281
Dichas casas con los párrocos, oratorios y utensilios serán mantenidos por los Obispos diocesanos, no siendo justo que las nuevas familias contribuyan a ello, o paguen algún emolumento por los bautizos, matrimonios, entierros, etc.
282
Al mantenimiento destas casas se podrían aplicarlos depósitos de las iglesias antiguas del reyno, cuyo fin se ignora, o con varios pretextos no se cumple.
283
Estas haciendas serán de indecible utilidad al Estado; así porque la comodidad de travesear todo el día por las aguas inclinará a los niños a la navegación y a la pesca; como más principalmente porque la continua observación de los ríos sugerirá a sus habitantes las industrias necesarias para utilizarse de las aguas. Y para que la formación de dichas casas no sea tan dañosa a las familias que se establecieren en aquellos lugares, se advertirá la parte acia adonde arrojan los ríos sus vapores; lo que se inferirá por la niebla y aire más denso que se experimenta en dichas partes, especialmente antes de amanecer, y ponerse el sol. Esto observado, se fabricarán todas las casas en la parte opuesta.
284
En ellas se tendrá cuydado que las casas que se fabriquen en toda la orilla, a excepción de aquella parte acia donde tiene el movimiento las aguas, y exalan sus vapores, lo que se echará de ver haciendo las observaciones expresadas en la nota antecedente.
285
En estos lugares, para defender las casas de las inundaciones es necesaria la precaución de fabricarlas en situación opuesta a la parte a la qual tienen su dirección las aguas.
286
J. A. Maravall, La cultura del barroco, Barcelona, Ariel, 1975; vid. especialmente cap. IV, «Una cultura urbana».
287
Sobre las academias literarias del Siglo de Oro han escrito sendas e imprescindibles monografías J. Sánchez (Las academias literarias del Siglo de Oro español, Madrid, Gredos, 1961) y W. F. King (Prosa novelística y academias literarias en el siglo XVII, Madrid, Anejo X del BRAE, 1963). Otros trabajos, más recientes estudian la función social de las academias, su relación con la poesía y otras formas artísticas del Barroco, y, de manera más concreta, las academias de una región, o el funcionamiento de una determinada academia. Modernamente ha aparecido E. Rodríguez Cuadros (ed.), De las academias a la Enciclopedia: el discurso del saber de la modernidad, Valencia, Edicions Alfons el Magnánim, 1993; contiene trabajos de E. Rodríguez Cuadros, Paolo Cherchi, Josep Lluís Canet, Josep Lluís Sirera, Pasqual Mas i Usó, Kenneth Brown, Pedro Álvarez de Miranda, Andrea Battistini y Walter Tega.
288
Cf. J. Barella, «Bibliografía sobre academias», Edad de Oro, VII (1988), pp. 189-195; J. Delgado, «Bibliografía sobre justas poéticas», Ibid., pp. 197-207. Cf. también J. Simón Díaz & L. Calvo Ramos, Siglos de Oro: índice de justas poéticas, Madrid, CSIC, 1962.
289
Cf. Mª S. Carrasco Urgoiti, «Notas sobre el vejamén de academia en la segunda mitad del siglo XVII», RHM, XXXI (1965), pp. 97-111; id., «La oralidad del vejamen de academia», Edad de Oro, VII (1988), pp. 49-57; A. Egido, «De ludo vitando. Gallos áulicos en la Universidad de Salamanca», El Crotalón. Anuario de Filología Española, I (1984), pp. 609-648; id., «Floresta de vejámenes universitarios granadinos (siglos XVII-XVIII)», en AA. VV., Homenaje al profesor Maxime Chevalier, Burdeos, Universidad, 1991, pp. 309-332. En la tradición del vejamen, académico o no, se produce un juego de complicidades propio de todo ritual iniciático, tal como puede verse en las «novatadas» que proliferan o proliferaban en grupos humanos cerrados, como el militar o el estudiantil. Asumir de buen grado la humillación es gabela que ha de pagar quien desee ser aceptado en el círculo.
290
J. Sánchez se refiere a otras asociaciones similares posteriores a la de Platón: «Esta clase de reunión de sabios se conoce también en Egipto, pero con el nombre de Museo. El primer Tolomeo fundó en Alejandría un museo, que era una asociación de sabios. En el siglo VIII Carlo Magno estableció en su palacio de Pairo un museo o asociación de hombres doctos, cuyo objeto era no enseñar sino consultar. El emperador era uno de los miembros. Seguramente por primera vez vemos a los miembros de una asociación de intelectuales usar un nombre supuesto. Cada miembro asumía el nombre del autor antiguo que más admiraba y cuyos escritos le gustaban más. Carlo Magno escogió el nombre de David. Otros nombres empleados fueron Homero, Livio, etc. Duró esta sociedad hasta la muerte de su fundador» (op. cit., p. 11).