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Universidad Complutense de Madrid
A don José Antonio Cerezo Aranda,
bibliómano festivo.
En su compleja especificidad, el texto dramático no pasa
de ser un manual de instrucciones para su posterior y eventual puesta en
escena190. Desde esta perspectiva rigurosamente
teórica -y, en lo que a mi saber se alcanza, muy poco acertada-, la
cópula fugaz que, entre bastidores, sostienen doña Lorenza y su
emboscado galán puede considerarse como uno de los episodios más
audaces entre los urdidos por un dramaturgo barroco, a pesar de que el decoro
cervantino vela para que el rocambolesco «adulterio» no entre por
los ojos del escandalizado espectador. Hace ya muchos años que
Fitzmaurice-Kelly recordaba el estupor que el
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entremés de
El viejo celoso había causado al
casto y severo Franz Grillparzer, quien «consideraba la obrita como la
más desvergonzada que registran los anales del teatro»
191. Con el paso del tiempo, la heterogénea
crítica cervantina ha ido moderando el talante mojigato de algunas de
sus más sonadas aseveraciones, sin dejar por ello de mostrarse
unánime a la hora de señalar la sorprendente carga erótica
que palpita, entre burlas y veras, en la procaz iniciación de la casada
intacta192. No niego que, durante su
representación, este curioso lance pueda parecer algo subido de tono;
pero me temo que la desesperación del necio Cañizares, la falsa
indignación de Cristinica, el exultante gozo de doña Lorenza y la
cómica precocidad del sigiloso galán configuran un cuadro de tal
vigor dramático, que el espectador, seducido ante el embrujo de la
escena, olvida otros pasajes menos llamativos, pero -sin duda- mucho más
obscenos. Quiero, por ello, invitar a este selecto auditorio a hacer un nuevo
recorrido (algo informal, y muy apresurado) por la regocijante prosa del
entremés de
El viejo celoso, olvidando -en la medida de
lo posible- cualquier imagen visual derivada de su puesta en escena193, y reparando sólo en la frescura de ciertos vocablos
maliciosos que Cervantes pone en boca de sus estrafalarios personajes. Me
amparo, desde luego, en la lección que el propio don Miguel brinda a su
público en la esclarecedora «Adjunta al Parnaso» de 1614, un
año antes de que viera la luz la primera impresión de las
Ocho comedias y ocho entremeses;
allí, Cervantes anuncia su intención de publicar estas piezas
teatrales «para que se vea de espacio lo que pasa apriesa,
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y se disimula o no se entiende cuando las
representan»
194.
Debo añadir, antes de clausurar esta ya fastidiosa
captatio benevolentiae, que plumas
mucho más autorizadas que la mía ya advirtieron la revoltosa
ambigüedad de algunos términos engastados como gemas en los
diálogos de
El viejo celoso195. Sin embargo, y frente a la
profusión de anotaciones que iluminan otros vocablos de significado
patente, es lamentable la parquedad de datos ofrecidos a la hora de aclarar
algunos puntos obscuros de innegable dimensión erótica196.
Más allá de esa anecdótica refriega que tanta curiosidad ha despertado, la mayor parte de las alusiones eróticas que Cervantes enhebra en el tejido sutil de El viejo celoso giran en torno a dos núcleos temáticos íntimamente relacionados y, a la vez, bien diferenciados entre sí. Me refiero, claro está, a la impotencia del viejo setentón y a la mal disimulada incontinencia de las mujeres que le rodean.
Es preciso anotar, antes que nada, que con la redacción
de este atrevido juguete teatral Cervantes queda incluido en la más
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pura tradición erótica del Barroco: el esfuerzo
estéril que pone en ridículo al varón en el intento de
satisfacer la concupiscencia de una fogosa hembra, es un lugar común en
cualquier obra picante del Siglo de Oro. No hay, pues, ninguna originalidad en
la elección del tema -los celos irrisorios, o «la inútil
precaución»
, según Beaumarchais-, ni en su desarrollo
argumental, ni en el motivo folclórico del tapiz cómplice -harto
rastreado y bien documentado en obras de mayor alcance-197, ni tan siquiera en la utilización de unos
términos equívocos que, aunque hoy en día podrían
pasar inadvertidos ante un lector poco avisado, eran moneda de uso corriente en
el universo del discurso erótico del siglo XVII. De ahí que no me
parezca exagerado considerar esta jugosa obrita como un perfecto paradigma
-entre otros muchos, desde luego- del espíritu creador barroco, porque
la calidad de la pieza no procede de la novedad de los materiales empleados en
su elaboración, sino que es el resultado de una asombrosa
combinación de todos ellos.
En
El viejo celoso, el cócktail
explosivo que Cervantes ha preparado queda constreñido en un
único y forzoso cauce de expresión: el diálogo198. Aun así -o tal vez gracias a ello-, el autor no
halla impedimento alguno a la hora de informar con todo detalle sobre la
incapacidad sexual de Cañizares. Cierto es que el género impone
sus condiciones, y que Cervantes no puede pintar con vivos colores los
cómicos efectos que ha obrado la edad en la potencia viril del viejo
«esposo»; pero, ¿acaso es necesaria descripción
alguna, cuando la propia doña Lorenza reconoce -apenas comenzado el
entremés- que se encuentra «en medio de la abundancia, con
hambre»
?199 ¿Acaso no
está todo dicho cuando afirma: «soy
primeriza, estoy temerosa»
(145); o cuando, casi a renglón seguido, Cristinica
añade, apuntando con sorna hacia su joven tía: «soy
niña y muchacha, / nunca en tal me
vi»
(145)? Con inigualable maestría,
Cervantes juega gradualmente con la información que transmite, porque si
el
estar con hambre induce a pensar que son
muy escasos los bienes del matrimonio que doña Lorenza disfruta, el
ser primeriza, niña y muchacha, y el
no haberse visto nunca en tal confirman no
sólo que el viejo ya no satisface,
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por razones obvias, el
apetito sexual de su joven compañera, sino también que ya desde
la noche de bodas carecía de las facultades precisas para hacerlo. La
diferencia, por sutil, no deja de ser decisiva, sobre todo en la encrucijada de
calificar la conducta sexual -¿delito?, ¿pecado?, ¿simple
desvergüenza?- de la malmaridada. Sin entrar en farragosas disquisiciones
jurídico-canónicas, presumo que los más sesudos doctores
in utroque del siglo XVII no
osarían tildar de adúltera a doña Lorenza, habida cuenta
de los numerosos indicios que, a lo largo de toda la obra, parecen demostrar la
nulidad del desigual enlace200.
Tradicionalmente, pues, se ha venido haciendo una lectura muy poco rigurosa del entremés de El viejo celoso, lo que en cierto modo explica que el escándalo de los lectores tardíos no se corresponda con la indiferencia de los coétaneos de Cervantes. Para un receptor -y ahora da lo mismo que sea lector, oyente o espectador- del siglo XVII, doña Lorenza es una simple pecadora (una de tantas) arrastrada al mal por el torrente incontenible de la carne; su juventud e inexperiencia son elementos atenuantes de su culpa; y, además, ella no es la única responsable del engaño con que humilla a Cañizares. La controvertida escena parece, desde esta perspectiva, bastante menos indecorosa que las severas interpretaciones que se han hecho de ella.
Cabe objetar, quizá, que las expresiones
primeriza y
nunca en tal me vi no aluden a una perfecta
conservación del virgo de doña Lorenza, sino a que la infeliz
muchacha nunca se ha visto en el trance de inscribir a su «esposo»
en la Cofradía del Cuerno. Pero, una vez más, la exacta
comprensión del vocabulario erótico cervantino viene a confirmar
que la coyunda carnal entre la quinceañera y el septuagenario nunca se
ha visto consumada. La lenguaraz Cristina -mujer de rompe y rasga, a pesar de
su corta edad201- asegura que su tío «toda la noche anda
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como
trasgo por toda la casa»
(147), sutilísima apreciación que difumina la
corporeidad de Cañizares para reducirle, durante la noche, a una mera
presencia evanescente. Y, no contenta con ello, insiste en otro lugar:
«A fe, señora tía, que tiene poco ánimo, y que,
si yo fuera de su edad, que no me espantaran
hombres armados»
(151).
In absentia, y por
contraposición, el viejo celoso queda públicamente desarmado,
id est, despojado de sus atributos
viriles.
Por si todo esto fuera poco, Cervantes va a poner en boca del
propio Cañizares la involuntaria confesión de su impotencia. La
conversación entre el menguado viejo y su compadre da lugar a una escena
antológica, pieza escogida entre los escritos del Príncipe de los
Ingenios. (No hay que olvidar que, cuando redacta los entremeses, este manco
curtido y socarrón anda mucho más cerca de la vejez de ambos
compadres que de la adolescencia de doña Lorenza.) El cebo
erótico de todo el pasaje viene, de nuevo, servido gradualmente,
dosificado con mesura de menos a más. Comienza el viejo por reconocer
que se casó con una muchacha «pensando tener en ella
compañía y regalo, y persona que se hallase en mi cabecera, y me
cerrase los ojos al tiempo de mi muerte»
(149). Admira
el peregrino concepto que, acerca del matrimonio, tiene Cañizares, quien
se ha vestido de novio pensando antes en morir que en engendrar vida. Pero, al
margen de los rasgos pertinentes que definen el tipo entremesil del viejo
esposo, esta sincera confesión entre compadres esconde una habilidosa
maniobra cervantina que trae a colación el espinoso asunto de la
impotencia senil. Obsérvese que, por omisión, el problema de la
relación sexual entre los «cónyuges» viene a la mente
del receptor antes que cualquier otro contenido del citado mensaje.
Planteado, pues, el tema que va a ser dominante a lo largo de
toda la escena, el proceso constructivo de este magistral diálogo
consiste, básicamente, en aportar nuevos significados que aclaren,
maticen y, a la postre, ridiculicen -recuérdese el carácter
lúdicro del género- la impotencia de Cañizares. Para ello,
Cervantes va a recurrir a un reducido elenco de procedimientos retóricos
que, a pesar de su probada eficacia, son muy poco originales -insisto en la
escasísima novedad de los materiales empleados-. La discutida sentencia
con que San Pablo anima al matrimonio a los corintios (melius est nubere quam uri202)
había sido
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absorbida por el surtido y permeable Refranero
castellano. No puede extrañar que Cervantes, el mayor prestidigitador
peremiológico de nuestras Letras, ponga en boca del Compadre ese
«mejor es casarse que abrasarse»
(149), a lo
que Cañizares, aterrado, replica: «¡Qué no había qué abrasar en mí,
señor compadre, que con la menor
llamarada quedara hecho
ceniza!»
(149).
El uso intencionado de pensamientos célebres (cultos o
populares) viene dando la mano a la socorrida metáfora, porque es
notorio que, detrás de esa violenta
llamarada que tanto espanta al viejo,
crepita el juvenil ardor de la fogosa doña Lorenza. Progresa así,
in crescendo, la línea
erótica que constituye el eje central de la escena; y tras una virtuosa
perífrasis cuya doble intención no se le escapa ni a la
más párvula ursulina -«no pasará mucho tiempo en
que no caya Lorencica en
lo que le falta»
(150203)-, atruena el
virulento juego de palabras que ha causado no poco sonrojo a más de un
crítico pudibundo204:
«COMP. Y con razón se puede tener ese temor; porque las mujeres querrían gozar enteros los frutos del matrimonio. |
CAÑ. La mía los goza doblados. |
COMP. Ahí está el daño, señor compadre» |
(150). |
La intrépida dilogía de
doblados («duplicados», quiere
decir Cañizares; «fláccidos», interpreta
correctamente el compadre) sirve para que, con machacona insistencia, el viejo
siga dando pruebas de su manifiesta incapacidad. El proceso de
degradación del personaje adquiere un claro sesgo de caricatura205, muy alejado ya de la complejidad
psicológica que enriquece a otros célebres cornudos cervantinos
(v. gr., el Anselmo de «El curioso impertinente»). Antes de
despedir al Compadre, Cañizares tendrá una nueva ocasión
de repetir que su «esposa» continúa
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tan
inmaculada como cuando nació: «Es más simple Lorencica
que una paloma, y hasta agora no entiende nada desas
filaterías»
(150).
Cañizares se basta consigo mismo para ridiculizarse
progresivamente en cada una de sus hilarantes intervenciones; pero la pluma
burlona de Cervantes apura la reflexión final del Compadre para lanzar
una última y ruidosa andanada. Con su acostumbrada pericia, Miguel
vuelve a exprimir el Refranero hasta caer en la cuenta de que Cañizares
«es de aquellos que
traen la soga arrastrando»
(151). Resulta paradójico que, en medio de tantas
alusiones, haya pasado inadvertida esta definición tan plástica y
certera de la grave dolencia que afecta al viejo. Quiero pensar que la imagen
metafórica -chusca y vulgar, por muy cervantina que sea- de la
soga arrastrando no necesita
aclaración alguna, porque cualquier lector actual que haya pasado la
pubertad tiene conciencia clara del referente real al que el Compadre,
burlonamente, alude. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando estas
realidades «prohibidas» aparecen cubiertas por ropajes ya pasados
de moda? ¿Se descifran en notas los significados ocultos de las
expresiones procaces ya caídas en desuso? Conviene, para averiguarlo,
practicar otra cala en el compacto texto de
El viejo celoso:
(155). |
Aparentemente, este pasaje parece haberse preservado de la contaminación erótica que afecta a todo el entremés; sin embargo, es uno de los más obscenos. Lo que ocurre es que ningún castellano-hablante de este siglo identifica la expresión sacarse una muela con lo que los latinos llamaban futuere; en cambio, en el lenguaje coloquial de un español del Siglo de Oro, sacarse una muela era un eufemismo tan manido como inteligible:
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|
Pues bien: en ninguna de las ediciones que he tenido ocasión de manejar se anota que, al reconocer el perfecto estado de la dentadura de su «esposa», Cañizares vuelve a proclamar, involuntariamente, la virginidad de doña Lorenza.
«Estoy con
hambre», «soy
primeriza», «nunca en tal me vi», «los goza
doblados», «trae
la soga arrastrando...»
. Se
diría que Cervantes se regodea en la impotencia del viejo celoso,
agotando todas las fórmulas posibles para referirse al mal sin mencionar
su nombre. Pero, a pesar del derroche exhibido, todavía se guarda Miguel
una pareja de metáforas207 que van a convertir a
Cañizares, por mor de su incapacidad, en un títere grotesco en
manos de las tres astutas mujeres. Repárese en esta nueva cala:
(146-47). |
Si se me tolera el burdo donaire, diré que, en lo que a
la virginidad de la quinceañera se refiere, la clave está en la
llave. La identificación entre este
objeto valioso y lo que doña Lorenza no encuentra por las noches era un
tropo harto común en la
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época de Cervantes208. Sin embargo, lo pasan por alto sus
editores modernos, a pesar de que Cirot supo descifrarlo hace más de
sesenta años209. Su interpretación es, desde luego, demasiado
sencilla. Doña Lorenza, además, insiste en otro pasaje:
«Encomiendo yo al diablo sus maestrías y sus
llaves»
(152): de
ahí que omitirla no habría sido nada grave si no fuera porque,
animada por el prodigioso soplo cervantino, la malhadada llave engendra otra
metáfora complementaria que enriquece sustanciosamente la escena de la
iniciación de la infeliz muchacha.
En efecto, el hecho de que doña Lorenza y su atrevido
galán hagan las bellaquerías detrás de la puerta se
explica porque, merced a una brillante asociación de ideas, esa
privilegiada puerta se ha convertido en metáfora inequívoca -y,
sobre las tablas, visible- de aquella dulce entrada que Cañizares no
acierta a franquear con su deteriorada
llave. Sabido esto, el entremés se
puebla de significados dispares, y su lectura se hace cada vez más
sugestiva y amena. Ahora es mucho más fácil que brote la
carcajada cuando, ocultos ya doña Lorenza y el mozo, la malévola
Cristina exclama: «Tío, ¿no ve cómo se ha cerrado
de golpe? Y creo que va a buscar una
tranca para asegurar la
puerta»
(156-57).
O cuando el viejo ridículo clama: «No la despedazaré yo
a ella, sino a la
puerta que la encubre»
; y
doña Lorenza, franca -y «franqueada»-, responde:
«No hay para qué, vela aquí abierta»
(158).
Se habrá notado que Cervantes alude a las más escondidas realidades sin necesidad de utilizar ningún término explícitamente erótico. A modo de recapitulación, valga decir que cualquier expresión amoroso-sexual camuflada en el entremés de El viejo celoso puede encuadrarse en uno de estos dos apartados210:
—115→1. Palabras que, teniendo un significado común «decente», poseen a la vez un sentido connotativo sexual tácitamente compartido por la comunidad lingüística (v. gr., «llave», «hombres armados», «sacar muelas», etc.).
2. Palabras o expresiones que, sin poseer esta connotación sexual tácita, adquieren, dentro del contexto específico en que son utilizadas, un significado sexual añadido (v. gr., «doblados», «soga», «filaterías», etc.).
Palabras doctas o jocosas, cultas o vulgares, castas o lascivas; palabras más o menos rotundas, más o menos ambiguas, más o menos procaces. Palabras eróticas en el sentir de la colectividad, o palabras «erotizadas» por el ingenio zumbón de Miguel de Cervantes; palabras -sean como fueren- encargadas de arrastrar una voluminosa carga erótica de la que, como punta de iceberg, sólo destaca una pequeña parte: la vertiginosa cópula propiciada por la astuta Ortigosa. Claro que, después de haber reparado en la eficacia de estos términos eróticos cuidadosamente seleccionados, parece evidente que la espectacularidad del coito oculto ha obrado, ante los ojos del lector moderno, el mismo efecto opaco que el guadamecí tupido; y que la crítica actual, tal vez no menos distraída que el necio y trasnochado Cañizares, se ha dejado embaucar por la tramoya de este escandaloso lance, sin reparar en la luminosa pirotecnia que refulge en los alegres diálogos cervantinos.