—[55]→
«De todos instrumentos yo, libro, só
pariente...»
. Conocemos el recurso por clásicos y
medievales: el poema se presenta a sí mismo y charla sobre
sí mismo en primera persona. Pero en el Libro de buen
amor la vieja treta tiene la virtud de certificarnos que la
voz que dice yo en la copla 70 no puede ser la misma que
dice yo en la inicial lamentatio animae peccatricis o en el accessus en prosa. Lo iba
anunciando el acento cada vez más ligero de los
preámbulos, y ahora nos consta ya: hay que estar en guardia,
porque hemos entrado resueltamente en los reinos de la
ficción. Tras oír a la obra, pues, no nos
costará mucho descubrir que quien inmediatamente rompe a
hablar tampoco es el autor, sino el principal protagonista.
Él no parece hombre de «poquilla
ciencia e de mucha e gran rudeza»
, qué va, ni
amigo de acogerse a la Biblia, el Decreto y San Gregorio. Al
contrario, aunque pronto haya de bajar el punto, él comienza
con el tonillo de seguridad que le presta el más egregio de
los paganos:
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—56→ | ||||||||||||||||||||
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Peor o mejor entendida, enlazada
mejor o peor con las estrofas siguientes, la mención de
Aristóteles que abre el pasaje ha solido explicarse como una
referencia no menos concreta que las «palabras de sabio»
que dijo «Catón»
y se recuerdan al
comienzo del capitulillo precedente (44): como la cita
unívoca e inequívoca de un texto bien determinado.
Nadie, sin embargo, ha llegado a mostrar que el texto en
cuestión se traduzca a la letra (según sí
ocurre con las aludidas «palabras»
de los Catonis Disticha, III, 6); y
creo que es empeño inútil buscar en el corpus aristotelicum un
par de frases contiguas que coincida exactamente con la copla 71.
Ni es aceptable que a Juan Ruiz le conviniera aducir en
posición tan prominente unas afirmaciones del
Filósofo mal conexas y relativamente poco
conocidas:97
la eficacia de la auctoritas -veremos- consistía en
contrastar en seguida unas famosísimas premisas de
Aristóteles y las particulares conclusiones que apunta el
Arcipreste.
Si no nos las
habemos, pues, con una cita literal y, con todo, los lectores
habían de identificarla como auténtica, parece
verosímil que nuestros versos remitan a unos grandes rasgos,
a unos planteamientos básicos del sistema
aristotélico. No se trataba, entonces, de
—57→ romancear un proverbio tan manoseado
como el «Interpone tuis
interdum gaudia curis»
del pseudo
Catón, sino de evocar en general las enseñanzas de un
autor: no reducidas a una breve acuñación memorable,
pero también universalmente sabidas (y también
aprendidas desde la escuela). Casi como al indicar que en Tolomeo
se hallan -sin más precisiones- valiosos datos sobre
«el ascendente e la
costellación»
(124), o en Ovidio «muchas buenas maneras para enamorado»
(429).
La
articulación de las coplas 71-75 revela que Juan Ruiz no
toma el nombre de Aristóteles en vano: alega, en efecto, una
doctrina suya fundamental, y se apoya con seguridad en el
locus
classicus ineludible. Pero la alega con la soltura de quien
está suficientemente familiarizado con el pensamiento del
Estagirita: sin necesidad de ceñirse a la mera
transcripción de unas líneas, sino invocándolo
en una formulación a la vez fiel y personal, entresacando y
trenzando diestramente las ideas de ese locus classicus. Ya hubiera accedido a
él por vía directa -aunque desde luego con escolios o
con los comentarios del maestro-, ya lo hubiera asimilado a
través de una o varias de las incontables fuentes que lo
transmitían desentrañado y expuesto en
términos similares, el Arcipreste se remonta al mismo
núcleo de la «filosofía
natural»
aristotélica.
No otra cosa es el
libro segundo del De
anima, en apenas tres páginas, allá donde los
seres vivos se jerarquizan en una scala naturae,98
de acuerdo con las potencias del alma que poseen: pues «en ciertos vivientes se dan todas, mientras en
algunos se dan unas cuantas y en otros, en fin, una sola»
(II, iii; 414 a 29-31). Las tales potencias o almas son
«las facultades nutritiva, sensitiva,
desiderativa, motora y discursiva»
: «vegetativum,
sensitivum, appetitivum, motivum secundum locum,
intellectivum»
(31-32).99
Para aclarar ese apretado esquema, —58→
hay que hablar «primeramente de
la nutrición y la generación»
, «primum de
alimento et generatione»
. «Porque la potencia primera y más
común»
, definitoria de los seres vivos, es
«el alma nutritiva»
(«vegetativa
anima»
), «y
obras suyas son el engendrar y el alimentarse»
, «cuius sunt opera
generare et alimento uti»
(II, iv; 415
a 22-26).
De hecho, las dos
funciones del alma vegetativa se reducen a una, en tanto una y la
misma es su finalidad: la perduración. «Y es que para todos los vivientes que son
perfectos»
-continúa Aristóteles, sin
quiebros- «la más natural de las
obras consiste en hacer otro viviente semejante a sí mismos
-si se trata de un animal, otro animal, y si de una planta, otra
planta- con el fin de participar de lo eterno y lo divino en la
medida en que les es posible»
. La pervivencia es el fin
de todos los seres y de «cuantas
acciones realizan naturalmente»
: «omnia illud
appetunt et illius causa agunt quaecumque agunt secundum
naturam»
. Ahora bien, como el ser vivo es
mortal y «no puede permanecer siendo el
mismo en su individualidad»
, su forma de
participación en lo eterno se logra mediante la
conservación de la especie: «et permanet non idem sed ut idem,
numero quidem non unum, specie autem unum»
(26 b 7).
Tal es la
concepción que recoge la copla 71 y se prolonga y manipula
en las siguientes. Recitándola de memoria, y quizá
aviesamente, muchos aficionados a la literatura hemos confundido el
sujeto del verso b: ‘el
omne por dos cosas trabaja...’
. Pero Juan Ruiz,
claro, no escribe eso, ni siquiera piensa únicamente en
«los omnes e las otras
animalias»
(como reza el epígrafe del
códice salmantino). El sujeto no ofrece dudas: «el mundo»
; y nos consta que «‘mundo’ es dicho por las cosas
vivas que viven sobre tierra, e tanto quiere dezir
‘mundo’ como ‘cosas que se
mudan’»
:100
es el mundo sublunar -plantas incluidas-,101
donde el movimiento se ofrece como principio intrínseco de
la vida (la noción aristotélica se cifra en una
célebre etimología: mundus a motu).102
El predicado tampoco es dudoso: «trabaja
por...»
, scilicet, ‘pone esfuerzo y aplicación
para obtener un fin’. Y en el mundo de Aristóteles
todos los seres vivos están en una tensión -el
movimiento- —59→
entre la potencia y el acto para alcanzar el fin de su
propia perfección (cf. 415 b 8-24). En nuestro
caso, la permanencia. «Omnia illud appetunt et illius causa
agunt...»
. En verdad, «el mundo trabaja»
, primero, «por aver mantenencia»
, es decir, por
perdurar, pervivir, conservarse.
No cabe limitar el
sentido de «mantenencia»
a
‘alimento, comida’, ni las «dos cosas»
enunciadas -«mantenencia»
, «juntamiento con fenbra plazentera»
-
reflejan una a una la decisión de Aristóteles de
disertar «primum de
alimento et generatione»
. El paralelismo es
tan tentador como engañoso. En el De anima, alimento y generación
no son «dos cosas»
, sino una,
«la primera»
. En el Libro
de buen amor, por su parte, «mantenencia»
no significa
‘alimento’, sino
‘conservación’.103
En la copla 71, en concreto, «el mundo
trabaja por aver mantenencia»
marca el acento en el
impulso de perduración inherente a los seres vivos y, con
ese horizonte, se hace cargo del entero ciclo del alma vegetativa.
Pues hay que reiterar, todavía con el mismo capítulo
—60→
de Aristóteles, que «haec potentia
animae»
es indisolublemente nutritiva y
reproductora, «et
vegetativa et generativa»
(416 a
19). Como subrayan los exegetas medievales, desde los más
antiguos, «per hoc quod
dicit generare cointendit hoc quod est alimento
uti»
, y todo el proceso se endereza
unitariamente a la permanencia, a la postre «in esse
perpetuo»
.104
Así, el individuo «pervive en
tanto se alimenta»
(«salvat substantiam et usque ad hoc est
quousque alat»
), mientras el alimento
«produce la generación, no del
viviente que se alimenta, sino de otro semejante a él,
puesto que la substancia de este existe ya y nada se engendra -solo
se conserva- a sí mismo»
(b 14-17).
«El mundo»
, entonces, «por dos cosas trabaja»
: en un primer
escalón, en el ámbito del primer grado de la vida, en
el dominio del alma solo vegetativa, «trabaja»
por la perduración,
del individuo e -inseparablemente- de la especie. Trabaja «por aver mantenencia»
. Es «la primera»
característica y
el común denominador de los seres vivos. La
formulación del Arcipreste hace plena justicia a las
funciones del alma vegetativa: «como lo
correcto es poner a cada cosa un nombre derivado de su fin y el fin
en este caso es engendrar otro ser semejante [que asegure la
pervivencia], el alma primera será el principio generador de
otro ser semejante»
(23-25).
Pero el
último verso de nuestra copla nos hace subir un
peldaño y llegar al alma sensitiva, que incluye a la
vegetativa y se despliega en un continuo de facultades
nítidamente conexas. Cierto: la sensibilidad supone el
discernimiento y va de la mano con el deseo; «y el apetito, los impulsos y la voluntad son
clases de deseo. Ahora bien, todos los animales poseen una al menos
de las sensaciones, el tacto, y en el sujeto en que se da la
sensación se dan también el placer y el dolor, lo
placentero y lo doloroso; luego si se dan estos procesos, se da
también el apetito, ya que este no es sino el deseo de lo
placentero»
: «cui autem sensus inest, huic et
laetitia et tristitia, et dulce et triste; quibus autem haec, et
concupiscentia; delectabilis enim rei appetitus est
haec»
(II, iii; 414 b 2-7). A
ciertos animales, además, «les
corresponde también la facultad del movimiento
local»
(17), para procurar el placer y rehuir el
dolor.
Ese es el marco de
referencia cuando Juan Ruiz proclama que «la otra cosa»
a que «el mundo»
se aplica es «aver juntamiento con fenbra —61→
plazentera»
. Estamos ahora en el reino del alma
sensitiva, en el segundo grado de la vida. El alma sensitiva
retiene -por supuesto- el afán de conservación del
alma vegetativa y discierne las operaciones ad hoc como causa mayor del
placer que a ella le es propio. La potencia reproductora del alma
vegetativa, al ascender al escalón del alma sensitiva, va
dotada de la sensación (cuando menos) del tacto, de la
discriminación del placer y del movimiento al servicio del
apetito. Para cualquier letrado de la época, con la falsilla
proporcionada por los anteriores versos de la copla, el substantivo
«juntamiento»
y el adjetivo
«plazentera»
bastaban para
sugerir los rasgos peculiares del alma sensitiva.
Y para provocar
una sonrisa. Porque claro está que el personaje de Juan Ruiz
ha empezado a barrer para dentro. No sería hipérbole
indefendible afirmar que «aver
mantenencia»
describe exhaustivamente las funciones del
alma vegetativa. Pero resulta evidente que «aver juntamiento con fenbra
plazentera»
abarca un campo bastante más
restringido en relación con el alma sensitiva: es la
‘traducción’ de las facultades del alma
vegetativa al plano del alma sensitiva, con hincapié
-cómicamente determinado- en unos aspectos de la segunda y
en detrimento de muchos otros. Hemos ascendido un peldaño en
la scala
naturae -de todos los seres vivos, sin excepción, a
los animales-, pero lo contemplamos sólo con el punto de
vista que traíamos del precedente, y desprovisto de
dimensiones que no hubiera sido inútil realzar. (Sin
embargo, no se descuide que cada potencia del alma está
contenida en las superiores, «como el
triángulo en el cuadrilátero y el alma vegetativa en
la sensitiva»
[414 b 30]: tampoco era forzoso,
por tanto, insistir en que buscar «juntamiento»
implica buscar «mantenencia»
). Al ascender, pues, ya
no divisamos todo el nuevo panorama, sino una parte
tendenciosamente coloreada. No sería necesario que
siguiéramos ascendiendo -según habremos de hacer-
hasta el alma discursiva del hombre, para advertir que los
planteamientos del De
anima están usufructuados pro domo, con malicia. El Arcipreste no
traiciona a Aristóteles, pero lleva el agua a su molino:
elige los elementos que mejor se prestan a justificar una
soñada carrera de «doñeador alegre»
. De suerte
que la chispa del asunto estaba en que el lector medianamente
instruido -no hacía falta sino haberse asomado por las
aulas- reconociera al punto la doctrina general de
Aristóteles y el concreto, interesado enfoque que le daba
Juan Ruiz.
Es obvio que el
De anima no se
copia literalmente (aunque a la letra se recuerde a veces): nos
hallamos menos ante una cita que —62→
ante una expositio, en síntesis, de la idea
aristotélica de la scala naturae. Una expositio, pues, no de la littera, sino de la
sententia, y
conducida con la flexibilidad permitida en ese género
didáctico, pero sin mengua de las rigurosas maneras
escolásticas. A decir verdad, nuestro pasaje de
ningún modo podría explicarse mejor que utilizando
las pautas técnicas del escolasticismo («Ostendit...
Dividit in partes duas... In prima
determinat...»
, etc., etc.), notoria y zumbonamente
evocadas por Juan Ruiz. Mas, para no fabricar un pastiche a su vez menesteroso
de elucidación, me contentaré con aludir
ocasionalmente a tales pautas y señalar a grandes trazos la
andadura de las coplas 71-76.
A poco que se
analicen, es obvio que las estrofas impares se dedican mayormente a
presentar la doctrina del De anima, a ceder la iniciativa a la auctoritas, mientras las
estrofas pares asumen un tono más subjetivo -incluso cuando
introducen asertos igualmente autorizados- y se ofrecen como
exégesis o reacción personales a la enseñanza
de Aristóteles. Nos consta que no por ello las estrofas
impares están limpias de manipulación, pero sí
se percibe que el Arcipreste las da por más objetivas: a
conciencia de que aun un bachiller en agraz se divertiría
comprobando hasta qué punto respetaban y hasta qué
punto distorsionaban el pensamiento aristotélico. Tanto era
así, que tras el claroscuro de la copla 71 se imponía
una (demasiado) ostentosa proclamación de fidelidad:
«Si lo dixiese de mío,
sería de culpar; dízelo grand
filósofo...»
. La auctoritas significaba en principio la
garantía de veracidad, pero, según veremos
(ad n. 135), también un óptimo
escudo para esquivar responsabilidades. En cualquier caso, el buen
método aconsejaba una demostración «por obra»
. El buen método, el
saber proverbial,105
y la estrategia de Juan Ruiz, que diseñaba el Libro
con patrón silogístico, ab universali ad particulare, para
desembocar en las experiencias del protagonista singular:
experiencias -gozosamente abocetadas- que rebatían «por obra»
gran parte de los
razonamientos previos...106
En la copla 73,
pues, el Arcipreste -a lo escolástico- probat quod supposuerat.
«Prueva»
las «dos cosas»
de la estrofa 71 (y no
sólo una, como sucedería si «mantenencia»
valiera
‘alimento’),107
pero por vía de especificación y evidentia. Antes se
había referido in communi a la meta y funciones definitorias del
alma vegetativa y a su prolongación en el dominio del alma
sensitiva. Ahora distingue y enumera las varias familias de
vivientes sensitivos cuya «obra»
demuestra la «verdat»
del aserto general: «omnes, aves, animalias, toda bestia de
cueva...»
. La actividad de todos ellos, en efecto, es una
puntual ilustración del principio de acuerdo con el cual los
seres vivos se esfuerzan por perdurar en un ser semejante, «omnia illud
appetunt et illius causa agunt quaecumque agunt secundum
naturam»
(415 b 1-2): «quieren segund natura conpaña sienpre
nueva»
. Hay un guiño, desde luego: «conpaña»
no es el «alterum sicut
ipsum»
, «quale ipsum»
,
«sibi
simile»
del De anima medieval, pero ambas nociones son
obviamente afines y el llano tránsito de la una a la otra
-como por una cándida inexactitud en la traducción-
da a la humorada los suficientes visos de seriedad; y, a mayor
abundamiento, «sienpre nueva»
es calificación que se corresponde fácilmente con la
idea de la pervivencia «in esse
perpetuo»
(cf.
n. 104), la pervivencia en la especie a que se dirige el deseo de
«alterum sicut
ipsum»
.108
Al igual que en 71 d, Juan Ruiz revuelve y equipara los
fines y los medios. No obstante, el eco de Aristóteles
aún resuena limpiamente en las notas de universalidad,
persistencia e ineludibilidad que otorga a las gustosas operaciones
mediante las cuales el «mundo»
sensitivo persigue la «mantenencia»
: «omnia»
,
«quaecumque»
,
«toda bestia»
(y, en seguida,
«toda cosa»
, «toda creatura»
), «sienpre»
. Por otro lado, culminando
la ascensión y progresiva particularización a lo
largo de la scala
naturae -para resaltar —64→
cómo se realiza en cada peldaño el prurito de
«aver mantenencia»
-, el
Arcipreste ponit hic
differentiam: «e quanto
más el omne...»
; differentia que se aprecia por cotejo con
todo el «mundo»
dotado de
movimiento intrínseco, es decir -aristotélicamente-,
de vida: «más el omne que toda
cosa que·s mueva»
.109
Una noticia
trilladísima prueba a su vez, en la estrofa 74, la exactitud
de tal afirmación: los demás animales no se aparean
sino en épocas prefijadas, «a
tienpo cierto»
; el hombre, cada vez que se tercia. La
observación no falta en Aristóteles110
(aunque sí en el De anima), pero circulaba normalmente como
res nullius,
sin connotaciones distintivamente
aristotélicas.111
En cualquier caso, Juan Ruiz la introduce como ocurrencia propia,
como glosa por su cuenta a la doctrina de Aristóteles que le
suministra la armazón para las coplas 71, 73 y 75. Pues,
frente a las precauciones anteriores («Si lo dixiese de mío...»
) y
cuando tan oportuno sería citar a su auctoritas («dízelo —65→
grand filósofo...»
, «diz... el sabio»
), lo que subraya es
justamente que está hablando «de
suyo»
: «Digo muy
más el omne...»
.
Hay aquí,
sin duda, un cambio de impostación. Del alma vegetativa
hemos subido al alma sensitiva, y en la estrofa 73 se ha mencionado
al «omne»
, pero sólo
como uno más entre los animales, reducido a los rasgos que
con ellos comparte secundum naturam. La voz que se oye en las coplas
71-73 propone un razonamiento diáfano: el afán de
perdurar -mediante la generación- es inherente a todos los
seres vivos, ya no pasen de vegetativos, ya lleguen a sensitivos
o... A discursivos, sí. Porque también cede a ese
afán el ser que corona la scala naturae merced al entendimiento y la
voluntad, el que supera a «toda
creatura»
gracias al alma discursiva. Al entrar en el
dominio de esta, no obstante, el autor del Libro no sabe
dejar que la voz que venimos oyendo cierre por completo el
razonamiento y concluya que el hombre se atiene lisa y llanamente a
idéntica ley natural que los restantes seres vivos. En el
hombre, la «natura»
ha de
conjugarse con la «mesura»
. No
puede decirse imperturbable que la «creatura»
beneficiaria del alma
discursiva se comporta como una «bestia
de cueva»
; que, aun más ciegamente, ni siquiera
circunscribe su apetito «a tienpo
cierto»
. Comprobar que sucede así demanda una
valoración. Elevarse hasta el alma discursiva obliga a tomar
en cuenta sus exigencias y su peculiaridad. Por ende, cuando
esperaríamos que el hombre -y el personaje del
Libro- recibiera una patente de corso para «aver juntamiento»
a capricho «con fenbra plazentera»
-«por aver mantenencia»
, eso
sí-, el autor nos previene contra semejante «locura»
. Los sofismas naturalistas
del personaje se cortan con el sólido juicio del autor:
puesto que, remontando la scala naturae, se ha llegado al territorio del
«seso»
, se impone la
advertencia de que proceder en los términos que amagaban las
coplas 71-73 es de hecho usar «de
mal seso»
(y abandonarse a la mala voluntad:
«cada que puede, quiere fazer
esta locura»
).
En la
ficción teórica del protagonista se ha cruzado la
«memoria de bien»
, se ha
infiltrado la enseñanza de un ortodoxo eclesiástico.
Sobre los versos 74 cd se proyecta la luz del
prólogo: «Comoquier que a las
vegadas [el hombre] se acuerde pecado e lo quiera e lo obre, este
desacuerdo non viene del buen entendimiento, nin tal querer non
viene de la buena voluntad, nin de la buena memoria non viene tal
obra, ante viene de la flaqueza de la natura humana que es en el
omne, que se non puede escapar de pecado»
. La conducta
«segund —66→
natura»
que el juguetón personaje apuntaba
como igualmente legítima en lo bajo y en lo alto de la
scala resulta
ser aquí «flaqueza de la natura
humana»
. No es lícito encogerse de hombros y
conformarse «con natura»
,
porque «la natura humana ... más
aparejada e inclinada es al mal que al bien, e a pecado que a
bien»
; y porque el intento de aplicar al hombre criterios
deducidos de la analogía con las «animalias»
se descalifica ya en el
prólogo con palabras del Psalmista: «E dize otrosí a los tales mucho
disolutos e de mal entendimiento: “Nolite
fieri sicut equus et mulus, in quibus non est
intellectus”»
.
Es que entre las
múltiples voces de Juan Ruiz son frecuentes las
interferencias. Un discurso palmariamente grave puede sorprendernos
con la pirueta ocasional de «algunas
burlas»
. Incluso una pieza tan circunspecta como el
prólogo se permite «enxerir»
una socarronería a
costa del infeliz que se decida a emplear el Libro como
manual «del loco amor»
(y a
quien esperan, por tanto, las mismas desdichas que al
protagonista); y la socarronería se convierte en tomadura de
pelo cuando, todavía en los preliminares, se le promete:
«avrás dueña
garrida»
(64 d). Por el contrario, un pasaje en
clave cómica más de una vez se horada con una
proclamación que nos devuelve al terreno de las veras. Pasa
así sobre todo cuando el yo del personaje arriesga
opiniones poco o nada aceptables desde el punto de vista de un
estricto catolicismo: el autor prefiere mostrarlas refutadas
«por obra»
, con los fracasos y
pesares del protagonista, o anularlas por la contraposición
de castigos y documentos irreprochables; pero, por el momento, es
incapaz de reprimir un ademán de protesta, de anticiparse a
desacreditarlas con una frase demoledora.112
En la copla 74 no tiene ánimo para tolerar que el personaje
lleve a sus consecuencias teóricas extremas el planteamiento
iniciado: bien está que el alma vegetativa busque la
«mantenencia»
; bien -en parte-
que el alma sensitiva la logre mediante el «juntamiento»
; pero, si el alma
discursiva se queda en ese estadio, pervierte el mismísimo
factor que la define: no responde al «seso»
, sino al «mal seso»
; no a la «natura»
, sino a la «flaqueza de la natura»
, a la «locura»
. Que es el caso del Juan Ruiz
personaje, pese a la «memoria de
bien»
-conciencia del actor, amonestación del
autor- —67→
que surge en la estrofa 74 y se remacha en la que en seguida
comentaremos.
Sin embargo,
nuestras coplas se han leído siempre tan
distraídamente, que no será inútil detenernos
antes un momento y proponer un punto de comparación que
confirme cuanto hemos visto. Valga, pues, traer a colación,
someramente, un texto capaz de suplir muchos de los que
podrían aportarse al propósito. Procede de un
artículo de la Summa theologica que versa sobre la «lex
naturae»
y muestra que esta abarca «plura
praecepta»
(I-II, q. 94, a. 2). Nos hallamos, por tanto, en
un campo inmediato al del Arcipreste que repasa
jerárquicamente ciertos comportamientos «segund natura»
. Santo Tomás
observa que el orden de las inclinaciones naturales calca el
«ordo praeceptorum
legis naturae»
; y lo ejemplifica, como Juan
Ruiz, echando un vistazo a cada uno de los tres escalones que hemos
recorrido en las estrofas 71-74:
Inmediatamente reconocemos el
esquema y los contenidos. La primera inclinación del hombre
y de todos los seres («cum omnibus
substantiis»
) es «aver mantenencia»
(«appetit
conservationem»
). La segunda, compartida
sólo con los otros animales, está en conseguir
«juntamiento con fenbra»
(«coniunctio maris
et feminae»
)... y otras
‘cosillas’ en que el Arcipreste no repara, porque le
interesa más destacar —68→
la cualidad «plazentera»
que el alma sensitiva
disfruta en el «juntamiento»
.
La última indicación es únicamente racional,
exclusiva del alma discursiva: en nuestras coplas, es ahí
donde asoma el conflicto, porque el «buen entendimiento»
definido en el
prólogo no se aviene con el tosco reduccionismo que supone
discurrir por la scala naturae sin más patrón que el
modo en que se manifiestan en cada peldaño los impulsos del
alma vegetativa; en la Summa, desde luego, no hay rastro de conflicto: la
auténtica naturaleza racional del hombre no tolera ni sombra
de confusión con otros aspectos de la «lex
naturae»
(antes bien, «oportet quod
omnes inclinationes naturales ad alias potentias pertinentes
ordinentur secundum rationem»
, a. 4, ad 3), y no deja de realzarse
oportunamente que la gracia es «efficacior quam
natura»
(a.
6, ad 2).
Datos que el protagonista del Libro no ignora en
teoría, pero a los que pone sordina en la
práctica...
El paralelo de
Santo Tomás nos sirve para certificar que las estrofas
estudiadas aportan un diseño corriente en la época y
lo matizan a su aire. Nos consta que el diseño tiene su
origen en el De
anima, fuera cual fuera el conducto por el que le
llegó a Juan Ruiz. Pero la estrofa 75 remacha la seguridad
de tal dependencia -directa o indirecta- y esta, a su vez, ilumina
a aquella inesperadamente. El retorno al tratado
aristotélico se produce sin perder ni el hilo de 71-73 ni la
nueva impostación -del autor contra el personaje- patente en
74. El verso inicial enlaza en la letra con la proclamación
del ansia universal de pervivencia («omnia
appetunt...»
) corroborada en los animales
(«quieren... conpaña sienpre
nueva»
) y en el hombre («todo
tienpo... quiere fazer esta locura»
): «el fuego sienpre quiere estar en la
ceniza»
. Mas en el espíritu recoge esencialmente
el signo negativo que en la copla 74 se ha otorgado a tal ansia al
encontrarla en el plano del alma discursiva. La «locura»
de una conducta humana guiada
meramente «segund natura»
se
pinta ahora con la imagen del «fuego»
. La sugerencia, como
decía, viene del De anima. En el capítulo (II, iv) que tan
copiosamente hemos debido extractar, Aristóteles, exponiendo
la teoría de la potencia vegetativa y de su perenne deseo de
«mantenencia»
, acota que es el
alma la que «mantiene unidos al fuego y
a la tierra a pesar de que se mueven en direcciones
contrarias»
. Yerran -añade- quienes atribuyen al
fuego las funciones que pertenecen al alma vegetativa, pero el
error es comprensible: porque, si los demás seres naturales
tienen un límite de tamaño y crecimiento, «el crecer del fuego carece de límite,
mientras haya combustible»
, —69→
«ignis augmentatur
in infinitum, quousque combustibile»
(416
a 6-17). Juan Ruiz lo repite con plena fidelidad («el fuego... más arde quanto más
se atiza»
) y moldea la estrofa sobre la falsilla
aristotélica.113
En efecto, de
igual modo que se aúnan el fuego y la tierra -o que el fuego
persevera «en la ceniza»
, en
la versión poética del Arcipreste- por más que
debieran separarse, «el omne de mal
seso»
se sale de su camino («desliza»
)114
«quando peca»
, cuando procura
«juntamiento»
«sin mesura»
; y, aun a sabiendas de
que habría de seguir la senda propia del «buen entendimiento»
-«la carrera de salvación»
, la
«via
veritatis»
del prólogo-, persiste en
«esta locura»
acicateado por
la «natura»
-más presta
«a pecado que a bien»
-, no de
otra forma que crece el fuego según se le añade
combustible, «quanto más se
atiza»
.115
No necesitaba Juan
Ruiz establecer expresamente ese teorema metafórico: como
tantas veces, la mera yuxtaposición de los dos primeros y
los dos últimos versos de una copla le bastaba para indicar
la equivalencia de ambas parejas. Ni esperaría que fuera
inteligible por entero a todos los lectores: le constaba que
requería una mínima familiaridad con las doctrinas
del De anima,
la mínima familiaridad con la filosofía de
Aristóteles que poseía cualquier letrado del
Trescientos. También ocurría así, claro, con
el resto del pasaje: sin el telón de fondo
aristotélico, era imposible apreciar cómo la
vocación de pervivencia del alma vegetativa se examinaba
-con exquisita graduación- en los otros niveles de la
scala naturae,
cómo se aludía a los rasgos peculiares de cada uno de
ellos, etc., etc. Pero incluso sin los arreos del De anima las coplas 71-75 se
dejaban entender suficientemente: la ‘corteza’ del
texto revelaba ya al lector de a pie los argumentos básicos
con que el protagonista aspiraba a justificar su
conducta116
y las objeciones que le oponía el verdadero autor. En esa
posibilidad de varias medidas en —70→
la interpretación y en esa dialéctica del
personaje y el escritor reside en gran parte la «manera sotil»
que el Arcipreste
había ponderado en las estrofas inmediatamente anteriores
(64-70). Sin desdeñar que el pícaro empleo de
Aristóteles de que arranca nuestro fragmento (71-73) no
está libre de semejanzas con la distorsión a que el
«ribaldo»
del cuento vecino
redujo las «señales»
de
otro «dotor de Grecia»
(46-63); y pese a que no hay medio de comprobar si la voz del
arranque en cuestión pertenece a un «ribaldo»
o más bien a un
«dotor»
con vetas de «ribaldo»
.
O mejor dicho: no hay medio, si nos confinamos artificiosamente dentro de las fronteras del Libro. Pero ‘la obra en sí’ no existe: el texto y el contexto son indisociables. O restituimos el contexto histórico o imponemos el nuestro; nihil est tertium. Escapar del anacronismo no se logra únicamente con una adecuada comprensión literal: exige además percibir las reverberaciones culturales de la letra. No se entiende, por caso, en qué consiste el triunfo del Amor, si uno no está al tanto de que, cuando el Arcipreste escribe que
|
recibían al dios con
canciones (1225 cd), no forja un conjunto caprichosa y
ornamentalmente gratuito, sino que elige y jerarquiza a un
representante de cada uno de los tres grados que hemos visto en la
scala naturae.
Los versos 1225 cd vienen a decir lo mismo que el pasaje
hasta aquí analizado. Sin el aliento de la cultura, la letra
mata o no llega a dar vida. Ganamos no poco si advertimos que
«mantenencia»
significa
‘conservación’; pero nos quedamos con la miel en
los labios si no captamos los vínculos con el De anima. Debemos ir
más allá, sin embargo, y preguntarnos por qué
el nombre y ciertas doctrinas de Aristóteles comparecen en
una posición tan descollante. Pues sin duda la ocupan. En la
copla 71, tras una serie de preámbulos cuidadosamente
graduada, toma por fin la palabra el Juan Ruiz protagonista y
expone nada menos que las razones fundamentales de la
actuación que en adelante le veremos desempeñar y que
le define como tal protagonista. En la estrofa 76, donde el
personaje asume con resignación tragicómica las
objeciones que en 74-75 se han opuesto a las premisas de 71-73, las
razones concluyen, para desanudar la trama con la victoria de la
«natura»
sobre el «seso»
:
|
Y empieza la farsa: «Assí fue que un tienpo una dueña
me priso...»
.
¿Por
qué precisamente Aristóteles, insisto, para dar
cuenta de unas andanzas de «doñeador»
? La
explicación del De anima tenía obviamente una envergadura
formidable -el universo entero «trabaja
por aver mantenencia»
-, pero otras de mayor autoridad y
superior alcance se ofrecían al donjuán dispuesto a
escudarse con una cita prestigiosa. Ninguna más adecuada que
el precepto del Génesis (I, 22 y 28), que en última
instancia convertía la proposición
aristotélica en mandato divino: «Crescite et
multiplicamini»
. Al Génesis recurre
el Arcipreste para justificar en segundo término la
pasión por las «dueñas»
: Dios creó a la
mujer «por conpañera»
del hombre, y «una ave sola nin bien
canta nin bien llora»
( 109-111; cf. n. 108). La tradición
cristiana aprobaba el matrimonio en gracia, primero, al «Crescite et
multiplicamini»
, y, luego, al «faciamus ei
adiutorium simile sibi»
.118
Juan Ruiz atiende a la idea contenida en ese último
versículo (y la sitúa en el segundo lugar habitual),
pero no a la del anterior, que normalmente le abría paso,
según la prelación bíblica. Con todo, no hay
dicho de la Escritura que los lujuriosos hayan esgrimido con
más fervor y pertinencia, torciendo los argumentos que los
sesudos varones utilizaban para esclarecer que, aun siendo
preferible la virginidad, tampoco es ilícito contraer
nupcias. De él echaban mano igual los dómines
refutados por Tomás de Aquino que el mismísimo diablo
para tentar a Santa Justina; y en la región del Arcipreste,
hasta los rústicos provocaban una y otra vez el desespero de
la Inquisición al alegar que con sus escarceos libidinosos
estaban cumpliendo el sagrado imperativo de
‘multiplicarse’...119
En tesitura
diversa, pero siempre en convergencia con el dictamen de
Aristóteles, las posibilidades no se agotaban en el
Génesis. Para legitimar el «grand
amor»
«de las
mugeres»
, cabía buscar disculpas no sólo en
la facultad de teología, sino también en las de
derecho y medicina. Verosímilmente jurista de
formación, Juan Ruiz podía haber aducido -y
quizá recordó- el principio del Digesto, presente en la
introducción en prosa: «Ius naturale est quod natura omnia
animalia docuit»
, «ius naturale est
maris et feminae coniunctio»
.120
O, de apetecerle, pudo fingir la asepsia clínica de un
tratado de
coitu como el atribuido a Arnau de Vilanova: «Creator omnium,
volens animalium genus firmiter ac stabiliter permanere et non
perire, per coitum illud ad generationem disposuit renovare.
Renovatum interitum ex toto non habet, ideoque copulavit animalibus
naturalia membra quae ad haec apta fuerint et propria eis, qua
causa admirabilem delectationem inseruit, ut nullum sit animalium
quod non per annum delectetur coitu. Nam si animalia coitum odio
haberent, genus animalium pro certo periret; propterea namque
animalibus coitus naturaliter inest, et per multa tempora impeditur
possibilitas complendi»
.121
Afirmaciones como esas brindaban una excelente excusa al (anhelado)
desenfreno erótico del protagonista, eran más
accesibles al común del público y, si se
quería, se prestaban a una fácil concordancia con el
De anima. Pero
el Arcipreste no eligió ninguna fuente bíblica,
jurídica ni médica. Fue directo a los cimientos de la
«filosofía natural»
de
Aristóteles, propia de la facultad de artes. El sentido de
tal elección no está explícito en el Buen
amor, pero se aclara de sobras si el texto se restaura en el
contexto.
Es cosa tan
sabida, que bastará evocarla al vuelo.122
La irrupción del corpus aristotelicum y de los comentarios anejos
deslumbró a los —73→
hombres del Doscientos con luz cada vez más cegadora.
«L’entrata
del Filosofo nel mondo cristiano è l’avvenimento che
domina la vita intellettuale del XIII secolo. Per la prima volta
nella storia, il pensiero occidentale si trova in presenza di una
sintesi filosofica e scientifica possente, d’ispirazione
empiristica e naturalista, incompatibile in più d’un
punto con la visione cristiana dell’universo; i libri di
Aristotele apportano ai latini la rivelazione di un sapere la cui
novità, ricchezza, rigore ed armonia li sorprende. Nelle
scuole di arti liberali, la curiosità dei maestri e dei
discepoli supera largamente ormai i quadri tradizionali
dell’Organon e si
estende a poco a poco alla Fisica, alla Metafisica, all’Etica ed al Trattato
dell’anima»
. Las consecuencias
de tal descubrimiento se hicieron sentir con particular intensidad
justamente en el dominio al que servía de puerta el
De anima.
«La rivoluzione
culturale compiutasi nel secolo XIII in seguito alla invasione
della letteratura pagana è stata spettacolare nel campo
della filosofia naturale più che in qualsiasi altro,
perché questo settore del sapere era stato il più
trascurato fino ad allora e la natura era rimasta un libro
sigillato per la maggioranza degli studiosi. Agli spiriti curiosi
che han preso conoscenza dei libri naturales di Aristotele, questi scritti offrivano
improvvisamente una spiegazione “scientifica”
dell’universo corporeo considerato sotto tutti i suoi
aspetti. Davanti all’opera grandiosa del Filosofo,
l’uomo colto del secolo XIII doveva avere il sentimento di
una riuscita stupefacente. Di qui l’infatuazione generale
degli scolastici di quell’epoca per la scienza peripatetica,
della quale d’altronde essi non erano in grado di scoprire le
debolezze»
.
La razón
natural se encuentra con la naturaleza, con una materia propia,
para cuya exploración no necesita el sustento de la fe.
Puede despreocuparse de la teología y enorgullecerse de su
independencia recién obtenida. La nueva filosofía se
erige en paradigma de todo saber, y el filósofo, el «philosophus»
que gana terreno al «clericus»
, se
vuelve influyente modelo vital. La independencia a menudo desemboca
en el imperialismo: la razón natural tiende a exaltar la
naturaleza —74→
como norma universal, y principalmente como norma
ética, tal vez postergando o poniendo entre
paréntesis las verdades sobrenaturales, los requisitos de la
gracia. El naturalismo, en fin, se encrespa en el determinismo que
reputa los actos morales tan inevitables como los físicos,
en el fatalismo que quiere «quod omnia quae hic inferius aguntur
subsunt necessitati corporum
caelestium»
.
Así rezaba
uno (§ 4) de los trece asertos de regusto pagano condenados
por Étienne Tempier en diciembre de 1270. Siete años
después, pasaban de la docena las tesis análogas que
el mismo obispo de París incluía entre los 219
errores que se propagaban por la Sorbona.123
La mayoría de ellos tiene que ver también con la
orientación naturalista marcada por Aristóteles y sus
exegetas. Los filósofos reprobados por Tempier, los
artistae que
se envanecían de que «sapientes mundi sunt philosophi
tantum»
(§ 154), muestran
diáfanamente qué ámbito de implicaciones
corresponde a la referida del Libro de buen amor a
«lo que dize el sabio»
.
Pártase, cierto, de una convicción
aristotélica tan central como la eternidad del mundo y de
las especies: «Quod mundus
est aeternus quantum ad omnes species in eo
contentas»
(§ 87), «Quod ... semper
fuit et semper erit generatio hominis ex
homine»
(§ 9). Será malo, pues,
no contribuir a semejante meta conservando la especie humana:
«continentia non
est essentialiter virtus»
(«quia natura
hominis finem appetit quare est, scilicet, ut multiplicet naturam
humanam; immo... continentia est vitium, in quantum impedit motum
naturae et finem ipsius»
) (§
168);124
«perfecta
abstinentia ab actu carnis corrumpit virtutem et
speciem»
(§ 169). O con otra
formulación y oponiendo más resueltamente el
naturalismo filosófico y el dogma católico: «simplex
fornicatio, utpote soluti cum soluta, non est
peccatum»
(§ 183). Ni hay alternativa,
además, a preservar la especie obrando en consecuencia, si
el hombre es ineludiblemente esclavo de sus apetitos («homo in omnibus
actionibus suis sequitur appetitum et semper
maiorem»
, § 164) y si «qual es el ascendente e la costellación
/ del que nace, tal es su fado e su don»
(124): «sanitatem,
infirmitatem, vitam et mortem attribuit positioni siderum et
aspectui fortunae»
(§ 206), «in hora
generationis hominis in corpore —75→
suo et per consequens in anima... inest homini dispositio
inclinans in actiones tales et eventus»
(§ 207), etc., etc.
«Aristotelismo heterodoxo» o «aristotelismo radical» se llama hoy a la tendencia que reflejan esos y tantos otros artículos del decreto de 1277, acta clamorosa de la crisis de la intelligentsia cristiana ante el asalto del paganismo filosófico. Pienso que si el Juan Ruiz protagonista aparece en escena esgrimiendo el nombre y algunos supuestos de Aristóteles es porque el Juan Ruiz de carne y hueso quería presentarlo -por lo menos en ese momento inicial- como contaminado por las mismas opiniones que denunciaba Étienne Tempier.
Nadie ignora
qué amplia y resistente fue la difusión del
aristotelismo heterodoxo. España estuvo involucrada en la
peripecia, no ya desde las traducciones toledanas o mediante el
esfumadizo «Mauricio el Hispano»,125
sino a través de múltiples vías. No en balde
continúa en el Archivo de la Corona de Aragón el
manuscrito (Ripoll, 109) que es nuestro más temprano
documento de que en la facultad de artes parisina, hacia 1235,
sonaban ya nociones proscritas en 1277: que la resurrección
es fenómeno «innaturale»
(o
sea, «plus per
miraculum quam per naturam»
) «et ideo non
ponitur a philosophis»
, o que cabe alcanzar
resultados divergentes en cuestiones morales «loquendo
philosophice»
y «loquendo
theologice»
.126
Fue a instancia de Pedro Hispano, ahora Juan XXI, como Tempier
anatemizó los lodos de aquellos polvos: la osadía de
los «studentes in
artibus»
que profesaban haber cosas
«vera secundum
philosophiam, sed non secundum fidem catholicam, quasi sint duae
contrariae veritates et quasi contra veritatem Sacrae Scripturae
sit veritas in dictis gentilium damnatorum»
(Pról.). Y fue
Ramón Llull, tan admirado en la Castilla de don Juan Manuel
y el Arcipreste, quien se convirtió en el «héroe»
(Renan dixit) de la cruzada contra
esos «novi
philosophi..., sequaces antiquorum
philosophorum»
, y no dejó de
hostigarlos con cerca de una veintena de opúsculos: desde la
Declaratio de
1297 que impugna una a una las 219 «opiniones erroneas damnatas a
venerabili Patre Domino —76→
Episcopo Parisiensi»
hasta la
Lamentatio de
1311 que hace cuestión de estado el castigar a los
«averroístas» que imaginan «contrarietatem...
inter [philosophiam] et
theologiam»
.127
Es que el
escándalo del aristotelismo radical se propagaba
también fuera de la universidad, entre los romancistas y aun
los curiosos sin letras. En los días de Juan Ruiz, hacia
1340, un fraile renegado, Tomás Escoto («selon toute
vraisemblance, natif de la Péninsule
Ibérique»
), sembraba «in quibusdam
partibus Hispaniae»
la impía nueva
de un Aristóteles más santo que Jesús y
más sabio que Moisés: «dicens quod
melior erat Aristoteles quam Christus..., sapientior, subtilior et
altior... locutus quam Moyses»
. El
apóstata, gloriándose «in sua
philosophia inani»
, proclamaba que hubo
hombres antes de Adán, que nunca dejó de haberlos y
«quod semper
fuerit mundus et... non debebat habere
finem»
, «quia ipse cum suo ydolatra Aristoteli
mundum posuit eternum»
. A la vez, predicaba
la aniquilación de las almas tras la muerte («sic dicendo
resurrectionem negat»
) y, convencido de que
todo se regía «melius
per philosophiam quam per decreta et
decretales»
, no veía impedimento a
que los religiosos tuvieran concubinas.128
La
divulgación de despropósitos de ese corte inquieta ya
a Sancho IV en el último decenio del siglo XIII. Se
dolía el Rey de «la contienda que
era entre los maestros de la thología e los de las naturas,
que eran contrarios unos de otros en aquellas cosas que son sobre
naturas»
, y para atajar su repercusión entre los
menos doctos encargó la compilación de un
Lucidario castellano que se sirviera
sistemáticamente «destas dos
ferramientas... que son naturas e thología»
. Como
—77→
le constaba que «nasció
grand eregía»
de las demandas impertinentes sobre
el origen del universo, veló por que desde el primer
capítulo se insistiera en que «el
mundo comienço obo»
y por que no faltara una
refutación del parecer opuesto de «Aristóteles, que fue gran
filósofo»
y que «prueva... su razón muy
derechamente»
, pero sin tomar en cuenta que frente a la
voluntad de Dios «non ha naturas nin
otra cosa ninguna que ý pueda poner razón, ca
Él es sobre la natura»
.129
Don Sancho, pues,
quizá pudo acoger con tranquilidad las primeras
páginas de la gigantesca fantasía nigromántica
que se presentaba como obra de «Virgilio
Cordobés» y traducida del árabe, en Toledo, en
1290.130
Porque ahí se rechaza, trasladada clave de patraña,
la creencia peripatética en la eternidad del mundo («philosophi
Andalici dicebant... mundus ab aeterno sic esse et sic dicebant per
se semper esse»
, p. 341); como se rechaza, después, la
interpretación específicamente averroísta de
la unidad del entendimiento («dixerunt aliqui philosophi quod non
erat nisi unus intellectus in omnibus hominibus et per unum
intellectum regebantur omnes homines»
, p.
363).131
No sorprende que «Virgilio» supiera rebatir tales
ideas, si, según refiere, él mismo era
compañero de claustro de «Aben Royx» y
tenía diariamente revelaciones prodigiosas, afines a las que
habían —78→
infundido a Salomón la ciencia que Aristóteles
le robó luego... No obstante, la tranquilidad de don Sancho
se disiparía tan pronto como advirtiera que
«Virgilio» alegaba además, sin muestras de
condena, proposiciones acordes con las que el decreto de 1277
anexionaba a los errores de raíz aristotélica
recién mencionados. Por ejemplo: «omnes illi qui
servant castitatem vadunt contra naturam»
,
«quod summum bonum
erat carnalis coniunctio et quod aliud bonum non erat nec alia
delectatio nec alia gloria, nisi haec cum feminis iacendo..., et
sic utebantur omnes idem de illa gloria incessanter et frequenter,
maxime quia habebant intentionem procreandi et multiplicandi
animas...»
(pp. 351-353). Cierto que esas palabras se
atribuyen a los «philosophi
Marrochitani et omnes alii ultramarini»
,
con prominente alusión a los «Saraceni»
. Pero
«Virgilio» añade de suyo abundantes sentencias
de un naturalismo no menos crudo, apuntado a un estupendo
libertinaje: «Quod
naturale est omnibus agendum est et nullus evitare debet nec
potest»
; «Peccare hominem naturale quid est.
Nullus peccata evitare potest»
; «Qui castitatem
custodiunt et ipsimet se interficiunt»
;
«Nullus perfecte
castitatem potest observare recte. Quod natura dat nemo sibi
contradicere potest nec debet. Tam sapientes quam insipientes a
mulieribus fuerunt semper illusi et decepti: ideo nullus a mulieri
potest defendi»
; «Quod naturale
est... peccatum non est»
; «Homines nunquam
satiantur mulieribus...»
; «haec este gloria
huius mundi, carnalis copula et in hoc mundo sic regnat
caritas...»
(pp. 365-375).
La descomunal
logomaquia y a ratos pura broma de «Virgilio
Cordobés» hubiera caído en hoz y coz en el
interdicto de Tempier. En vano se fingía traducción
de un original arábigo (en el cual los maestros toledanos se
llamarían Dubiatalfac, Aliafil, Mirrazanfel,
Nolicaranus...): los contenidos la delataban como una tosca secuela
del aristotelismo heterodoxo, aliñada con la envidia
libidinosa de un voyeur de la poligamia musulmana. En las
cercanías del 1300, en verdad, las doctrinas de ese
aristotelismo agresivo habían hecho un largo camino
más allá de la facultad de artes. Obviamente
atractivas en sus implicaciones de moral práctica, a veces
indistinguibles del naturalismo espontáneo de los
ignorantes,132
a menudo se borraron los —79→
rastros de su procedencia y se las blandió como
simple desahogo frente a las constricciones éticas del
catolicismo. Ocurre así en el Libro del caballero
Zifar. El rey de Mentón da a sus hijos «castigos»
perfectamente ortodoxos
sobre la castidad:
Algo le desazonará, sin embargo, cuando no se satisface con tales preceptos, antes se siente obligado a impugnar ciertas abominables enseñanzas al propósito:
Mas los omes torpes dizen que, pues Dios fizo másculo e fenbra, que non es pecado; ca, [sy] pecado es, que Dios non gelo devía consentir, pues poder ha de gelo vedar. E yerran malamente en ello, ca Dios non fizo al ome como las otras animalias mudas, a quien non dio razón nin entendimiento, e non saben nin entienden qué fazen, pero [an] sus tienpos para engendrar, e en el otro tiempo guárdanse. E por eso dio Dios al ome entendimiento e razón, porque se podiese guardar del mal e fazer bien; e diole Dios su alvedrío para escoger lo que quisiese, así que si mal feziese, que non rescebiese galardón. E, ciertamente, si el entendimiento del ome quisiese vencer a la natura, sería sienpre bien. E en esta razón dizen algunos de mala creencia que cada uno es judgado según su nacencia.133 |
—80→
No hay duda de que «los omes torpes»
hablan el lenguaje
de los aristotélicos reprobados en 1270 o 1277: y el
Zifar cree necesario contradecirlos porque en
España seguían oyéndose sus argumentos
naturalistas y deterministas.
Que son en buena
medida los argumentos del Juan Ruiz personaje.134
No de otro modo que las objeciones del rey de Mentón son
substancialmente las objeciones del Libro de buen amor: el
«alvedrío»
y el
«entendimiento»
han de
«vencer a la natura»
. Para
mí es evidente, en efecto, que la referencia a
Aristóteles en la copla 71 y los elementos que la
desarrollan cumplen una función caracterizadora: al saltar
al tabladillo del poema, el protagonista aparece tiznado por los
dislates de una secta de pensadores gravemente peligrosos. Son los
que se tienen por los únicos «sapientes»
, los que presumen de
«philosophi»
(y,
con la perspectiva de los párrafos anteriores, se adivina
con qué diferente retintín sonaría «grand filósofo»
para el Juan
Ruiz actor y para el Juan Ruiz autor). Son los que todo lo someten
al cedazo de la naturaleza en que se dicen expertos, los que todo
lo miden, «prueban»
y encauzan
«segund natura»
. Son los
aristotélicos objetivamente heterodoxos, o cuyo primer
impulso, cuando menos, es razonar como si la fe no tuviera
ningún papel y pudiera orillársela sin miramientos:
aunque, al fin, tal vez se les despierte la «memoria de bien»
,
devolviéndolos a unos términos más
equilibrados o avivándoles una saludable conciencia de
pecado. El naturalismo radical había extendido su veneno
hasta las gentes sin cultura y algunos olvidaban de dónde
venía. No el Arcipreste. Él identifica con plena
exactitud al «filósofo»
y uno de los núcleos especulativos que subyacen a las
tergiversaciones de los «omes
torpes»
del Zifar. El Juan Ruiz protagonista
podía a su vez habernos endilgado anónimas las
explicaciones que estos ofrecen: al no hacerlo, sino más
bien recurrir oportunísimamente al locus classicus del De anima, se nos revela con
hartos «paños»
de
auténtico «dotor en la
filosofía»
(53 ab). Y, por ende, por bien
instruido, doblemente culpable de sus ‘deslices’, pero
asimismo, por saberse «pecador»
, con una más
acuciante posibilidad de arrepentimiento.
Importa precisar
que esa caracterización del personaje como contagiado de
aristotelismo heterodoxo -al levantarse el telón de la
trama- se hace sólo con el énfasis justo para que el
buen entendedor sepa a qué atenerse. Al igual que en otros
aspectos de las coplas ahora estudiadas, nuestro escritor
está seguro de que incluso los lectores peor formados
percibirán lo más imprescindible del pasaje: el
protagonista, pretendiendo razonar «segund natura»
, se nos descubre como
un ‘ome torpe’. Para el que no conociera sino el
naturalismo espontáneo de los rústicos (vid.
n. 132) o las simplificaciones vulgares del aristotelismo, era
inútil decir más. Para los espíritus
cultivados, bastaba insinuar, con la cita expresa, en el punto
más estratégico, quién estaba al fondo de
ciertas falacias morales por entonces largamente difundidas. Como
bastaba insinuar, con un manierismo de grupo, qué actitudes
y hasta qué autores eran culpables de la situación.
«Si lo dixiese de mío -protesta
Juan Ruiz-, sería de culpar; / dízelo grand
filósofo, non só yo de rebtar...»
. Conviene
no perder de vista que tal enunciado calca un tic de la «izquierda»
aristotélica, y en
especial de Sigerio de Brabante, el capitoste, muy amigo de eludir
responsabilidades y acusaciones alegando que él se limitaba
a exponer el pensamiento del Filósofo o del Comentador,
«secundum
documenta philosophorum probatorum, non aliquid ex nobis
asserentes»
: «Quaerimus enim
hic solum intentionem philosophorum et praecipue Aristotelis, etsi
forte Philosophus senserit aliter quam veritas se habeat et
sapientia, quae per revelationem de anima sint tradita, quae per
rationes naturales concludi non
possunt...»
.135
Una alusión de esa índole era harto locuaz para el
experto. Para quien no lo fuera, el Arcipreste no tenía por
qué cargar las tintas. Verosímilmente, además,
no se proponía hacer de su criatura un aristotélico
heterodoxo que, por serlo, se inclinaba a la lujuria, sino un
lujurioso que quería justificarse
‘filosóficamente’ (un tipo no disímil de
los goliardos -tan caros a Juan Ruiz- que algún
contemporáneo tildaba de averroístas).136
Tampoco puede postularse que la tal caracterización sea un motivo conductor del Libro. El poeta era demasiado versátil, estaba demasiado acostumbrado -en parte, por resabio de lírico- a construir -y superponer- unidades relativamente autónomas, tanteaba demasiadas direcciones, para mantener más que unos pocos hilos esenciales. Pero ello no significa que el aristotelismo heterodoxo del personaje haya de limitarse al arranque de la acción. El mero hecho de que asome en un lugar tan relevante ya sugiere que es legítimo esperar después otras huellas suyas. Valga comprobarlo con un par de rápidas observaciones.
La expositio en torno al
De anima sirve
de introducción teórica a todas las andanzas amorosas
del protagonista, iniciadas con el episodio de la dueña
«mansa e leda»
(77-106). La
segunda aventura, el lance de la panadera y Ferrand García
(107-123), se fundamenta en unas muy someras consideraciones sobre
la conveniencia de buscar compañía en la mujer
(108-111), consideraciones donde se conjugan la imagen «cortés»
de la dama y el
versículo del Génesis tradicionalmente recordado en
favor del matrimonio (cf.
ad notas 108,
118). La tercera intentona (168-180), en cambio, va precedida de un
minucioso prólogo doctrinal. El hombre está
condicionado en «su fado e su
don»
por los astros que presiden su nacimiento; «muchos»
, pese a su «esfuerço»
por tal o cual meta,
jamás la consiguen: «non pueden
desmentir a la astrología»
; de ahí la
plausibilidad de la creencia en los vaticinios «estrelleros»
(123-127), como los
pronunciados en la historia del hijo de Alcaraz (128-139), que
resultan «verdaderos»
porque
captan «lo que Dios ordena... segund
natural curso»
(136 cd). Sin embargo, «Dios, que crió natura e acidente, /
puédelos demudar e fazer otramente»
, de manera
similar al rey o al Papa que decide permitir una excepción a
las leyes que él mismo ha dictado. Con la oración y
el bien obrar, por tanto, cabe superar el «mal signo»
: «el poderío de Dios tuelle la
tribulación»
. Pero «non
son por todo aquesto los estrelleros mintrosos / que judgan segund
natura»
(140-150). No hace falta ser maestro en
astrología para percatarse de que así ocurre a diario
(151), y también de que «muchos
nascen en Venus, que lo más de su vida / es amar las
mugeres»
... sin llegar nunca a catarlas: y Juan Ruiz
—83→
parece ex
illis (152-153). Vale la pena, no obstante, arrimarse a la
sombra de las dueñas en flor, por las «muchas noblezas»
que el amor trae y
por si sucede «que buen esfuerço
vence a la mala ventura»
(154-160). ... Aunque,
pensándolo bien, el amor sí es reo de un pecadillo:
«sienpre fabla mentiroso»
y
«tiene por noble cosa lo que non vale
una arveja»
( 161-165; cf.
n. 112). En cualquier caso, Juan Ruiz se lanza por tercera vez a la
caza de «amiga»
movido por
«la costunbre, el fado e la
suerte»
(166-167).
Prescindamos de
otros cien rasgos dignos de glosa y notemos sólo uno. Tras
las coplas 71-76, cuando el protagonista vuelve a explicar con
algún sosiego qué lo empuja al «iuntamiento con fenbra»
, vuelve
asimismo a subrayar que está procediendo «segund natural curso»
(127
d): concretamente, plegándose al «signo»
, «el ascendente e la
costellación»
que le han correspondido. El punto
de partida, pues, se halla de nuevo en una posición
típica del aristotelismo heterodoxo: el fatalismo de someter
cuanto en el mundo sucede «necessitati corporum
caelestium»
(arriba quedan algunas de las
tesis proscritas por Étienne Tempier), el determinismo de
los «omes torpes»
-acusaba el
rey de Mentón- de que «cada uno
es judgado según su nacencia»
. Como en las
estrofas 71-73, la voz que se escucha al principio de nuestra
disertación astrológica nos encarrila por la
vía de un duro naturalismo. Sólo más adelante,
cuando ya marchamos por ese camino con comprensible inercia
(123-135), se matiza que el «natural
curso»
de los astros es sencillamente «lo que Dios ordena»
(136), con
libertad para hacerlo y deshacerlo (137-150). También ahora,
como en 74-75, se interpone la «memoria
de bien»
y el planteamiento no llega a sus consecuencias
extremas. Todo apuntaba que no hay medio de resistir el influjo de
los astros. Pero el personaje cae en la cuenta de que la «fe católica»
(140 d)
no admite semejante afirmación; o, si se prefiere, aunque
pintándolo como ofuscado por los errores, el autor no tolera
que los lleve hasta la ceguera absoluta. De forma que se impone
recoger velas hacia la ortodoxia, resaltando que sí
es posible contrariar a los astros «por
ayuno e limosna e oración / e por servir a Dios con mucha
contrición»
(149). Subsiste, sin embargo, el
naturalismo determinista del planteamiento, y el Juan Ruiz actor se
conduce de acuerdo con él, según el «natural curso»
que lo arrastra a un
tiempo a amar y a fracasar en el amor. El «buen esfuerço»
no lo pone en
«servir a Dios»
para vencer
esa «mala ventura»
, sino en
«servir a las dueñas»
(154 b y 153 b), por si acaso alguna «pera»
se le viene a las
—84→
manos (160). Otra vez, pues, como en 75-76, asume con
tragicómica resignación el «pecado»
de que la «natura»
triunfe sobre el «seso»
. Y otra vez lo hace
escudándose en una lectura de Aristóteles a la luz
del aristotelismo heterodoxo. Porque donde la Ética a
Nicómaco (VII, x, 1152 a 32-36) no pasa de
advertir que el hábito es difícil de cambiar porque
se torna naturaleza («consuetudinem mutare difficile est,
quia naturae similis est... “atque in naturam tandem
convertitur usus”»
), él
añade un factor no contemplado ahí por el Estagirita,
pero tan abultado como hemos visto en el aristotelismo radical:
|
(166)137 |
El último
verso nos ahorra cualquier duda sobre cómo comprobar
aún -en vez de por otras vías- que los tintes
aristotélicos de nuestro protagonista no se desvanecen a las
primeras de cambio. «Fasta que viene la
muerte»
. También en un cierto momento la muerte
irrumpe en el Libro de buen amor. De hecho, la segunda
mitad del poema está ensombrecida por su insistente
presencia.138
Tras los enredos de doña Endrina y don Melón, el
«doñeo»
usual se
reanuda con una «niña... de mucha
juventud»
que «murió a
pocos días»
(911 y 944). El «limpio amor»
de doña
Garoça no dura mucho más: «dos meses passados, / murió la buena
dueña»
(1506). En seguida, una noticia
especialmente dolorosa: «Trotaconventos
ya non anda nin trota»
(1518). El «engenio»
de Ruiz se «embota»
con tamaño
—85→
«pesar e
tristeza»
,139
la pluma se le resiste: «non puedo dezir
gota»
; y ya nunca volverá a abrírsele
ninguna «buena puerta»
(
ibidem). El
Libro, pues, tiene que acabar y acaba porque «viene la muerte»
.
Esa presencia
letal que marca la segunda parte e implica la conclusión de
la obra culmina en una magnífica invectiva, revuelta con el
planto y el «petafio»
por la
alcahueta (1520-1578). El mero incipit deja claro el tenor del fragmento:
|
La apóstrofe inicial
contiene el problema y la solución que nutren las estrofas
siguientes. Como en la fuente bíblica (Oseas, XIII,
14),140
la maldición «¡muerta
seas!»
es al tiempo una profecía: el horror y la
ira frente a la muerte se aplacarán cuando ella muera a su
vez, cuando la resurrección de Jesús la quebrante
«por sienpre»
. De ahí,
a la postre, los acentos triunfales del Arcipreste: «dionos vida moriendo al que tú muerte
diste»
(1557-1567). No obstante, la esperanza en la
«vida»
perdurable (que para el
pecador puede trocarse en perdición in aeternum) no anula ni en el
propio Cristo -en cuanto hombre- el «espanto»
de la muerte (1554-1557). En
esa perspectiva, el verso c comprime todo el inagotable
pliego de cargos en un tajante hemistiquio: «enemiga del mundo»
.
En la copla 1520,
«mundo»
vale exactamente como
en la copla 71: «las cosas
vivas»
(ad
n. 5). Y todavía
más: debe leerse sobre el fondo de las ideas expuestas en
las coplas 71-74. Se había partido, recuérdese, de
que «el mundo... trabaja... por aver
mantenencia»
, de que el dato primario de «las cosas vivas»
es el instinto de
conservación: —86→
la muerte aparece, por tanto, definitoria, esencialmente,
como «enemiga del mundo»
. Se
había explicado que el instinto de conservación busca
su cauce en el amor: luego la muerte es también el supremo
fracaso del amor. Vida y amor son sólo uno, y precisamente
en lucha con la muerte. Juan Ruiz lo cincela en otro verso
lapidario (1549 d):
|
En verdad, si tal es el planteo, se comprende de maravilla un importante aspecto en la disposición del poema: el discurso del personaje empieza con una proclamación del élan de la vida, del amor, y termina con una suerte de ejemplar triumphus Mortis.
El presupuesto de
que «toda creatura»
se afana
«por aver mantenencia»
,
glosado al principio de la obra con falacias de aristotelismo
radical, pesa, así, sobre el desenlace y contribuye a
moldear la estructura del conjunto. Pero, además, el
protagonista, aunque ahora harto más presto a desecharlas,
da pruebas de no haber olvidado las falacias de marras. Se ha
escrito que, a juzgar por la invectiva en que la denuesta, la
muerte es «para Juan Ruiz, ante todo, y
en el fondo casi exclusivamente, implacable y pavorosa
destrucción»
. Si fuera el caso, no cabría
vacilación. Tendríamos que relacionar esa actitud con
la incredulidad y el naturalismo condenados por Tempier: «Quod felicitas
habetur in ista vita, non in alia»
(§
176); «Quod homo post
mortem amittit omne bonum»
(§ 15); o,
más cerca del «en ti es todo
mal»
de la copla 1546, «Quod finis omnium terribilium est
mors»
(§ 178). Tendríamos que
ponerla en serie con la del blasfemo Tomás Escoto que
predicaba «animas post
mortem in nihilum redigi»
(n. 128); con el
extravío común a los «naturales»
y a los «filósofos»
refutados por
Ramón Martí (n. 132), etc., etc. Pero opino que no es
posible abultar el «terror»
que a nuestro personaje «le
producía la extinción de la existencia
terrena»
. De tejas para abajo y en cuanto a la carne, era
un «terror»
compartido incluso
—87→
con Cristo («tú le posiste
miedo e tú lo demudeste»
, «temiote la su carne»
,
etc.);142
con los ojos vueltos al más allá, era
substancialmente pánico al «fuego
infernal»
, a la mors aeterna («para
sienpre jamás non los as de perder»
, 1565): el
inequívoco temor de los católicos que pecamos a
ciencia y conciencia, pertinazmente, con intención de
enmendarnos algún día, como desde el comienzo
confiesa el Juan Ruiz actor (75-76). De ningún modo era, en
cambio, un «terror»
absoluto,
porque se contrapesaba con la esperanza de gustar los frutos de la
Resurrección e ir con los justos «do an vida veyendo más gloria quien
más quiso»
(1564 b). Que esa «vida»
perenne alcanza el «buen amor»
, «en la carrera de salvación»
,
mientras el «loco»
se agosta
con la muerte y se «desliza»
en «infierno profundo»
(1552).
No creo, pues, que
el «espanto»
frente a la
muerte llegue, ni por insinuación, al extremo que
obligaría a arrimar de nuevo al protagonista a las filas del
aristotelismo heterodoxo. Sin embargo, de igual manera que el
planteamiento de las coplas 71-74 se proyecta sobre el final del
Libro, la caracterización que allí se
atribuye al personaje retorna perceptiblemente en la invectiva
contra la muerte que -en palabras de don Rafael Lapesa- «clausura el ciclo de intentonas
eróticas»
. Retorna como wishful thinking a cuyo halago ya no se
cede (en tanto sí se cedía a la tentación del
naturalismo amoroso y astrológico), como pasajero movimiento
reflejo de quien está habituado a pensar en unos
términos que, con todo, otras convicciones recién
ganadas o reavivadas le fuerzan a descartar. El rasgo es
inconfundible, y el autor, subrayándolo,
verosímilmente pretendía que no se perdiera de vista
en el último momento una faceta saliente en el retrato
global del protagonista: la filiación intelectual de ciertos
errores que desorientaban también a otras gentes de la
época.
En efecto, en el
clímax de la invectiva se arriesga una ocurrencia que en el
pronto suena una pizca sorprendente: no habría por
qué temblar ante la muerte, ni tendría razón
de ser el infierno, «mors
secunda»
(Apocalipsis, XX, 14), si el
hombre y el mundo vivieran eternamente.
|
(1553)143 |
Es, nos consta, la doctrina
arquetípica del aristotelismo heterodoxo: la eternidad del
mundo, presente dondequiera que encontramos influencias de la secta
y aquí evocada en forma que apunta perfectamente sus
destructivas consecuencias morales y religiosas. Si en los
dicterios contra la muerte el personaje introduce semejante
reflexión, es porque las aberraciones aristotélicas
le son particularmente familiares. Claro está que la
eternidad del mundo y del hombre se presenta sólo como
hipótesis no atendible o como concesión a una
fantasía por un instante lisonjera: pero ha sido el
aristotelismo radical quien la ha infiltrado. Se entiende que
aparezca en el ápice de la invectiva, inmediatamente antes
de insertarse el broche positivo de la victoria del Redentor que
«dionos vida moriendo»
(1559
d): es el último coletazo de la proposición
con que saltaba a escena el protagonista. «Como dize Aristótiles..., el mundo...
trabaja... por aver mantenencia»
. Sino que ahora se dan
de lado las argucias naturalistas y se mira a la auténtica e
imprescriptible «mantenencia»
.
Prolijas como seguramente parecen, las páginas precedentes se limitan a desflorar la presencia del aristotelismo heterodoxo en el Libro de buen amor. Queríamos explicar las coplas 71-76 y notábamos que la letra no se nos entregaba si simultáneamente no leíamos en transparencia las enseñanzas del De anima. Captar más cabalmente el sentido y la función del pasaje -para ir perfilando, por ejemplo, la fisonomía del protagonista- nos exigía salirnos del Libro y ojear ciertas explosivas consecuencias de los libri naturales de Aristóteles en la Europa de los siglos XIII y XIV. Y la exploración del ámbito cultural del Arcipreste nos revelaba en el Buen amor elementos de estructura que de otro modo difícilmente se hubieran dejado percibir. La literatura -como la historia de la literatura, claro está- se hace en ese ir y venir entre el texto y el contexto. No me sentiría tranquilo si no insistiera en que mi examen de uno y otro ha sido aquí extremadamente rudimentario. A propósito de ambos, y —89→ siempre en el horizonte del aristotelismo heterodoxo, quedan abundantes problemas por enfrentar: no ya matices, sino asuntos primarios.
Una simple muestra
puede sugerir la envergadura de las cuestiones pendientes.
¿Qué pensar de un poema, largo y complejo, en cuyo
núcleo se asienta la visión de un «buen amor»
que se pliega a los
impulsos de la naturaleza y busca la «mantenencia»
de la especie
combatiendo la muerte con la vida, la corrupción con la
generación? Un poema tan «sotil»
, que uno se pregunta si sus
variadas lecciones eróticas se enuncian para que el lector
las acepte o las rechace, si el yo múltiple que las
dicta se cree en la verdad o se sabe perversamente equivocado, si
la dramatis
persona del amante que las acoge es un necio o un pillo
desvergonzado. Un poema que combina los tonos narrativos,
líricos y didácticos; donde conviven las figuras
alegóricas y las tomadas de la vida diaria, las
lucubraciones teóricas y las crudezas verbales; que se nos
antoja a un tiempo tan piadoso y desenfadado como para que la vieja
alcahueta que haldea en la trama espere a su muerte -ella misma nos
lo dice- padrenuestros por su alma... ¿Qué pensar,
repito, cuando el poema de que hablo no es el Libro de buen
amor, tan substancialmente acorde con la descripción
anterior, sino el sumo exponente literario del aristotelismo
heterodoxo, el singular y con justicia afortunadísimo
Roman de la
Rose?144
«“Por aver mantenencia”. El aristotelismo heterodoxo en el Libro de buen amor», en Homenaje a José Antonio Maravall, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 1986, pp. 271-297; versión revisada, en El Crotalón. Anuario de filología española, II (1985), pp. 169-198.
—90→La edición anunciada en la n. 96 no llegó a puerto, y Alberto Blecua publicó su propio texto (Madrid, 1992), sin duda el mejor hoy accesible, con prólogo y notas de gran valor (por ejemplo, sobre el sentido adversativo de comoquier, problema que yo había esquivado en la n. 115). Por mi parte, actualmente trabajo con Bienvenido Morros y otros colaboradores en el Libro de buen amor que debe constituir el volumen 7 de la «Biblioteca clásica».
Algunas de mis
observaciones podrían matizarse ahora a la luz de la
bibliografía reciente (así, la doctrina de la
eternidad del mundo, aun siéndole propia, es menos
«arquetípica» del aristotelismo heterodoxo de lo
que yo decía; vid.
sólo R. C. Dales, Medieval Discussions of the Eternity of the World,
Leyden, 1990). Con todo, me importa más insistir en la
necesidad de no incurrir en una confusión que creo advertir
en ciertos estudios posteriores al mío: la atribución
de cualquier forma de naturalismo a la «izquierda»
aristotélica, por más que los elementos naturalistas
están presentes en todas las visiones del amor puestas en
solfa por el Arcipreste, trovadoresca, clerical (ovidiana o
goliárdica) y «cazurra»
(vid. sólo mi n. 125).
En cualquier caso, las huellas del aristotelismo radical en España han seguido siendo provechosamente rastreadas, para los siglos XIII y XIV, por F. Bertelloni, «El averroísmo en el medioevo latino (repercusiones filosófico-literarias de un locus historiográfico)», Studia Hispanica Medievalia, IV (Pontificia Universidad Católica Argentina, 1999), pp. 65-82; H. O. Bizzarri, «Una disputa entre filósofos y teólogos: la concepción de la naturaleza en las colecciones sapienciales castellanas», Medioevo, XXII (1996), pp. 303-334 (y tangencialmente «Fray Juan García de Castrojeriz receptor de Aristóteles», Archives d´Histoire Doctrinale et Littéraire du Moyen Âge, LXVII, 2000, pp. 225-236); y Á. Martínez Casado, en el colectivo La filosofía española en Castilla y León, ed. M. Fartos y L. Velázquez, Valladolid, 1997, pp. 71-85. -Francisco Márquez Villanueva, que ya había rozado la cuestión en «El carnaval de Juan Ruiz», Dicenda, VI (1987), pp. 177-188 (y vid. mi n. 129), se ha interesado en especial por «El caso del averroísmo popular español (Hacia La Celestina)», en Cinco siglos de «Celestina», ed. R. Beltrán y J. L. Canet, Valencia, 1997, pp. 121-132 (y véase también, entre otros trabajos suyos, El concepto cultural alfonsí, Madrid, 1994, pp. 203-209). -A Pedro Manuel Cátedra, Amor y pedagogía en la Edad Media (Estudios de doctrina amorosa y práctica literaria), Salamanca, 1989, pp. 41-56 y passim, se debe un revelador análisis de la pervivencia del naturalismo erótico, y aun del posible eco de las coplas 71-76 de Juan Ruiz, en el Breviloquio del Tostado y en otros textos del siglo XV, hasta la novela sentimental y la lírica cortesana.
Varias otras apostillas a los aspectos del Libro tratados por mí pueden hallarse, que yo recuerde, en J. Dagenais, «‘Se usa e se faz’: Naturalist Truth in a Pamphilus Explicit and the Libro de buen amor», Hispanic Review, LVII (1989), pp. 417-436, y The Ethics of Reading in Manuscript Culture. Glossing the «Libro de buen amor», Princeton, 1994, pp. 187-188 y 206-207; A. Torres-Alcalá, «El Libro de buen amor y el Roman de la rose; algunas analogías», Anuario Medieval, II (1990), pp. 172-183; D. Polloni, «Amour» et «clergie». Un percorso testuale da Andrea Cappellano all’Arcipreste de Hita, Bolonia, 1995; y Domingo Ynduráin, Las querellas del buen amor. Lectura de Juan Ruiz, Salamanca, 2001.
Otras adiciones.
-Al dar el Digesto por «presente
en la introducción en prosa»
(ad n. 120) estaba yo aceptando
tácitamente una propuesta de L.
Jenaro-MacLennan (art.
—91→
cit. en mi n. 129) que no toma
en cuenta el tantas veces admirable Paolo Cherchi, «Il prologo di Juan Ruiz e
il Decretum Gratiani», Medioevo romanzo, XVIII
(1993), pp. 257-260. -El artículo «Aristoteles Hispanus»
citado en la n. 130 figura ahora, ampliado, en mi libro Texto y
contextos. Estudios sobre la poesía española del
siglo XV, Barcelona, 1990, pp. 55-94. -La
«versión proverbializada» que Juan Ruiz recuerda
en la copla 166 (arriba, ad n. 137) ha sido identificada con grandes
posibilidades de acierto por María Pilar Cuartero,
«Paremiología en el Libro de buen
amor», en prensa en las Actas del Congreso
Internacional sobre el Arcipreste de Hita y el «Libro de buen
amor», Alcalá la Real, en el Compendium moralium notabilium
de Geremia da Montagnone, fuente más que probable de varios
pasajes del Libro.