunya al segle XV, Barcelona, 1993, y la realización o el estímulo de muchas otras aportaciones al conocimiento del que sí se deja denominar con propiedad «Humanisme catalá» (Estudi general, XXI, Gerona, 2001, pp. 475-488).
A la n. 253. No menos importante es la colección de monografías del mismo Giuseppe Billanovich reunida bajo el título de Petrarca e il primo umanesimo, Padua, 1996. Ahí, en las pp. XXVIII-XXXIII, se encontrará la relación de sus trabajos sobre Livio posteriores al libro de 1981.
A la n. 261. La referencia bibliográfica exacta es «Antoni Canals y Petrarca. Para la fecha y las fuentes de Scipió e Anibal», en Miscel·lania Sanchis Guarner, I, Universidad de Valencia, 1984, pp. 285-288, e id., segunda edición, III, Abadía de Montserrat, Barcelona, 1991, pp. 53-63 (donde introduje un par de adiciones).
A la n. 262. Archivo Ibero Americano, XLII (1982), pp. 75-79.
A la n.
269. En el De
vita solitaria, II, 4, p. 434, Petrarca menciona «illud clari
oratoris [?] dictum: ‘Qui non litigat celebs
est’»
. Con muy buena voluntad,
podría pensarse que la ‘cita’ de Des-Pont se
limita a esa primera frase, pero parece más probable que
llegue a «dilabuntur».
A la n. 273. Más dudas me suscita el libro en que Witt prolonga esos artículos: «In the Footsteps of the Ancients». The Origins of Humanism from Lovato to Bruni, Leiden, 2000. Mi posición al respecto se hallará en El sueño del humanismo (De Petrarca a Erasmo), que en unas pocas líneas dispersas, y ni siquiera referidas expresamente a la Península Ibérica, resume el planteamiento que hoy daría a La invención del Renacimiento en España (vid. aquí n. 257 y la palinodia de la n. 268).
A la n.
278. El inventario de la biblioteca de Bartomeu Sirvent, en
1430, «incloïa una
enorme quantitat de textos de dret, de religio, i
d’ars dictaminis»
, y una única
muestra de la literatura clásica, unas Tragedias de
Séneca (S. Cingolani,
El somni d’una
cultura: «Lo somni» de Bernat Metge, Barcelona,
2002, pp. 72-73, fundado en la tesis inédita de J. A. Iglesias Fonseca, Universidad
Autónoma de Barcelona, 1996).
A la n. 292. El «Censimento» en cuestión tuvo la suerte de pasar a las manos, más laboriosas, de Milagros Villar: Códices petrarquescos en España, Padua, 1995, con precisas descripciones de todos los manuscritos mencionados por mí, informaciones complementarias y noticia de casi un centenar de códices perdidos (a otros hay referencias, por ejemplo, en los trabajos de J. N. Hillgarth y de J. A. Iglesias Fonseca citados en las notas anteriores).
A la n.
296. Sobre maltrecho, en efecto, el texto estaba mal puntuado.
En la invectiva Contra eum qui maledixit Italie, Petrarca escribe:
«Literato stulto
nichil est importunius; habet enim instrumenta quibus late suam
ventilet ac diffundat amentiam, quibus ceteri carentes parcius
insaniunt»
(F. P., In difesa dell’Italia,
ed. G. Crevatin, Venecia, 1995, p.
46).
A la n. 298. Véase ahora Pedro M. Cátedra, Los sermones atribuidos a Pedro Marín, Salamanca, 1990, pp. 36-38 y 95.
A la n. 302. Pero además de «Enrique de Villena y algunos humanistas», en Elio Antonio de Nebrija. Actas de la III Academia Literaria Renacentista, Salamanca, 1983, pp. 187-203, de P. M. Cátedra véase también, entre muchos, «Sobre la obra catalana de Enrique de Villena», en Homenaje a Eugenio Asensio, Madrid, 1988, pp. 127-140, y «Los Doze trabajos de Hércules en el Tirant (Lecturas de Villena en Castilla y Aragón)», en Actes del Symposion «Tirant lo Blanc», Barcelona, 1993, pp. 171-205.