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Middlebury College
El 7 de octubre de 1571 tuvo lugar en un golfo
de las costas de Grecia «la más alta ocasión
que vieron los siglos pasados, los presentes, ni
esperan ver los venideros»
, según la descripción
de Miguel de Cervantes, combatiente en
la derrota que la Santa Liga infligió a la flota
otomana ese día. Para Cervantes, ese hecho
histórico sería motivo de orgullo durante toda
su vida, como se aprecia en las palabras citadas, escritas por él para
el prólogo a la segunda parte de su Don Quijote, publicada un año
antes de su muerte en 1616, casi medio siglo después de la batalla
de Lepanto (II, Prólogo; 617)57. De 1569 a 1575 Cervantes participó
en las campañas militares que España emprendió en el Mediterráneo
y que tenían como base principalmente la bota italiana y
Sicilia. Como participante de la batalla de Lepanto, Cervantes tenía
que saber que el Papa reinante, el dominico Pío V, había puesto a
todos los miembros de la armada española bajo la advocación de
—88→
la Virgen del Rosario, y que la victoria se le había atribuido a esa
devoción. Pío V confirma de esta manera, una vez más, la preponderancia
del rosario en el devocionario católico, y de paso -y aquí
se encuentra el sesgo político de la decisión- la importancia de la
orden religiosa que se había atribuido su invención, la Orden de
Predicadores, a la que el Pontífice pertenecía58. A pesar de la estrecha
relación establecida por la Santa Sede entre esta devoción
mariana y la batalla que constituye un momento tan significativo
en la vida del autor de Don Quijote59, el rosario siempre se presenta
—89→
en el libro envuelto en irreverente sátira. Nos proponemos en estas
páginas considerar brevemente todos los casos en que aparece la
palabra en la obra, para establecer la función que ejerce dentro de
la misma a partir de una religiosidad implícita o patente en muchos
otros aspectos. Es decir, estudiaremos la manera en que esa
«agresión al rosario»
(Molho, «Algunas observaciones» 14) problematiza
el tema religioso en el libro.
A finales del siglo XV un dominico bretón, Alan de la Roche,
que en castellano es conocido como Alano de Rupe, y a quien sus
hermanos en religión consideraban no del todo bien de la cabeza,
«homo adeo rabiatus et furiosus»
, (Wilkins 40) atribuyó la invención
del rosario como instrumento de religiosidad católica al español
Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores,
cuyos miembros son comúnmente conocidos por el nombre de
su fundador: dominicos. Según de Rupe, Santo Domingo recibió
las cuentas directamente de la Virgen María para ser usadas como
arma de combate durante la campaña contra la herejía albigense,
a principios del siglo XIII60. En su resumen de la historia del rosario
para una publicación autorizada por la Iglesia, la New Catholic Encyclopedia, W. A. Hinnebusch revela el origen literario de esta versión
de los hechos: «Those who have favored [de la Roche's version of
events] have not succeeded in mustering convincing proofs to
support it. All their evidence directly linking Dominic to the
Rosary, when traced back, ends with Alan de la Roche»
(668).
Aunque los cartujos también han reivindicado la invención del
rosario61, el éxito de los dominicos en afianzar la reputación de su
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fundador como iniciador de la devoción parece estribar en otra de
las creaciones de de Rupe, la de las Cofradías del Rosario. En 1470,
cinco años antes de su muerte, de Rupe «took a practical step and
reorganized a Marian guild in Douai, making it into what was
subsequently to be known as the confraternity of the rosary»
(Wilkins 41). Los dominicos obtuvieron la sanción del Papa desde
muy temprano, y ese apoyo continúa hasta la edad contemporánea62. En la segunda mitad del siglo XVI, o sea, ya en vida de
Cervantes, el rosario era una forma establecida de devoción popular.
Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, sobre quien Cervantes
compuso un poema en ocasión de su beatificación, escribió su Vida
por orden de sus confesores dominicos y en ella nos dice que de
niña -nació en 1515- «procuraba soledad para rezar mis devociones,
que eran hartas, en especial el Rosario, de que mi madre era
muy devota y ansí nos hacía serlo»
(17).
Dado este contexto de una devoción popular ya bien arraigada,
llama la atención que las menciones del rosario en Don Quijote no
sean nada devotas. Su elección como objeto de sátira destaca
todavía más, cuando se tiene en cuenta la limitada presencia de la
liturgia católica en el libro (Molho, «El sagaz perturbador» 21).
Sobre esto escribe Martín de Riquer: «De don Quijote y de Sancho
sabemos lo que hacen casi todos los días y casi todas las horas del
día... Lo único que Cervantes no dice jamás es que cumplan con
los deberes religiosos de todo cristiano y católico. Nunca rezan y,
lo que es más notable, nunca van a misa, siendo así que durante la
acción de la novela transcurren varios domingos y otras fiestas de
guardar. Don Quijote en misa llegaría a parecernos algo anormal
y sorprendente. (Los héroes de los libros de caballerías suelen oír
misa, confesarse y comulgar. Precisamente la escena del caballero
andante oyendo misa en una ermita es un tópico viejísimo y
corriente en este género.) Ellos se debe, sin duda alguna, al respeto
religioso de Cervantes»
(Riquer lx).
Si seguimos este razonamiento hasta su lógica consecuencia y
tomamos la no mención de los deberes religiosos como indicativa
—91→
del respeto de Cervantes hacia los mismos, entonces la comparativa
frecuencia de la mención del rosario indicaría una actitud
irrespetuosa hacia éste. Esta interpretación debe considerarse estudiando
la palabra en su contexto, que es lo que sugiere Fernández:
«en el caso concreto del 'rosario' de Don Quijote, su sentido se
desprende del cotejo con otros momentos de la novela en que
también aparece»
. Se detiene este autor en solamente tres instancias
de la mención del rosario, aquellas en que está directamente
ligado con don Quijote en cuanto personaje. Aquí consideramos
todas en las que se lee la palabra en el libro de Cervantes, estudiadas
en su contexto, y por la misma razón que aduce Fernández,
esto es, para reducir «considerablemente el margen de error interpretativo»
(150). Existen otros estudios sobre temas religiosos en
Don Quijote que basan su argumentación en listas de palabras o
frases entresacadas del libro (García Elorrio, Rueda Contreras) y
también de otros textos cervantinos (Baneza Román).
El acercamiento que proponemos al problema planteado ya ha
sido bosquejado por algunos críticos. Molho, en un estudio sobre
la religión en Cervantes (como enfatiza él, para diferenciarlo de la
religión de Cervantes, que considera «del todo inasequible»
, «Algunas
observaciones» 11), comienza con una reflexión sobre el trato
que se da en la novela a dos sacerdotes: el cura Pero Pérez, cuando
se viste de doncella, y el capellán de los Duques, que recibe una
«severísima invectiva»
(12; también Véguez). Para el crítico, hay
aquí ejemplos de «un discurso no exento de irreverencias que, por
banales que fueran entonces entre católicos»
[«bromas de sacristía
o de seminario»
, como las caracteriza Riquer, Don Quijote, lx], no
dejan de ofrecer, en el detalle de la escritura, un carácter marcadamente
agresivo, o por lo menos más agresivo de lo que solía leerse
en los escritos de la época» (12-13). Dos ejemplos más de Don
Quijote trae Molho a colación como apoyo a su tesis: los del rosario
de don Quijote durante la penitencia de la Sierra Morena, y el
rosario del mago Montesinos en el episodio de la cueva homónima.
Para Molho, «semejantes irreverencias, que no son tan nimias
como alguna vez se ha querido suponer, no se censuran porque
van envueltas en parodias de caballería andante o romancero
carolingio, que son objetos inocentes, de modo que la agresión
cómica se desvía hacia una meta que no es propiamente la suya, a
—92→
saber el rosario. De modo que la agresión al rosario se encubre
ahora bajo la burla de los Amadises y del romancero»
(«Algunas
observaciones» 14). Pero esta «agresión cómica» no se limita a los
dos casos citados aquí por Molho. El rosario, «la práctica de la
piedad cristiana más importante y extendida después del sacrificio
de la Misa»
(«Rosario»), es mencionado en Don Quijote en siete
ocasiones, cuatro en la primera parte y tres en la segunda. Todas
ellas, a nuestro juicio, satirizan al rosario como instrumento de
religiosidad hueca y mecánica63.
Las dos primeras menciones de la palabra «rosario» en el texto son las que más atención han atraído de la crítica, porque la referencia al mismo era al parecer sarcástica a tal punto que, ya para la segunda edición de Juan de la Cuesta, alguien había corregido una de ellas, precaución al parecer necesaria pues esta misma parte del texto fue una de las que después la Inquisición portuguesa se sintió en la necesidad de suprimir. El párrafo en cuestión está en el capítulo 26 de la primera parte, cuando don Quijote se encuentra en Sierra Morena, preparándose para hacer penitencia a imitación de Amadís de Gaula. Éste, bajo el nombre de Beltenebros, se había retirado a la Peña Pobre a vivir como un ermitaño a causa de un mal entendido con su amada, Oriana. Don Quijote invoca a su modelo:
(I, 26; 291-92) |
—93→
Ocho años después de la muerte de Cervantes, en 1624, la Inquisición
portuguesa ordenó eliminar del texto citado lo siguiente:
«rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando»
64. Esta al parecer inocua frase obviamente contiene algo que
despertó el celo de los inquisidores. Ese «algo» es la camisa de don
Quijote.
Al final del capítulo inmediatamente anterior, el 25, don Quijote
quiere dar muestras a Sancho de que está verdaderamente loco:
«Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y
en pañales y luego sin más ni más dio dos zapatetas en el aire y dos
tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que,
por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante»
(I, 25:
289-90). Covarrubias define el pañal como «el cabo de la camisa
que cuelga fuera de las calzas»
(302). Al quitarse las calzas, las
faldas de la camisa son pues la parte de esa indumentaria que está
en contacto directo con las «cosas» que Sancho prefiere no volver
a ver. De esta manera, da Cervantes a los lectores contemporáneos
de su libro el contexto que les permite llegar a la interpretación que
luego encontraron los inquisidores portugueses. John J. Allen, el
encargado de este capítulo en la edición de Rico, nos recuerda en
la nota que corresponde a este episodio que «cortar las faldas se veía
como infamante, por recuerdo vivo del romance de Doña Lambra»
(I, 26; 291, nota 10). Este romance, según Diego Catalán (en su
edición de la obra de Menéndez Pidal) «fue uno de los romances
más repetidos en el Siglo de Oro»
(127) y cita como evidencia varias
obras de la época, incluso el mismo Quijote: «Cuando llega el paje
del Duque a llevar a Teresa Panza la carta de Sancho la encuentra
vestida con una saya parda y 'parecía, según era de corta, que se la
avían cortado por vergonçoso lugar'»
(129). En el episodio de Sierra
Morena, Cervantes no cita directamente el romance, pero hace una
clara referencia al mismo y el uso que hace de él en la visita del
paje a Teresa nos indica que estaba al tanto de cómo sería interpretada
la alusión. En efecto, el rosario que se hizo don Quijote fue
confeccionado con partes de su indumentaria que normalmente
tendría funciones muy otras que las devotas.
De mayor interés para los propósitos de estas reflexiones, es la
enmienda a la segunda edición de 1605 de Juan de la Cuesta. En
ella, desde «encomendarse a Dios»
y hasta «un millón de avemarías»
,
fue sustituido por: «y así lo haré yo. Y sirviéronle de rosario
unas agallas grandes de un alcornoque, que ensartó, de que hizo
un diez»
(I, 26; 291-92, nota 12). Hay divergencia de opinión entre
los editores sobre la autoría de la corrección. Martín de Riquer dice
en una nota a este párrafo: «Nada justifica la opinión de que fuera
el propio Cervantes quien enmendara aquellas palabras por poder
parecerle irreverentes»
(274, notas 2 y 3). Riquer se opone así a la
interpretación de estudiosos como Marcel Bataillon quien, en su
Erasmo y España, juzga que la corrección se debe a que Cervantes
originalmente se había «dejado llevar de la vena satírica»
, pero
cambió de opinión para la segunda edición y elaboró «una manera
más decente de improvisar un rosario»
(II, 412). Sea quien fuera el
autor de la corrección, es evidente que alguien, inmediatamente
después de publicada la primera edición, encontró algo en este
párrafo que necesitaba cambiarse. Puede que ese «algo» haya sido
la mención de «un millón de avemarías» que, dado su contexto,
cargaba un significado menos inocente que el de una sencilla
hipérbole. El cambio a la segunda edición no elimina completamente
la sátira, como veremos más adelante, sino que la hace un
poco menos descarnada. Lo esencial es que sigue habiendo una
referencia poco reverente hacia un instrumento religioso de gran
importancia para el catolicismo post-tridentino por un autor
orgulloso de su participación como soldado en Lepanto, conocedor
de la relación del rosario con la devoción a la Virgen bajo cuya
advocación navegaba la flota65. No está de más concluir con una
—95→
observación: si de imitar a Amadís se trata, o le falla la memoria a
don Quijote o le sobra intención a Cervantes, porque durante la
penitencia de la Peña Pobre, Amadís (o Beltenebros) no usa un
rosario; esto es un agregado cervantino que hace más clara la
intención.
Como para confirmar esta lectura, la siguiente vez que aparece
el rosario es en boca de Maritornes. Su nombre mismo es sugestivo
de lascivia, como indica Randolph Pope en las «Notas complementarias»
a este capítulo de la edición de Rico (II, 316). La criada de la
venta de Palomeque es uno de los pocos personajes de la primera
parte que se describe con lujo de detalles: «moza asturiana, ancha
de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro
no muy sana»
(I, 26; 167-68). Los sucesos de este capítulo y del
siguiente muestran que el carácter de Maritornes corresponde a la
socarrona descripción de su apariencia física. Ella había dado su
palabra al arriero de que se «refocilaría» con él y tiene que cumplirla,
porque «cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes
palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin
testigo alguno, porque presumía de muy hidalga»
(I, 26; 170-71).
Cuando el escándalo que provoca esa visita en el cuarto donde se
encuentra convaleciente don Quijote despierta al ventero, nos da
éste una confirmación de lo que ya intuíamos gracias a las descripciones
y los hechos narrados hasta ese momento: «¿Adónde estás,
puta? A buen seguro que son éstas tus cosas»
(I, 26; 175). En el
siguiente capítulo reaparece Maritornes después del manteo de
Sancho, y el narrador aprovecha la ocasión para ponderar su
compasividad informando a los lectores de la filiación religiosa de
la criada: «se dice della que, aunque estaba en aquel trato, tenía sus
sombras y lejos de cristiana»
(I, 26; 185). Se perfila así un personaje
a quien se satiriza utilizando para ello elementos sociales («muy
hidalga»
) y religiosos («sombras y lejos de cristiana»
).
La próxima vez que aparece la asturiana es en el capítulo 27,
cuando para sacar a don Quijote de la Sierra Morena, el cura se
—96→
viste de doncella y el barbero de escudero. Hay prolija descripción,
de gran comicidad pero arriesgada por lo atrevida, de cómo el cura
se va poniendo sus atuendos femeninos. Evidentemente las cosas
no pueden quedar así, y dos párrafos más adelante, cuando ya
están barbero y cura montados y en camino, se da éste cuenta de
lo que hace y cambia de parecer: «le vino al cura un pensamiento:
que hacía mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa
indecente que un sacerdote se pusiese así»
. Trueca con su compañero
los disfraces, y va ahora de escudero porque «así se profanaba
menos su dignidad»
. Estamos en un momento de la obra donde el
autor juega a producir efectos cómicos basándose para ello en la
contravención de un tabú religioso -la sacralidad de la persona de
un sacerdote. Entre el párrafo en que el cura se viste de doncella y
el párrafo en que intercambia ese vestido con el del barbero vuelve
a aparecer «la buena de Maritornes»
prometiendo «rezar un rosario,
aunque pecadora, por que Dios les diese buen suceso en tan
arduo y tan cristiano negocio como era el que habían emprendido»
(I, 27; 300). La criada, que «prueba» su hidalguía al cumplir la
palabra que ha dado de tener relaciones sexuales con el arriero de
Arévalo, muestra ahora su devoción religiosa por medio del uso
del rosario. Esta mención del rosario, la única en toda la obra que
no está directamente relacionada con don Quijote, tiene el mismo
contexto irreverente que el que ya hemos visto en Sierra Morena,
y se pone en boca de un personaje para quien la definición de
cristiana tenía que distar mucho de la que le atribuiría la ortodoxia
al uso.
El rosario vuelve a estar relacionado con don Quijote en el
capítulo 30. En el 29, don Quijote, Sancho y el grupo reunido en
Sierra Morena se dirigen a reconquistar el reino de Micomicón. El
cura, al decirle a don Quijote las razones por las cuales se encuentra
tan lejos de la aldea de ambos, no pierde la ocasión de criticar
a quienquiera que haya sido el que liberó a un grupo de galeotes
y, socarrón y ocurrente, enfatiza que los galeotes son delincuentes
de todo tipo, para dar más relieve a la locura de don Quijote. Éste,
sin embargo, no cede, y en su defensa compara a los delincuentes
con una sarta de rosario, y para dar más peso a la referencia religiosa,
la contextualiza: «Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y
desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás
—97→
allá se avenga»
(I, 30; 345). Juega aquí Cervantes con varios niveles
de significación: el uso que hace de la palabra «rosario» parece ser
del primer nivel metafórico, o sea, el rosario como cadena o sarta
(«rosario-objeto», como define Muñoz Iglesias; véase la nota 7);
pero tras esto hay una sátira implícita en la función del rosario
como medio para pensar sobre los hechos de las vidas de Cristo y
María. El rosario se vuelve ahora una cadena de significantes que
sirve para recordar delitos comunes; cada una de sus cuentas son
equiparadas a delincuentes cuyos antecedentes penales fueron
descritos detalladamente en el capítulo 22. En cuanto a «religión»,
la palabra puede referirse tanto a la católica como a la de caballería,
considerada como orden o institución religiosa. La construcción de
la ambigüedad cervantina en esta respuesta que da don Quijote
comienza mucho antes, sin embargo, pues descansa en un detalle
aportado en el episodio de los galeotes. La oración individual que
más se repite en un rosario es el Ave María, la cual es sometida por
los galeotes a tratamiento similar al de Maritornes ya considerado.
Cuando don Quijote exige a los galeotes que vayan al Toboso a
ponerse a disposición de Dulcinea, éstos proponen: «mudar ese
servicio y montazgo... en alguna cantidad de avemarías y credos,
que nosotros diremos por la intención de vuesa merced»
(I, 22;
246). Gaos sugiere que con este lenguaje «el valor de las oraciones
es puesto en cuestión»
y cita el comentario irónico de Clemencín:
«no es dudable la eficacia de oraciones emanadas de bocas tan
puras y manos tan inocentes»
(148). Don Quijote rechaza la oferta
de los galeotes y acaba apaleado, pero significativamente, cuando
vuelve a recordar a los condenados, los asocia en su discurso al
rosario.
En esta primera parte de la novela, pues, el rosario se presenta
de manera poco respetuosa cada una de las veces que se lo menciona,
incluso en la corrección que se hace en el episodio de Sierra
Morena. En los diez años que median entre la publicación de la
primera y la segunda parte, la vida religiosa de Cervantes, a juzgar
por la evidencia documental, podría haberse orientado de acuerdo
con las reglas de congregaciones o cofradías religiosas a las que se
unió. La primera de éstas fue la Congregación de los Esclavos del
Santísimo Sacramento del Olivar, a la que se incorporó el 17 de
abril de 1609; esta congregación reunía a los notables de la época,
—98→
desde el rey a intelectuales y escritores como Lope de Vega, Quevedo,
Espinel, Salas Barbadillo, etc. (Riquer, Don Quijote xxii). Las
obligaciones de los congregantes eran muchas y severas, según
Canavaggio: «llevar un escapulario, ayuno y abstinencia los días
prescritos, continencia absoluta, asistencia cotidiana a los oficios,
ejercicios espirituales, visita de hospitales, sencillez de la vida y de
costumbres»
. El biógrafo francés afirma que «Cervantes pasa por
haber seguido ese programa al pie de la letra»
(200). Unas páginas
más adelante, el autor matiza un poco este aserto cuando sugiere
que Cervantes pudo haber tenido motivos más materiales para
unirse a la Congregación, ya que ésta «era también una academia
en la que se cortejaba a las Musas con la bendición del Señor»
, y
como ya para este momento la fama de Cervantes comenzaba a
extenderse, este acto de adhesión podría interpretarse como «el
gesto de un profesional que trata de estar presente donde es
necesario»
. Es más, muy pronto las estrictas reglas de la Congregación
comenzarían a relajarse porque en febrero de 1615, el monasterio
trinitario en que estaba localizada pide a los congregantes que
regresen a las austeras costumbres originales y la mayoría de los
miembros opta por trasladar la sede (Canavaggio 205-06).
Otro fue el caso con la siguiente orden religiosa en la que
Cervantes participa. Esta afiliación parece haber sido motivada por
razones personales y familiares; el 27 de junio de 1610, su esposa
Catalina profesa en la Venerable Orden Tercera de San Francisco,
de la que ya era novicia. Tres años después, en julio de 1613, en su
ciudad natal de Alcalá de Henares, donde se encontraba visitando
a su hermana Luisa, monja desde hacía casi medio siglo (Canavaggio
203-05), Cervantes toma el hábito de la misma Venerable
Orden Tercera; veinte días antes de morir, el 22 de abril de 1616,
hace profesión en ella. Es posible que esto sea un indicio de que
Cervantes sentía ya acercarse el momento en que «no se ha de
burlar el hombre con el alma»
, como dijo su héroe más conocido
(II, 73; 1218).
Seguía en esto Cervantes las tendencias de la época, de acuerdo
a los estudios de Nalle, que revelan la popularidad, a partir de
Trento, de los entierros en los conventos y monasterios de las
órdenes mendicantes, sobre todo la franciscana, con los cadáveres
revestidos en los hábitos de las órdenes (194-95). En la provincia de
—99→
Cuenca que Nalle estudia, en solamente los diez años transcurridos
entre 1575 y 1585 se produjo un notable aumento, del 20 al 40 por
ciento, en el número de entierros en monasterios en vez de iglesias
parroquiales. Cabría preguntarse si este tipo de religiosidad de la
última década de la vida de Cervantes también implica un cambio
en la manera de referirse al rosario en la segunda parte de Don
Quijote, cuya composición corría paralela a estos hechos. En esta
parte la palabra se usa en menos ocasiones, en los capítulos 23, 46
y 71, pero, aunque menos cruda que en la primera, la actitud hacia
el rosario es sustancialmente la misma66. Otro dato de importancia
a considerar: cada una de las veces que el rosario aparece, lo hace
en una sección de esta segunda parte que corresponde con una de
las etapas de escritura de la misma, según Anderson y Pontón
(clxxxiii): «Es indudable que la Segunda parte presenta tres grandes
secciones narrativas (capítulos 1-29, primeras aventuras de los
protagonistas; capítulos 30-58, estancia en el mundo palaciego de
los duques, con las aventuras de la ínsula; capítulos 59-74, conclusión
de la obra, marcada por la presencia del apócrifo)»
.
Pues bien, a pesar de las distintas etapas de composición, del
ingreso en organizaciones piadosas y en órdenes religiosas, y de la
presunta conciencia de la proximidad de la muerte, el rosario sigue
—100→
siendo motivo de sátira. La primera mención que de él se hace en
la Segunda parte ocurre en el episodio de la cueva de Montesinos.
La figura de Montesinos, según Percas de Ponseti, tiene en sí algo
de religioso (491 y ss.). Para la autora, es significativo que la beca de
raso que viste Montesinos sea de color verde, que en Cervantes
indica, en su opinión, «sutil decepción, autodecepción o engaño»
(494). Ya puestos sobre aviso en este particular, es posible dar una
interpretación más profunda a la descripción que Montesinos da
de sí mismo a don Quijote como «alcaide y guarda mayor perpetua»
del «transparente alcázar»
. En vez de las armas que habrían de
esperarse en un caballero que guarda un castillo, lleva Montesinos
«un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces,
y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz»
(II, 23;
819). El tamaño del rosario hace exclamar a Michel Moner: «Et quel
rosaire! On ne saurait, en tout cas, signifier plus clairement la
'clericalisation' du paladin»
(107). Aquí la exageración del tamaño
de las cuentas produce un detalle grotesco, cómico, y esto a su vez
nos ofrece un indicio de cómo valorar la enmienda hecha al trozo
eliminado en el capítulo 26 de la primera parte. Como se recordará,
en la segunda edición de Juan de la Cuesta, los dieces estaban
hechos de «unas agallas grandes de un alcornoque»
(29). Dicha
enmienda, a la luz de los dieces de Montesinos, no resulta tal, o al
menos no deja de ser irrespetuosa, como ya indicamos (aunque no
por las razones que aduce Moner). Podría alegarse en el caso de
Montesinos que la sustitución del rosario por el arma del caballero
consiste en realidad en cambiar un tipo de instrumento bélico por
otro, ya que el rosario, como hemos visto antes, fue considerado en
sus orígenes míticos como un arma en la lucha contra la herejía
albigense67. Esta versión de «huevos de avestruces» es parte de la
función paródica del rosario, que consideraremos más delante.
El rosario, no ya como sustituto de un arma, sino junto a una
de ellas, equiparados ambos paródicamente en su función puramente
decorativa y cosmética, aparece en el capítulo 46 como
preparación al episodio de los gatos. El palacio de los duques es un
lugar cargado de posibilidades paródicas porque así lo han decretado
sus dueños. Todo el espacio contextual ha sido transformado en
un parque de diversiones para uso de los duques, y quienes
únicamente no se percatan de ello son don Quijote y Sancho, los
proveedores de la diversión. En el episodio preparatorio al que nos
ocupa, don Quijote se encuentra en su cuarto lamentando la
partida de Sancho a su ínsula, porque se le han corrido varios
puntos de una media. Aprovecha la ocasión Cide Hamete para
hacer una reflexión sobre la vanidad de los que quieren aparentar
lo que no pueden sostener por sus propios medios: «¡Miserable de
aquel, digo, que tiene la honra espantadiza y piensa que desde una
legua se le descubre el remiendo del zapato, el trasudor del sombrero,
la hilaza del herrezuelo y la hambre de su estómago!»
(II, 44;
985). Desde el jardín, Altisidora canta a don Quijote y le declara su
amor y éste, engreído, se cree toda la patraña: «¡Que tengo de ser
tan desdichado andante que no ha de haber doncella que me mire
que de mí no se enamore!»
(II, 44; 990)
En ese estado de ánimo lo encontramos a la mañana siguiente,
y como tiene que ir a hacer la corte a los duques, que lo esperan, se
preocupa de su indumentaria. Se calza unas botas de camino que
le había dejado Sancho, se pone asimismo en la cabeza «una
montera de terciopelo verde»
y con este color se confirma el uso
que Percas le asigna como significante de «decepción, autodecepción
o engaño», pues la función de las botas de camino no es otra
que ocultar «la desgracia de las medias»
, que son también verdes,
lo cual es particularmente enfatizado por el narrador: «Afligióse en
estremo el buen señor, y diera él por tener allí un adarme de seda
verde una onza de plata (digo seda verde porque las medias eran
verdes)»
(II, 46; 984). Como toque final a su atuendo cuelga «el
tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada»
y «asió un
gran rosario que consigo contino traía»
. Este rosario no se ha visto
antes en todo lo que va de la novela. Aparece aquí como un aditamento
más en la indumentaria de don Quijote, parte de la farsa
que el hidalgo cree que prepara para los duques, sin darse cuenta
—102→
de que ya se encuentra dentro de una, no como sujeto, sino como
objeto. El rosario queda como un instrumento decorativo y, de
nuevo, se pone énfasis en el gran tamaño del mismo, lo cual sería
innecesario si su función fuera simplemente para devoción. Así
vestido, don Quijote se dirige a los duques moviéndose «con gran
prosopopeya y contoneo»
. Toda la escena tiene un carácter farsesco
y de duplicidad por ambas partes, y su componente más importante
es la religiosidad que supuestamente nos quiere comunicar el
rosario. Aquí resulta un instrumento de adorno, de vanidad, no de
devoción ni de defensa de la fe.
Este mismo rosario que vemos en el palacio de los duques
como parte de la indumentaria de don Quijote será, hacia finales
del libro, nuevamente instrumento de engaño, pero esta vez sin la
participación consciente de don Quijote. Sancho es el que engaña
y la ocasión se da cuando se encuentran ambos camino de su aldea
y don Quijote apremia a su escudero a que se dé los tres mil
trescientos azotes necesarios para el desencanto de Dulcinea,
aunque tenga que pagar por cada uno de ellos. Sancho accede
inmediatamente, y don Quijote le previene: «no te des tan recio
que te falte la vida antes de llegar al número deseado. Y porque no
pierdas por carta de más ni de menos, yo estaré desde aparte
contando por este mi rosario los azotes que te dieres. Favorézcate
el cielo conforme tu buena intención merece»
(II, 71; 1200-01). El
rosario se convierte ahora en un instrumento de comercio, de
contabilidad, que don Quijote utiliza para llevar la cuenta de los
azotes que se da Sancho, y éste, a su vez, aprovecha para llevar la
cuenta del dinero que va ganando. Con esta última mención, ya
casi al final de la obra, se proyecta el rosario como símbolo hacia
una moderna interpretación del encuentro entre el mismo y la
preocupación por el dinero que caracteriza la segunda parte.
Hemos notado en este breve repaso que las tres etapas en que parece haber sido escrita la segunda parte del libro revelan poco cambio en cuanto a la aproximación al rosario bien cuando se las compara entre sí, bien cuando se las considera como un todo en comparación con la primera parte. Cercano ya a la muerte y miembro de dos congregaciones religiosas, Cervantes sigue tratando al rosario al menos con ironía, si bien Molho, como hemos visto, considera que la actitud es agresiva en las dos menciones del —103→ rosario que tiene en cuenta, una en la primera parte, la de Sierra Morena, y otra en la segunda, la de la cueva de Montesinos.
Si de «agresión» al rosario se trata, cabe especular sobre la aparente contradicción entre ésta y el tratamiento de otros aspectos de la religión en la novela, que con gran detalle ha analizado Muñoz Iglesias, entre otros. Una posible pauta nos la ofrece el acercamiento a partir de las teorías de Bajtín, cuya presencia en el Quijote de Cervantes y de Avellaneda ha estudiado James Iffland extensamente en un reciente libro. Para el caso de Sierra Morena en particular, Iffland, en un artículo publicado anteriormente a su libro, nos ofrece el contexto necesario para interpretar el rosario penitencial a la luz de las ideas del crítico ruso. El artículo analiza dos episodios contiguos de la primera parte, el del cuerpo muerto y el de los batanes, como integrantes de un sistema semiótico bajtiniano aplicado al discurso místico de San Juan de la Cruz. Iffland estudia la manera en que Cervantes hace una parodia carnavalesca a partir del hecho histórico del robo y traslado del cuerpo del Santo desde Úbeda, lugar de su fallecimiento, a Segovia («Mysticism» 250). En una nota, su autor sugiere que el episodio de Sierra Morena es una continuación de esta carnavalización de la mística (254, n. 32); en Sierra Morena, don Quijote quiere recrear la penitencia de Amadís en la Peña Pobre, nombre éste que recuerda el de Peñuela, el monasterio en esta misma sierra al que los superiores de su orden enviaron a San Juan de la Cruz, y donde contrajo las fiebres pestilentes que ocasionaron su traslado y muerte en la cercana Úbeda68. Se establecen de esta manera múltiples niveles de significación, que culminan con la parodia de Cervantes, no solamente del Amadís en cuanto a texto, sino de hechos históricos ocurridos en vida del autor, es decir, la penitencia de San Juan en 1591.
El rosario se insertaría en este sistema semiótico. El caso más
obvio es el de Sierra Morena, donde está hecho de tiras de la camisa
sacadas de las regiones inferiores del cuerpo, las dedicadas a lo
—104→
material, pero todos los que siguen, tanto de la primera parte como
de la segunda, se adscriben al mismo sistema. Cuando el cura y el
barbero se dirigen a esa misma Sierra Morena a rescatar a don
Quijote, el buen suceso de su empresa va avalado por las oraciones
en el rosario de «la buena de Maritornes»
, cuya salida en busca del
arriero (I, 16) Gaos considera parodia de la noche oscura del alma
de los místicos (156-57). A la salida de Sierra Morena, el recién
«rescatado» don Quijote compara a los delincuentes condenados
a galeras, que proceden de las «regiones inferiores» de la sociedad,
con cuentas del rosario. Otro elemento bajtiniano lo constituye la
exageración en el tamaño de las cosas -como la barriga de Sancho,
el rosario de Sierra Morena (a partir de la enmienda en la segunda
edición de Cuesta) y los de Montesinos y de don Quijote- que
para el sabio ruso es característica de la alegría carnavalesca. En la
interpretación de Iffland, los rosarios grotescamente grandes serían
instancias de un «carnavalismo armado»
(De fiestas 527) como los
gigantes y cabezudos de los carnavales españoles, que han existido
desde hace cuatrocientos años y que para el antropólogo Brandes
«suggest a collective, vicarious rebellion against authority and
control»
(78). Este enfoque parece estar de acuerdo con las conclusiones
de Iffland: «Queda muchísimo trabajo por hacer sobre el
tema, pero es evidente que un sector social disidente que empleaba
el lenguaje carnavalesco para abrir brechas en la hegemonía
aristocrática era justamente la incipiente burguesía o clase media.
... Salvando obvias diferencias nacionales, los tres grandes creadores
del Renacimiento más estrechamente vinculados con la cultura
carnavalesca -Rabelais, Cervantes, Shakespeare- pertenecían, justamente,
a ese sector medio insurgente»
(De fiestas 581).
Por otra parte, estudios llevados a cabo en la provincia de
Cuenca por Sara T. Nalle para su libro God in La Mancha, que ya
hemos utilizado aquí, han revelado otras posibles raíces de la
conflictiva religiosidad implicada en el tratamiento del rosario. Sus
investigaciones en los archivos conquenses llevan a Nalle a la
conclusión que la nueva religiosidad decretada en Trento fue
superpuesta a una ya existente, que no desapareció del todo (210).
Tales serían, por ejemplo, las creencias en la astrología, la magia,
las ciencias ocultas, que eran compartidas por todas las clases
sociales, del rey abajo (209). La Iglesia estaba interesada en que el
—105→
pueblo cristiano aprendiera los fundamentos de la religión, como
los mandamientos y las oraciones como el Padre Nuestro y el Ave
María, contenidas en el rosario, que eran absolutamente necesarios
a la grey católica para cumplir con los decretos que obligaban a la
confesión y comunión anual. La repetición puede parecer como
una práctica hueca y mecánica, pero era un instrumento de aprendizaje
y memorización de dichas oraciones, y el rosario las combinaba
casi todas. «Constant repetition of the Lord's Prayer, the
Creed, the Hail Mary, and the Salve Regina strengthened a Christian's
bonds to his God, even if one did not pause to consider the
meaning of each word and phrase as Ignatius Loyola urged»
(Nalle
105).
Podemos, pues, concluir que el rosario en Don Quixote es un
objeto de parodia carnavalesca pero matizada, símbolo de una
sociedad en transición cuya vida religiosa todavía no había asimilado
completamente la reforma tridentina. La interpretación del
propio Bajtín del carnaval señala una relación cuanto menos
ambigua hacia lo mofado durante estas fiestas: «Es preciso señalar...
que la parodia carnavalesca está muy alejada de la parodia
moderna puramente negativa y formal; en efecto, al negar, aquélla
resucita y renueva a la vez. La negación pura y llana es casi siempre
ajena a la cultura popular»
(16). Don Quijote es una obra popular,
como ha dicho Francisco Rico -«la primera novela 'dicha en
lenguaje doméstico'»
, y por tanto refleja la ambigüedad y riqueza
significativa características de su fuente popular. Bajtín nos hace
conscientes de la multiplicidad de voces, de la polifonía que
encontramos en Don Quijote, y de la ambivalencia que esto conlleva
hacia múltiples valores -políticos, religiosos, etc.- lo cual es, de
hecho, no ya solamente una actitud carnavalesca, sino un verdadero
reflejo del carnaval español propiamente, como ha demostrado
Gilmore en su reciente estudio: «I do not dispute that Spanish
carnival was a ritual of resistance; it certainly was that. Rather, I
want to point out that this quintessentially popular festival has
always been thematically and morally multivocal: it is an ideological
hybrid, not monody but polyphony; its tone is subversive and
conservative at the same time. In Spanish carnival, as in most
theatrical verbalizations, vox populi pronounces not a monotone
rejection of elite values... but a much more powerful ambivalence
—106→
toward these things»
(157).
Partiendo de esta premisa, no encontramos reñido el profundo conocimiento de la religión que Muñoz y otros han visto en Don Quijote, con la presentación más bien crítica de una devoción popular ya existente desde antes de Trento. Ambas aparentemente contradictorias actitudes, y muchas más, son posibles, y de hecho existen, en la cultura popular y el triunfo Don Quijote reside precisamente en reflejarlas.
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