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[Epidemia en Parras y Taraumara] En los partidos de misiones se padecía mucho en estos tiempos con las grandes hambres y epidemias, que comunicándose cuasi sin interrupción de unas a otras naciones, asolaban aquellos pueblos, singularmente Taraumares y Lagunaras. Entre estos últimos, desde el año de 1652, en que se entregaron a ministros clérigos aquellas misiones, no había quedado sino la residencia de Parras, aunque sin la administración; sin embargo, todos los del lugar y de los pueblos vecinos, recurrían frecuentemente a los padres que los habían engendrado en Jesucristo, principalmente en el trance de la muerte. Sabiendo que en algunos pueblos distantes ocho y catorce leguas de la cabecera, morían algunos más que por la enfermedad, por la desnudez y el desabrigo, se enviaron de nuestro colegio cantidad de frazadas, mantas y otros semejantes géneros de que visten los indios, con alguna porción de maíz y otros usuales alimentos. El párroco, que actualmente se hallaba en aquellos lugares, y por cuya mano corrió la distribución de estas limosnas, dio luego las gracias a los padres que con su ejemplo animaron a algunos de los vecinos a semejantes oficios de caridad con notable alivio de los enfermos. A este provecho temporal se añadían otros espirituales mucho más recomendables. Algunos indios cuahuilas que habitan al Oriente de los laguneros atraídos de esta liberalidad venían a sus rancherías distantes y haciendas en que servían, a ser instruidos en la fe, y recibir el bautismo, con que insensiblemente se iban dilatando hacia el Nuevo-México las espirituales conquistas. De los que murieron entre los taraumares fue muy singular la disposición de don Francisco, cacique y gobernador del pueblo de las Bocas, indio muy racional, de una cristiandad y de un celo a prueba de los mayores peligros, y que en las dos sediciones de sus naturales sucedidas los años antecedentes había resistido con valor a las solicitaciones de los demás pueblos casi todos conjurados y conservado a sus gentes en el respeto y obediencia a sus ministros y demás legítimos superiores. Tocado del contagio y recibidos los sacramentos últimos, hizo llamar a su   —428→   casa a todo el pueblo, a quien hizo con una voz entera un discurso muy patético, enseñándoles a estimar el grande beneficio que Dios les hacía en el bautismo, exhortando a la pureza de la fe, ala enmienda de las costumbres, a la obediencia y fidelidad a sus mayores. Acabó pidiendo humildemente perdón de las faltas que acaso hubiese cometido en el ejercicio de su cargo, y entre las lágrimas y sollozos de toda la muchedumbre que le amaba como a padre, y aun del mismo misionero edificado de tan sólida piedad, haciendo fervorosos actos de contrición, y hablando afectuosísimamente con un crucifijo que tenía en las manos, murió dentro de poco.

[Muerte edificativa de un español] Por este mismo tiempo un español anciano, sintiéndose herido de la enfermedad quiso venirse al mismo pueblo por lograr la comodidad de un sacerdote. Vino efectivamente con singular gusto del padre y notable edificación de todo el lugar en que murió dentro de algunos días, dejando muy seguras prendas de su salvación. Es muy singular el favor que recibió de la Santísima Virgen para no darle lugar en esta relación. Había sido en su juventud molesta de gravísimamente de tentaciones impuras. Para estar más lejos de este peligro, hizo a la Santísima Virgen voto de castidad; pero se agravó mucho más la tentación y llegó a términos de entrarse una deshonesta mujer a provocarle. Hallábase el infeliz ya al borde del precipicio, cuando se acordó del voto que tenía hecho a la Santísima Señora. Entonces sin deliberar, antes indignado contra sí mismo y contra aquella infame mujercilla, la arrojó de sí con desprecio. El premio de este heroico vencimiento fue el singularísimo privilegio de no solo no caer, pero ni aun sentir en más de cincuenta años que vivió después la mayor inclinación a este vicio vergonzoso, viviendo siempre soltero, y entre la libertad del campo y reales de minas.

Los indios del Tizonazo, que admiraba el padre Bernabé de Soto, no bien reducidos a quietud después de los pasados motines en que habían tenido tanta parte, se rindieron por fin a los ejemplos de caridad que vieron en este fervoroso misionero en el tiempo de la epidemia con que los visitó el Señor. La misma fortuna corrieron los vecinos pueblos de los tepehuanes, en que tuvieron mucha materia de merecimientos los padres Juan Ortiz de Zapata en Santa Catarina, Pedro Suárez en Papázquiaro, y en el Zape el padre Francisco de Mendoza. Este misionero es el que escribió la historia que tenemos manuscrita de la Concepción, que se venera en dicho pueblo, y de que hemos hecho   —429→   memoria en otra parte. La devoción tiernísima del padre para con la soberana Virgen, le hacía ocurrir a ella y exhortar a todos a lo mismo con la experiencia de su constante protección. Este mismo ministro pasó al real de Guanasebi, donde entre los españoles había prendido la peste con mayor rigor. Aconteció aquí que habiendo oído un fervoroso sermón una doncella joven de lo principal del real, y movida de la Divina gracia, entre en su casa cortándose las pulseras y gargantilla de perlas, y diciendo en alta voz: Quien debe, que pague. Perseveró en aquellos mismos propósitos tomó dos meses y medio, después de los cuales, herida del contagio, murió con singulares muestras de predestinación. Con ésta y otras muchas muertes crecía cada día más la aflicción de los vecinos que no hallaban ya remedio alguno en lo humano contra la violencia del mal. Resolvieron escoger por suertes algún santo por patrón del Real, con voto de hacerle una solemne fiesta cada año. [El real de Guanasebi escoge por patrón a San Ignacio] Entre las muchas cédulas que se echaron, solo un soldado vizcaíno se acordó de nuestro padre San Ignacio, y efectivamente fue el que salió con la suerte, no sin grande admiración de todos. Creció ésta mucho más cuando después se supo por algunos antiguos vecinos, que cerca de cuarenta años antes, con semejante ocasión y en circunstancias semejantes, había también salido electo el Santo por patrón de Guanasebi, aunque después se habían olvidado y dejado de celebrar la fiesta prometida. Por recompensar, pues, el descuido e ingratitud pasada, juraron solemnemente al Santo fundador de la Compañía, animados tanto más cuanto creyeron que las epidemias que se habían seguido, podían ser castigo de su poco agradecimiento a tan benéfico protector.

En el real de Cozalá, perteneciente al partido de San Andrés, aunque no con tanto furor, no dejó también de hacer la enfermedad considerable estrago. El padre Alvarado Pardo, ministro del pueblo de San Francisco de Piuba, distante de allí ocho leguas de mal camino, llevado de su ardiente caridad, no dejaba de pasar allá alguna vez entre año a petición del mismo párroco. Era el padre Pardo un misionero fervoroso, activo, y de una sencillez de corazón muy a propósito para que el Señor le hiciera grandes favores. Entre los demás enfermos, había un español a quien un continuo delirio no daba lugar a disponerse y recibir los Santos Sacramentos. El padre, afligido, le visitó muchas veces, pero lo hallaba cada día más incapaz de alguna cristiana disposición. La solicitud del rebaño que tenía a su cuidado no le permitía detenerse   —430→   mucho tiempo en Cozalá, y por otra parte le era muy doloroso dejar sin remedio aquella, por no haber entonces otro sacerdote en el lugar. Volvió a visitar al enfermo, y hallándolo en el mismo estado, arrebatado del dolor, se hincó ante un crucifijo que estaba a la cabecera del enfermo, y con lágrimas en los ojos, se quejó amorosamente al Señor, que como le hacía partirse con aquel desconsuelo después de tanto cansancio. Hecha esta breve oración, se levantó, y con una voz llena de confianza le llamó por su nombre, preguntándole que si quería confesarse. ¡Cosa admirable! El frenético volvió con quietud los ojos al padre, y prorrumpiendo en lágrimas después de una corta suspensión... Sí, padre, dijo a gritos, confesarme quiero. Llenáronse de asombro los circunstantes, y el misionero, con otro tanto consuelo, le oyó muy despacio su confesión, acompañada desde el principio hasta el fin de un amarguísimo llanto. No fue menor el que consiguió el mismo padre de un mulato malvado y fiero, a quien ni la justicia ni algún otro poder humano había sido bastante para hacerle entregar una mujer que tenía oculta en los montes con público escándalo de todos aquellos pueblos. Lo encontró por su dicha el padre Pardo, y revestido del espíritu de Dios, le reprendió su mala vida y le mandó que al instante trajese a su presencia a la mujer. El hombre, aturdido como al golpe de un rayo, quedó mirando al padre con demostración de mucho espanto, y respondió: Sí, padre, yo me compondré y la traeré. El misionero, gozosísimo, comunicó la noticia a todo el real, en que era pública la culpa. Reíanse todos de su simplicidad, diciendo que le engañaba como a tantos otros. Pero ¿cuál fue la admiración cuando aquel bárbaro, convertido en un manso cordero, con presencia de todo el real, llevó la mujer al padre para que la depositara, como lo hizo, en casa de su satisfacción. No contento con esto, procuró que volviese a la amistad de Dios por medio de la confesión, y haciéndole tomar el estado de matrimonio, dejó un edificativo cristiano, al que miraban todos antes como a un hombre réprobo y destinado al infierno.

[1663] Desde fines del año de 62 comenzó a sentirse el contagio en los pueblos de la Topía, hasta casi la mitad del de 63. El padre Ignacio de Medina, que administraba el partido de Otaiz, y que por particular encargo de loe señores obispos tenía a su cuidado el presidio de San Hipólito y real de Guapijupe, a pesar de los caminos impracticables y de la violencia de la peste, corría incesantemente de unos a otros pueblos para el socorro de las almas. Una fatiga tan continua, añadido el aire   —431→   inficionado que respiraba en las humildes chozas de los enfermos, le derribó bien presto en la cama; pero el fervoroso misionero, teniéndose por dichoso de dar la vida en un oficio de tanta caridad, no bien se sintió con algunas fuerzas, cuando volvió con mayores bríos a su ministerio apostólico. Pasmábanse los españoles, y aun los mismos de verle más muerto que vivo tolerar las incomodidades del cielo y del terreno, y menospreciar su propia vida por asistirles, supliendo la robustez del espíritu la debilidad de sus fuerzas. Cayó finalmente segunda vez, y llegando hasta los últimos términos de la vida, quiso el Señor que se libertase para el remedio de tantas almas a quienes no asistía otro sacerdote. En el real se habían hecho muchas plegarias y devotas procesiones para aplacar la ira del cielo; pero proseguía con rigor la peste, permitiéndolo así Dios para mayor gloria de su nombre. En uno de los días de su convalecencia, leía por accidente el padre un libro de varios prodigios de San Francisco Javier, que tres años antes había impreso para dilatar su devoción la congregación mexicana. Animado con los grandes fervores que allí se cuentan en casos semejantes, propuso a los del real que se encomendasen a este nuevo apóstol, disponiendo desde el día siguiente un novenario. Una nueva luz de esperanza rayó repentinamente en los ánimos consternados. Hicieron con gran devoción y confianza el novenario, y al fin sacaron en procesión la imagen del Santo con tan sensible efecto, que ni en el real ni en los otros pueblos del partido de Otaiz, murió desde aquel mismo día sino solo uno de los contagiados. Los naturales de Santa María de Otaiz tenían muy merecida la protección del cielo por su singular piedad y aprecio que hacían de la fe cristiana, sin acceder jamás por ruegos ni aun por vejaciones al partido de algunos apóstatas tepehuanos y gentiles vecinos. Habiendo padecido en estos mismos años algunas incursiones de estos bárbaros, que habían saqueado y quemado con muerte de algunos indios el pueblo de San Marcos, se les persuadía a que mudasen de situación lejos de aquellas gentes; pero respondieron ellos a los padres y ministros reales que estaban resueltos a vivir y morir en aquel sitio donde habían sido bautizados, y donde los había puesto y descansaba entre ellos su primer padre y fundador de aquella cristiandad. Hablaban del apostólico padre Pedro Gravina, uno de los varones más santos y de los más fervorosos misioneros que han ilustrado nuestra provincia.

[Misiones del padre José Vidal] Era ya por este tiempo muy conocido en México el fervoroso celo   —432→   del padre José Vidal. Este insigne jesuita, no contento con la diaria tarea de su cátedra, en que no menos pon sus letras que con el ejemplo de su piedad, formaba tan bellos sujetos a la república y a la Iglesia, el tiempo de las vacaciones en que podía lograr algún descanso, lo ocupaba en piadosas excursiones a los pueblos vecinos, que corría con suma edificación, haciendo misiones y explicando la doctrina cristiana. Había ya desde algún tiempo antes propuesto representándose a los superiores la lustrosa ocupación de las cátedras y representándoles las vivas voces con que lo llamaba el Señor al ministerio de evangelizar los pobres. Decía, que el haber admitido dos cursos de filosofía en el colegio máximo, y las cátedras de escritura y teología moral, no había sido con otra mira que la de honrar el ejercicio de las misiones circulares, como lo practicaba San Pablo, para que ninguno creyese que era ministerio menos decoroso en la Compañía visitar las cárceles, acompañar a los ajusticiados, juntar con una campanilla en las manos los niños y la ínfima plebe por los barrios; que viendo un maestro de teología a los ignorantes y gente humilde los rudimentos de la fe, se formaría idea más sublime de este santísimo y provechosísimo empleo, y entre los mismos jesuitas se confirmarían algunos espíritus débiles para no creer que abatían sus talentos por ocuparse en lo que se ha mirado siempre como el principal y más importante y recomendado ejercicio de nuestro santo instituto. Mientras no juzgaron los superiores deber condescender con sus deseos, se consolaba con estos menores ensayos. En este año de 63 había determinado ocupar los días de vacaciones en hacer una misión algo más remota que las de otros años en la villa San Miguel el Grande, donde lo habían solicitado con ansia. Efectivamente, partió para allá la víspera de San Agustín; pero la hambre piadosa de los pueblos y lugares intermedios, y el copioso fruto con que bendecía el Señor sus trabajos, junto con la cortedad del tiempo, no le permitieron llegar a la villa de San Miguel. Los vecinos del real de minas de los Pozos, luego que supieron la llegada del padre, corrieron en tropa a suplicarle quisiese hacerles una misión en aquel lugar bastantemente, decían, necesitado de un socorro semejante. Excusábanse modestamente los misioneros, parte por estrechárseles el tiempo, y principalmente por no tener el beneplácito del párroco, sin el cual no podían tornarse la licencia de hacer misión en su territorio. El fervor de aquellas buenas gentes venció esta dificultad. Pasaron inmediatamente a verse con su párroco, el cual no menos edificado   —433→   de la modestia de los dos jesuitas, que gozoso de los buenos deseos y feliz disposición de sus feligreses, pasó luego a ofrecer a los padres, no solo la licencia, sino a suplicarles con las más vivas instancias que hiciesen la misión, de que quizá no se le ofrecería ocasión semejante en muchos años. El fruto fue muy igual a las buenas disposiciones del rebaño y a las piadosas intenciones del pastor, y quiso tomarse una gran parte en todos los ejercicios de la misión.

[Muerte del padre José Collantes] En la casa profesa de México falleció el padre José Collantes, natural de León en Castilla. Por espacio de doce años se ocupó en las misiones de Sinaloa en la reducción y conversión de los chinipas. Entró el padre a esta nación en circunstancias bastante críticas y en que hubiera desmayado cualquier espíritu menos fervoroso. Halló quemadas muchas iglesias, asoladas las más rancherías, huidos los indios y fresca aun la sangre de sus antecesores los padres Julio Pascual y Manuel Martínez. La dulzura y la constancia del misionero, atrajo de nuevo a los indios atemorizados, aunque por la mayor parte inocentes. Restableció los pueblos e iglesias, y casi formó de nuevo aquella cristiandad. Llamado después a la provincia, aunque por su humildad que le hacía creerse inepto para los demás ministerios, se ofreció a leer perpetuamente la ínfima clase de gramática, lo destinó la obediencia a la casa profesa, donde en diez y nueve años que sobrevivió, dejó singulares ejemplos de religiosas virtudes, y de una incansable aplicación al ministerio de las cárceles. Su caridad para con aquella gente infeliz le sugirió arbitrios para introducir la agua, de que a veces padecían extrema necesidad en la cárcel de corte. No fue menos admirable su constancia en el catequismo y explicación de la doctrina cristiana todos los domingos del año en la plaza y barrios de la ciudad. Murió con singular opinión de virtud el día 15 de octubre.

[Muerte del padre Pedro Juan Castini] Poco tiempo antes había faltado en el colegio máximo el espiritual y devoto padre Pedro Juan Castini, natural de Placencia del Po en Italia, y primer apóstol de los chinipas, huites y otras naciones en la provincia de Sinaloa, donde trabajó muchos años. Fue muy singular su devoción a la Santísima Virgen que procuró arraigar en los corazones de sus neófitos, y promovió después veintidós años en la congregación que fundó de la Purísima con prudentísimas constituciones y ministerios utilísimos. Falleció el día 23 de setiembre. La venerable congregación de San Pedro, que hizo el convite a sus ilustres miembros para asistir a las dichas honras, no dudó llamarle padre común de la   —434→   clerecía, una de las columnas más sólidas de la Compañía de Jesús y dechado de toda perfección. El venerable padre Bernardo Pardo, rector entonces del colegio máximo, imprimió carta de sus singulares virtudes, y como a uno de los más esclarecidos sujetos de esta provincia insertó su vida el padre José Cassani en el tomo de sus varones ilustres, a que por ahora nos remitimos. Había el padre Castini, poco antes de morir, añadido nuevos motivos de fervor y devoción entre sus congregantes de la Purísima con la esclavitud de los Cinco Señores que había intentado incorporar en ella para hacer más universal y extender a las mujeres el fruto espiritual de muchas gracias e indulgencias que a aquella gloriosa esclavitud había concedido la sede apostólica. Esta piadosa invención tuvo principio en el colegio de Florencia, capital de Toscana, donde se erigió primeramente con beneplácito y confirmación de nuestro santo padre Urbano VIII. Después a su imitación se formó otra en la América meridional, en la ciudad de Santiago, capital del reino del Chile, que confirmó asimismo y enriqueció con muchas indulgencias la santidad de Inocencio X. Estos ejemplares animaron la devoción del padre prefecto y congregaciones de la Purísima, que desde luego se prescribieron algunas devociones y obras de caridad en obsequio de los cinco gloriosísimos Señores. [Principio de la esclavitud de los Cinco Señores] Entre tanto, se recurrió a la santidad del señor Alejandro VII, suplicándose se dignase admitirlas bajo su protección, aprobando con su apostólica autoridad su erección, reglas y piadosos ejercicios, y enriqueciéndola con particulares gracias, como se consiguió felizmente, aunque algún tiempo después de la muerte del padre Juan Pedro Castini, como veremos adelante.

No eran menos considerables los aumentos que por este tiempo había ya tomado la ilustre congregación de San Francisco Javier. A los otros ejercicios de piedad en que se habían los congregantes ocupado hasta entonces, se agregó este año una concordia espiritual o capellanía perpetua de misas, en que cada uno de los sacerdotes matriculados en los libros de la congregación, se obligaban a ayudarse mutuamente con dos misas cada año, una por los vivos y otra por los difuntos. La codicia santa de un tesoro semejante atrajo innumerables sacerdotes del reino, y fuera de él a incorporarse en esta utilísima hermandad.

No quedó fuera de esta participación nuestra provincia, a quien la mexicana congregación de San Francisco Javier procuró siempre distinguir con demostraciones del mayor aprecio. Es una prueba de esto la patente que en nombre de todo aquel devoto cuerpo se envió al padre provincial, y que insertamos aquí a la letra.

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«La piadosa y venerable congregación del apóstol de la India San Francisco Javier, fundada con autoridad apostólica en la parroquia de la Santa Veracruz de esta ciudad, y concordia espiritual de la capellanía perpetua de misas y sufragios por vivos y difuntos, a imitación del monte de piedad y capellanía perpetua, que fundó en Santa Fe de Bogotá del nuevo reino de Granada un religioso; de la Compañía de Jesús. Ganancia tan sagrada y que tan piadosamente han abrazado los católicos de este reino, que pasan ya de treinta mil las misas en cada un año, y con la esperanza en Dios nuestro Señor de mayor aumento corriendo los días, y multiplicándose las personas; y reconociendo que los reverendos padres, religiosos de la Compañía de Jesús, nuestros más principales y primeros protectores y principiadores de esta santa obra, y a quienes todas las nuestras deben el ejemplo, enseñanza y mayor aumento, en gratificación de que estos reverendos padres impetraron las bulas apostólicas y todas las gracias e indulgencias que hoy goza nuestra congregación, y aun esperamos de sus paternidades, y mediante su solicitud, nuevas gracias y favores de su Santidad, con la veneración y decencia que a tan venerables padres es debida, y por la obligación y agradecida que nos corre; por la presente, y de común estimación y gusto de toda nuestra congregación y concordia, recibimos y admitimos a una y otra a todos los dichos venerables padres de la sagrada Compañía de Jesús, para que sus paternidades gocen y sean participantes de todas las gracias, indulgencias, obras pías y demás ejercicios de nuestra congregación, y del número de misas, y sufragios de nuestra concordia; y pedimos a sus paternidades sean servidos de recibir esta nuestra gratificación y afecto. Fecha en México a 1.º día del mes de marzo de 1669.- Lic. Diego de Céspedes.- Por mandado del señor primiciero.- Br. Luis de Becerra, secretario».



[Frutos del jubileo de las doctrinas] El jubileo de las doctrinas, que dos años antes se había fijado al día 19 de marzo, y que por haber caído en semana santa se había omitido el año antecedente, tuvo en éste incomparablemente mayor aceptación y utilidad. La procesión de doctrina cristiana se dispuso para la tarde del 12 de marzo, saliendo de nuestra casa profesa para la santa iglesia catedral, cuyo venerable deán y cabildo habían suplicado se difiriese hasta concluir los divinos oficios, porque deseaban salir a recibirla a las puertas de la iglesia; honor sin ejemplar, no tanto al innumerable lucidísimo concurso de todos sexos y calidades, como a la santa doctrina y triunfo glorioso de la fe cristiana, entonces con tantas voces unidas   —436→   con el mismo espíritu que la confesaban y publicaban. Llegados a la catedral los padres, era tanto el concurso, y tan piadosas las instancias del pueblo, que temía a la vuelta no hallar en la casa profesa, que diversos ángulos de aquel suntuosísimo templo, en sus puertas y en diversas partes del cementerio se hubieron de distribuir diez y ocho predicadores que explicasen la doctrina cristiana, y apenas se pudo satisfacer al inmenso gentío. Animaba este fervor el piadoso ejemplo del excelentísimo señor conde de Baños, y la señora marquesa de Leiba, su esposa, con lo más lucido de toda la ciudad. Aun contribuyó mucho más el santo celo del ilustrísimo señor don Diego Osorio de Escobar y Llamas, obispo de la Puebla y gobernador entonces del arzobispado, vacante por traslación del señor don Mateo Segue de Burgueiros a la mitra de León. El señor obispo gobernador, no solo e la casa profesa era donde asistía a las doctrinas con singular edificación, sino aun en las calles públicas promovió mucho este santísimo hemisferio. Más de una ocasión en aquellos días, encontrando en la calle algunos jesuitas, hacía detener su carroza. Esta novedad juntaba algunos curiosos del pueblo, y su ilustrísima hacía a los padres que explicasen algún punto de doctrina, oyendo tal vez a estudiantes jóvenes con la mayor atención. Después de unas demostraciones tan singulares de piedad y estimación, no se hará increíble que el día del santísimo San José destinado a la comunión general fuese tanto el concurso que en el convento de San Francisco tuvieron que hacer cuarenta confesores hasta las doce del día, aun no siendo de las iglesias destinadas para ganar el jubileo. De aquí se puede inferir los muchos que ocurrirían a las iglesias asignadas. En la catedral fueron tantos, que sin embargo de los muchos confesores que hay ordinariamente y otros muchos que no señalan las cuaresmas, fue necesario que el doctor don Nicolás del Puerto, provisor y vicario general, y después dignísimo obispo de Oaxaca, habilitase para sólo este día con licencias de hombres y mujeres a doce sacerdotes. El número de comuniones, en solo la catedral y la casa profesa, pasó de treinta mil, y según el cómputo que pudo formarse de las demás iglesias señaladas por el ordinario, la suma total llegó a cerca de ochenta mil. ¡Maravillosa fecundidad de la pura y santa doctrina del Evangelio, predicada con fervor y oída con sinceridad!

[Hambre y de seguida epidemia en las misiones] En los partidos de misiones fue este año general la hambre y tras de ella las epidemias que dieron mucha materia al celo de los obreros evangélicos. En las misiones de la Laguna, la residencia que en   —437→   Parras conserva la Compañía, fue el asilo de muchos pobres. El trigo, el maíz, la carne y las mantas se repartían de limosna, y muchas medicinas de las que permite la distancia, fuera de la solícita asistencia a las necesidades espirituales. En el pueblo de Otatitlán de la sierra de Topía, llenó de consuelo al padre Pedro Robles al ver que habiendo confesado la tarde antes muchos indios tocados del contagio, y yendo por la mañana a decir misa, halló que todos, sanos y enfermos, habían concurrido a la iglesia. Suplicáranle ofreciese el santo sacrificio por la salud del pueblo, y los bendijese después, y rocíase con agua bendita, dándoles también para llevarla a sus casas. Condescendió con mucho gusto a sus piadosas súplicas, con tan sensible favor del cielo sobre la sencilla fe de los buenos neófitos, que desde aquel mismo día comenzó a mitigar, y dentro de poco cesó enteramente la epidemia. De esta misma enfermedad se valió el Señor para traer al bautismo más setenta indios entre párvulos y adultos que de la sierra de Tecuchuapa bajaron a Atotonilco, de la administración del padre Estevan Rodríguez. Tecuchuapa, a los principios del siglo había sido misión muy florida, que administraron los padres Diego de Acebedo y Gaspar de Nájera, de quienes hemos hablado en otra parte. En tiempo del motín de los tepehuanes, por los años de 1616, hubieron de desamparar aquella sierra, que era el asilo de los rebeldes. Por los apóstatas se conservaban aun muchas memorias del cristianismo, de que se valía Dios para la salud de algunas almas escogidas. Fuera de los setenta que hemos dicho, pedían el bautismo muchos otros. Estas son aquellas ocasiones en que el celo de los misioneros quisiera poderse dividir para el bien de muchas almas. El padre Estevan Rodríguez no podía ni traer a su partido todas aquellas naciones, ni apartarse de los pueblos que tenía a su cuidado, ni tampoco aventurar el sagrado carácter del cristianismo a la grosería e inconstancia de unos salvajes, que viviendo entre sus parientes idólatras sin pastor, volverían con gran facilidad a sus ritos y costumbres antiguas. Pidió, pues, en carta de 2 de junio al padre provincial Pedro Antonio Díaz, le enviase algún compañero o sucesor en la misión de Atotonilco, ofrecídose él a los trabajos y penalidades de aquella nueva misión.

[Expedición a Californias] Por este mismo tiempo en el valle de Banderas, costa del mar del Sur en el obispado de la Nueva-Galicia, se trabajaba con fervor en la construcción de dos navíos para la entrada y población de Californias. Había don Bernardo Bernal de Pinadero, en virtud de cierto asiento   —438→   obtenido de Su Majestad el título de almirante de esta expedición, no más feliz que las muchas otras antecedentes. Llegados a aquella costa, la codicia de las perlas y el deseo de enriquecerse sin algún riesgo propio embriagó de tal suerte los ánimos, que sin respeto alguno a la humanidad, ni a las piadosas intenciones del rey católico, no pensaron sino en el buceo de las perlas, obligando a los salvajes con crueles vejaciones a servir a su avaricia. Aun entre los mismos españoles eran tan continuas y tan agrias las disensiones sobre la distribución de la pesca, que llegaron muchas veces a las manos con heridas y con muertes. El almirante, aunque le cabía una gran parte de la ganancia; pero viéndose imposibilitado por la discordia de los suyos y disgusto de los naturales a introducirse y poblar en el país, hubo de volver a Nueva-España. A su vuelta, gobernaba ya estos reinos el excelentísimo señor don Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, que mal satisfecho de la conducta del almirante Pinadero, informó a la majestad del señor don Felipe IV de las circunstancias y éxito de la expedición.

[1665] La muerte de este piadosísimo rey, que sobrevino luego el 17 de setiembre de 1665, no permitió tomar las providencias necesarias con la prontitud que el asunto demandaba. La señora doña Mariana de Austria, regente del reino, en la menor edad del señor don Carlos II, en cuanto se lo permitieron los negocios, condenó al almirante Pinadero a hacer a sus expensas nueva entrada en California en cumplimiento del asiento y convenciones hechas con el señor don Felipe IV. [Imagen de San Francisco Javier en Veracruz] Aunque apenas había pasado un año desde la expedición antecedente; sin embargo, los dos barcos fabricados en el valle de Banderas, no se hallaron en estado de poder navegar, y el almirante hubo de emprender en Chacala la construcción de otros dos que no pudieron concluirse hasta principios de 1667.

El año de 65, de que vamos hablando, es muy memorable al colegio de Veracruz y a toda aquella ciudad. Por el mes de setiembre surgió en aquel puerto la flota del general don José Centeno de Ordóñez, en cuyo convoy tenía una de las naos marchantes el nombre de San Francisco Javier: era barco nuevo, y aquel el primer viaje que hacía a cargo del capitán don Juan Arzú. Había más de veinte días que estaba amarrada a las argollas del castillo de San Juan de Ulúa, y además asegurada con seis anclas. Todos estos reparos fueron muy débiles para la furia del norte que el 15 de octubre se experimentó en aquel mar. Jamás se había visto ni se ha repetido después más espantosa borrasca. Los bergantines y otras embarcaciones pequeñas llegaron   —439→   a navegar por las calles de la ciudad que se inundó enteramente. Todos los navíos de flota padecieron mucho. El San Javier especialmente, rotas las amarras y arrancadas las argollas de bronce que lo sostenían, volvió la popa al viento, y fue a quebrantarse sobre el arrecife que está a sotavento de la ciudad32. Según toda apariencia, las tablas y mástiles despedazados debían seguir este mismo rumbo, y efectivamente lo siguieron, llevadas de las olas, como también gran parte de la carga. Solo unas tablas mal unidas en que venía pintada la imagen de San Francisco Javier con una dirección enteramente contraria a las ondas y al viento, vino derechamente a la ciudad, que entonces aun no estaba ceñida de muralla, ni con estacada alguna. Con el mismo flujo y reflujo de las olas, comenzó a golpear la puerta seglar de nuestro colegio, que mira hacia la playa. Duró casi toda la noche sin apartarse del mismo puesto, hasta que a la mañana los padres Antonio de Mendaña y Pedro de Echagoyan, viendo que continuaban los golpes, mandaron retejer la tabla y al voltearla se reconoció la imagen del Santo apóstol de la India, y titular de aquella iglesia y colegio, donde quería ser singularmente venerado. Pareció desde luego muy singular tanto a los padres, como a todos los hombres cuerdos de la ciudad el modo con que había venido hasta allí aquella tabla, no habiéndose visto algún otro fragmento del navío en toda la playa, como también que siendo de tres tablas groseras y toscamente unidas no se hubiese deshecho la unión, ni desfigurádose la imagen con haber estado tanto tiempo sobre el agua salada. A esto se puede añadir el día de hoy, después de las de cien años de este suceso, la permanencia de los colores en tierra tan caliente y húmeda, donde con suma facilidad se desvanecen, y lo que es aun más singular, que siendo de las tres tablas dos de cedro y otra de pino, materia tan fácilmente corruptible, persevera aun sin el menor indicio de corrupción. La imagen tiene el color macilento, las mejillas cárdenas, y las manos en el común ademán de levantar la ropa del pecho. A pesar de la grosería de la materia y tosquedad del pincel, tiene un aire majestuoso que inspira veneración a cuantos atentamente la miran, y la ciudad de Veracruz ha experimentado en muchos casos singulares la protección del Santo33. Posee aquel colegio la   —440→   singular reliquia de un dedo de su mano derecha que trajo de Goa el padre visitador Juan de Bueras, y muriendo el año de 46 lo dejó al colegio de Veracruz por estar consagrado al glorioso apóstol de las Indias. Con el nuevo acaecimiento creció mucho más la devoción que se tenía a aquella preciosa reliquia, que era el remedio común de todos los vecinos en sus peligros y enfermedades.

[Congregación de esclavos en Puebla] En el colegio del Espíritu Santo de la Puebla se dio por este tiempo toda su perfección a un establecimiento muy útil y que se había proyectado desde dos años antes. Fue esto el de una congregación de negros esclavos con título de esclavitud de la Santísima Virgen. Habiéndose fundado tantos años antes la congregación de la Anunciata para los españoles, y teniendo los indios su cofradía en la capilla de San Miguel, que después de las contradicciones pasadas, había de nuevo confirmado con su apostólica autoridad la santidad de Alejandro VII, no pareció conveniente dejar sin alguna parte de este provecho espiritual a los esclavos; tanto más, cuanto que sus ordinarias ocupaciones y atención al servicio, no suele dejarles lugar para asistir en otros días. Una especie de atrio o vestíbulo del antiguo templo, se destinó para los ejercicios piadosos de la congregación con una devota imagen de nuestra Señora en un curioso retablo. El prefecto de la congregación, que era uno de los sujetos más autorizados del colegio, se interesaba con sus amos para que los domingos y principales fiestas de nuestro Redentor y de su Santísima Madre les dejasen algunos ratos libres para cumplir con las obligaciones de congregantes. Dentro de poco no fue necesaria esta providencia, porque los amos mismos reconociendo el fruto en la prontitud y fidelidad del servicio, en la quietud de sus familias, y la instrucción y reforma de sus criados, los enviaban a porfía para que diesen su nombre en tan gloriosa esclavitud34. Se les hacían pláticas proporcionadas a su condición y a su rudeza, y en determinados días visitaban con el prefecto las cárceles y hospitales, sirviendo a los enfermos y procurándoles de su pobreza algunos socorros con edificación de sus mismos dueños y de toda la ciudad. Avisaban fielmente a los congregantes enfermos, les procuraban algunos alivios   —441→   y sufragios temporales y espirituales, y ejercitaban unos con otros los oficios de caridad cristiana. Sabiendo uno de los congregantes el mal estado de otro, que dejaba su legítima mujer por una concubina, se hallaba en los últimos términos de la vida, y que en esta mala disposición había recibido los sacramentos, fue luego a dar al padre la noticia, la que valió para la conversión de aquel infeliz, y para la salvación de su alma, según se pudo conjeturar por las demostraciones con que manifestó después la sinceridad de su penitencia.

[Sucesos de los taraumares] En los partidos de misiones todo procedía con tranquilidad, excepto los taraumares, a quienes como en castigo de sus infidelidades pasadas, afligía Dios con inquietudes continuas de parte de sus enemigos los tobosos, nación que desde el principio de las revoluciones hasta ahora no han podido sujetarse por medios algunos. Entraban con frecuencia por la provincia Taraumara, talaban tos sembrados, y aun acometían tal vez a las poblaciones, aunque no sin resistencia y pérdida. No era esto de admirar en los gentiles y apóstatas, pues aun entre los cristianos no faltaron algunos que diesen mucha inquietud a sus ministros. Efectivamente, se reconocían en los ánimos algunas señales de poca fidelidad; pero el temor las abultaba más, como suele suceder en semejantes ocasiones. El padre Juan de Sarmiento, que poco antes había entrado en la misión de San Francisco Javier de Satevo, atemorizado de las voces que corrían de que querían matarlo los indios, se resolvió a retirarse y ponerse en seguro mientras pasaba aquella borrasca. Llegó en efecto a montar a caballo para salir del pueblo; pero a pasos, proponiéndosele al pensamiento vivamente que abandonaba la obra de Dios, y dejaba aquellas almas por presa del demonio, fue tanta la avenida de lágrimas y tal la compasión (de que se afectó) que sin poderse contener en presencia de los mismos indios, lloraba tiernamente. Los buenos neófitos, aunque ignorantes de la causa le acompañaron en el llanto, y seguido de todos ellos volvió a su casa resuelto a dar mil vidas por el rebaño que Dios ponía a su cuidado. Dentro de pocos días se disiparon aquellos temores y rumores falsos, y el misionero tuvo nuevos motivos para encenderse más en el celo santo que lo había llevado a aquellos países.

[Año de 1666. Epidemia en estas misiones] A principios del año siguiente de 1666 prendió en aquellos pueblos una epidemia, aunque no mortal, pero que al principio ignorada la naturaleza del mal, puso en consternación a aquellas pobres gentes, y dio mucho trabajo a sus ministros. El mayor de todos era ver la resistencia   —442→   que hacían algunos de los enfermos al sacramento de la penitencia y Extremaunción, reliquias que habían quedado en sus ánimos de la pasada apostasía. Los misioneros procuraban con todas sus fuerzas disuadirles de una opinión tan perniciosa; pero apenas podían conseguirlo de algunos pocos. Aconteció, que uno de los pocos que murieron, y que más rebelde se había mostrado a las exhortaciones del padre en no recibir los últimos sacramentos, acabase, finalmente sin ellos. Desde aquel mismo punto en que expiró, se vio un caballo feroz dando saltos continuos y carreras al derredor de su choza, y continuó por muchos días haciendo lo mismo sobre el lugar de su sepultura, con tanto asombro de todos los indios, que luego fueron a dar aviso al misionero, y pedirle de parte de todos los enfermos que viniese a confesarlos. Vino prontamente, y los vecinos atónitos lo llevaron a enseñarle las huellas del caballo, que decían haber visto, y que por muchos días quedaron estampadas sobre el sepulcro, según dejó escrito el padre Gerónimo de Figueroa, superior de aquellas misiones.

[Muerte del padre Pedro Romano] A 28 de agosto del mismo año falleció en el colegio máximo el padre Pedro Romano, varón muy digno de memoria, no tanto por su profana nobleza, como por sus religiosas virtudes. Era sobrino, hijo del hermano mayor del ilustrísimo señor don Diego Romano, obispo de la Puebla, y fundador del colegio de San Ambrosio de Valladolid, y por consiguiente por su bisabuelo paterno, Fernando Gutiérrez Altamirano, descendiente de los nobilísimos duques del infantado, de quien trae también su origen la casa de los condes de Santiago en estos reinos, y por su abuela paterna doña Margarita de Loyola Altamirano, descendiente de la noble y antigua casa de Loyola. Todos estos timbres y otros mucho mayores que prometían sus singulares talentos, ofuscó gloriosamente en el humilde ejercicio de administrador de las haciendas de Tehuacán en los ocho años que se tenía esperanza de aquella fundación. En este ejercicio, aunque sin sujeción a la campana, observó siempre con suma exactitud la religiosa distribución. Fue amantísimo de los indios, cuya lengua aprendió para dedicarse toda su vida a su cultivo e instrucción en el Seminario de San Gregorio, donde finalmente acabó en paz en el día del glorioso doctor San Agustín, a quien había tenido una constante y tiernísima devoción, la que pagaron sus hijos asistiendo en plena comunidad, y haciendo el oficio sepulcral, a que añadieron en su convento un novenario de misas por su alma. [Muerte del padre Gerónimo Soriano] En el colegio del Espíritu Santo de la Puebla pasó a mejor vida el   —443→   padre Gerónimo Soriano, natural de Alicante en el reino de Valencia y doctor teólogo de aquella universidad. Recibido en la Compañía en la provincia de Castilla, pasó a la América con el designio de consagrarse a las misiones de infieles, de que manifestó luego ardientes deseos a los superiores en México. El doctísimo padre Juan de Ledesma, conociendo los grandes fondos del padre Gerónimo, se opuso a esta pretensión, insinuando a los superiores cuanto lustre podría dar a la provincia un hombre de tan raros talentos, y persuadiendo al mismo padre Soriano, que entre las tareas de la cátedra no le faltaría tiempo para dedicarse al ministerio de indios, de que el mismo padre Ledesma era un grande ejemplar. Efectivamente, destinado a las tareas literarias, justificó bastantemente el juicio de aquel grande hombre, siendo uno de los más aplaudidos maestros que han tenido nuestros estudios. Gobernó con singular prudencia el colegio máximo y la casa profesa. El excelentísimo señor don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, virrey de estos reinos, habiendo sido promovido a la mitra de Yucatán su confesor el reverendo padre fray Luis de Sifuentes, eligió en su lugar al padre Soriano, y siguió siempre sus dictámenes con la mayor veneración. Poco más de un año antes de su muerte lo visitó el Señor con muchos y dolorosos accidentes, de los cuales falleció el día 6 de octubre. En el mismo colegio le siguió poco después el hermano Alberto Falcón, verdadero coadjutor de la Compañía, sencillo, humilde y devoto, singularmente para con el Santísimo Sacramento, en cuya presencia gastaba largos ratos de oración. De aquí le nacía un profundísimo respeto a los sacerdotes, ante quienes jamás estuvo sino en pie. En medio de los muchos caudales que manejó muchos años por razón de su oficio, permaneció siempre pobre en sí, y tan amante de la pobreza, que no se halló en su aposento la menor alhaja de alguna estimación. Murió con singular opinión de virtud el día 9 de diciembre.

[1667. Muerte del padre Juan Tamayo] En la siguiente primavera, faltó al colegio máximo un grande ejemplar de virtud en el padre Juan Tamayo. Gobernó varios colegios con admirable prudencia y común opinión de hombre que supo juntar la afabilidad y la dulzura con la entereza, y de reclamar con ella y buen celo la más exacta disciplina. Entró a la religión ya maduro, y quedó desde luego prácticamente persuadido a que la mortificación, la puntualidad, la devoción y el retiro que se acostumbra en nuestros noviciados, no se había de acabar con aquellos dos años, sino con el fin de la vida. Lleno de estas máximas fue maravillosa su constancia en las   —444→   distribuciones; su modestia, su silencio y circunspección en las palabras. Jamás se vio fuera de su aposento, sino cuando la obediencia o la necesidad lo pedía. En sus religiosas conversaciones espirituales con los hermanos estudiantes el tiempo que fue prefecto de espíritu, solía repetir muchas veces aquella sentencia de San Pedro Damiano, que el religioso para los seglares ha de ser como las imágenes, que cuando están cubiertas y retiradas de la vista, causan veneración, y se les pierde cuando se hacen familiares a los ojos. En un registro muy usado de su Diurno se halló escrita esta memorable sentencia... Enterraos pues moriréis, porque si no oleréis mal. Con tan religiosas disposiciones, y con más de un año de heroica paciencia en una penosísima enfermedad que no le permitía ni aun el alivio de la cama, murió con admirable tranquilidad el día 8 de mayo.

[Hostilidades de los tobosos] Entre tanto, en las misiones de taraumares se padecía mucho con los de los continuos asaltos de los tobosos, a quienes se habían agregado muchos de los apóstatas en las sediciones pasadas. Lo que aconteció por el mes de junio de este año al padre Rodrigo del Castillo, tiene mucho de prodigio para que podamos omitirlo, y manifiesta al mismo tiempo los continuos peligros a que por la salud de las almas estaban siempre expuestos los ministros evangélicos. Volvía dicho padre del real de Minas de Indehé, donde había ido a predicar, y en su compañía cinco españoles, diez indios y dos niños cantores de su iglesia. A la mitad del camino se hallaron repentinamente acometidos de una tropa de enemigos como ciento cincuenta que los esperaban en emboscada. El padre los exhortó a disponerse por actos de contrición a una buena muerte, pues siendo quince los de su caravana, eran el diezmo para poder resistir, y muchos para poderse prometer buen cartel de aquellos salteadores. Los que acompañaban al padre le hicieren que se retirase porque pensaban defenderse hasta el último trance. Apenas dio pocos pasos, cuando dio en manos de los bárbaros que venían formando un cordón para tomarlos en medio. Dioles a entender el padre que era sacerdote, y luego lo respondieron... Pues apártate, porque todos ésos han de morir. Diciendo esto, corrió a él el capitán de los cabezas llamado Juan, y díjole: No tienes que temer: todos los que aquí venimos somos cristianos y no hemos recibido de ti daño alguno; dame el sombrero y el rosario. Se lo dio luego, y quedose el indio en pie delante de él, como impidiéndole el ver el lugar de la batalla. Dentro de pocos instantes vio correr hacia el lugar donde estaba toda aquella   —445→   multitud, muertos ya todos sus compañeros, y hallándose solo en medio de aquellas fieras con los dos niños que de miedo estaban asidos de la sotana del padre, creyó ser llegada su hora, y comenzó a disponerse para recibir el golpe. Los indios, llegando a él, desnudaron con reverencia sus cabezas y le pidieron que les impusiese a todos las manos. Después de esta demostración de tanto respeto, quisieron llevarse los dos indizuelos. A la menor acción que hizo uno de ellos de asirse más estrechamente al padre, cayó a sus pies atravesado de una flecha. Cautivaron al otro, y de los despojos de los nuestros (muertos) dieron al misionero unas tejas de plata que no quiso recibir. Luego le mandaron marchar a pie y seguirlos hasta la noche que hicieron alto en lo más fragoso de la sierra. Aquí le mandaron ir a dar la obediencia a los capitanes de los cabezas y tobosos llamados don Juan y don Andrés, y éstos lo condujeron a un viejo de aspecto venerable que era el capitán general de aquella liga.

Éste lo recibió con bastante afabilidad, luego dio orden de los puestos que debían guardar las centinelas y las espías, y entre tanto que cenaban los demás, quedó solo con el padre. Muy entrada la noche, repentinamente se puso en pie y comenzó a dar voces, a que prontamente acudieron todos con sus armas, formando al derredor de los dos un gran cordón. Hizo poner en pie al misionero, que creía ser ya aquel el último momento de su vida. El anciano, por medio de un intérprete le hizo decir, que no dudase le tenía voluntad, que estuviese sin temor alguno, que sólo había juntado sus gentes para quedar todos informados de lo que quería preguntarle para su gobierno. Tras de este exordio, le preguntó dónde se hallaba el sargento mayor don Valerio Cortés: se le respondió que en Guadalajara. Inquirió lo mismo del gobernador de la Nueva-Vizcaya, y sabiendo que un mes antes había partido a Guadiana, mostró mucho sentimiento de no haber tenido noticia de su viaje. Añadió luego, volviéndose al padre, que él lo pondría en libertad, y daría forma de que volviese a su pueblo; pero que no les fuese ingrato como los padres franciscanos, que después de haberlos vuelto a sus partidos le habían enviado la enfermedad y la hambre de que habían muerto muchos. Imaginaban aquellos salvajes que había sido la epidemia disposición de los padres franciscanos, y no castigo de Dios, por el modo indigno con que habían tratado a los sacerdotes del Altísimo. A la mañana siguiente, le acomodaron en un mal caballo, y le hicieron andar por sierras fragosísimas hasta las cinco de   —446→   la tarde que divisaron la caballada del presidio de Cerro-Gordo, guardada solamente de cuatro soldados. Mandaron al padre que les dijese no pensaran en defenderse ni defender la presa, que se la dejasen llevar buenamente pues no podían resistirles, y que ellos condujesen al padre a su misión. No pudo el misionero persuadir a los soldados que con temeridad se exponían a la muerte. Apenas oyeron los salvajes la respuesta, cuando se formaron en seis filas de veinticinco hombres cada una, y pasando todos por delante del padre, bajaban las cabezas y se quitaban los plumajes para que les impusiese las manos. Dieron luego el alarido, y destacándose cincuenta hombres hacia la caballada, distante como dos tiros de mosquete, en un momento la espantaron y condujeron hacia el monte. El resto de los indios, marchó hacia los soldados que cercaron por todas partes. El padre, animado con la veneración que le habían mostrado hasta entonces tuvo el valor de ponerse entre sus flechas y los cuatro españoles... Y bien, les dijo: ya os habéis llevado todo el ganado. ¿Qué pretendéis con derramar la sangre de cuatro inocentes, siendo vosotros ciento? Quiso Dios dar eficacia a sus palabras, y los salvajes le dejaron ir en libertad con los cuatro soldados hasta el presidio de Cerro-Gordo, de donde en compañía del padre Bernabé de Soto, que había salido a buscarle, se volvió después de algunos días al pueblo de San Miguel de las Bocas.

Aquí, pasada ya aquella violenta impresión del susto que no había dado lugar al sentimiento, y renovándose a cada instante la memoria de aquel funesto catástrofe con las miserias y desolación de las mujeres viudas, y de los hijos huérfanos, de los que él había visto morir a sus ojos tan indignamente, junto con la viva representación de los peligros propios, le ocasionaron una melancolía que de bien presto en peligrosa enfermedad. Sin embargo, su celo para con las ovejas de su rebaño, y su devoción para con el glorioso Arcángel San Miguel, le hacían trabajar incansablemente, tanto en las funciones de su ministerio apostólico, como en la fábrica de la iglesia de su pueblo dedicada al Santo, y en que él mismo era a las veces maestro, pagador y peón. Añadido este penoso trabajo a sus enfermedades y opresión de corazón que le traía continuamente sobresaltado, apenas le dieron tiempo para acabar y dedicar su iglesia el año siguiente en el día 6 de mayo. Pocos días después hubo de rendirse a la violencia de sus males, en que tuvo un continuo ejercicio de paciencia hasta el día 15 de agosto. En este día, llevado de su devoción, quiso esforzarse a decir misa,   —447→   alegando que la decía por viático. Efectivamente, a consumar el sacrificio le acometió un accidente, de que a poco rato quedó inmoble, y se le entorpeció la lengua, de modo que apenas se le entendían las jaculatorias que hablaba, tomadas de las santas escrituras. A la entrada de la noche acabó con tranquilidad, rodeado de sus conmisioneros y de sus neófitos que mostraban bien en la sinceridad de su llanto cuanto perdían en el padre. Era natural de la Puebla de los Ángeles, y por el candor de sus costumbres y afabilidad de su trato, muy amado de todos.

Tales eran las fatigas de los misioneros de la Taraumara, y tales los riesgos en que se veían a cada paso por la conservación y aumento de aquella cristiandad. La insolencia de los rebeldes había llegado a tanto con la impunidad, que no solo en lo despoblado e interior de la tierra, pero aun en el centro mismo del reino de Nueva-Vizcaya, y aun cuasi a la ciudad de Durango llegaron a insultar talando los campos vecinos, quemando las estancias y robando los ganados; añadiéndose a esta calamidad la carestía de alimentos, y la hambre general que obligaba a la gente pobre a buscar raíces por los montes, y aun alimentarse de los animales más inmundos.

[Epidemia de Durango] A la hambre, siguió bien presto la enfermedad que en dicha ciudad capital hizo tanto mayor estrago, cuanto era mayor el número de sus habitadores. Se asolaron las casas y familias enteras, con tanta actividad del contagio, que sucedió muchas veces enterrar al día siguiente muchos de los que el antecedente habían asistido buenos y sanos al funeral de sus parientes y amigos. El ilustrísimo señor don Juan de Gorospe y Aguirre, obispo de aquella diócesis, y don Antonio de Oca y Sarmiento, gobernador y capitán general, tomaron todas las providencias e hicieron todos los oficios de un celosísimo pastor, y de un cuidadoso padre. Se hicieron en todas las iglesias de la ciudad muchas demostraciones de penitencia y de piedad para mitigar la ira del cielo, que a todas se mostraba de bronce. Ayudó mucho a la común consternación el temor en que se estaba de una invasión de los salvajes. No estaban en efecto muy ajenos de un atentado semejante los que algunos días antes volviendo del Parral el gobernador con cien hombres armados habían tenido atrevimiento de acometerlo en el paso del río de las Nasas. No hallando, pues, donde volver los ojos en tanta complicación de males, resolvieron acogerse, como muchas otras ciudades de América y de Europa, al patrocinio y sombra del grande apóstol de las   —448→   Indias San Francisco Javier, que se manifestaba entonces en todo el mundo con ruidosísimos milagros.

[En Durango lo eligieron por patrono] Junto el cabildo de aquella ilustre ciudad, y tomada la licencia del señor obispo, fue elegido patrón de todo aquel reino, y destinado el juramento para el día 3 de diciembre de 1668, en que lo ejecutaron con suma aceptación y regocijo de todos los órdenes y ciudades los señores obispo y gobernador. Al día siguiente proveyó el gobernador un acto para que lo mismo se ejecutase en todos los lugares del reino, y es del tenor siguiente.

«En la ciudad de Durango de la Nueva-Vizcaya a 4 días del mes de diciembre de 1668, el Sr. D. Antonio de Oca Sarmiento, caballero del orden de Santiago, señor de las casas y jurisdicciones de Saavedra, Rivadeneira, Casa y Coto de Otarelo, gobernador y capitán general de este reino y provincias de la Nueva-Vizcaya, por S. M. dijo: Que habiendo reconocido que los remedios humanos de este reino son muy cortos para defenderle de los indios enemigos que le infestan, cuya osadía y desahogo cada día se experimentan mayores, y que el remedio más eficaz para refrenar los enemigos e impedir la asolación del reino que por tantas partes amenaza, es acudir a los divinos, y que éstos se pidan a S. M. por intercesión del glorioso San Francisco Javier, apóstol de las Indias; acordó su señoría con todos los vecinos de esta ciudad, elegirle y nombrarlo por patrono de todo este reino, protector de la fe y la paz, sus armas y buenos sucesos de ellas, como se hizo, confirmándolo el Illmo. Sr. Dr. D. Juan de Gorospe y Aguirre, del consejo de S. M., obispo de esta diócesis en su día. Y para que todo este reino le tenga por patrono y se le haga fiesta solemne en su día, y se ponga su imagen en todas las iglesias parroquiales, mandaba y manó se despachen mandamientos a todas las justicias de este reino con inserción de este auto para que se pregone y lo tengan entendido, y le hagan fiesta su día, con luminarias la víspera; y los alcaldes mayores que al presente son y en adelante fueren, lo cumplen pena de cincuenta pesos, aplicados a la fiesta del mismo Santo; y este auto se ponga en los libros de cabildo o diputación, para que en todo tiempo conste y se observe; y así lo proveyó, mandó y firmó.- D. Antonio de Oca Sarmiento.- Ante mí.- Francisco García, secretario de gobernación y guerra».



[Muerte del padre Leonor Jatino] En el colegio de Tepotzotlán falleció este año, de 83 de edad, el padre Leonardo Jatino, natural de Marzala, rector de Sicilia; trabajó 30 años en las misiones de Acaxees y Chicoratú. Su genio admirable   —449→   para las lenguas le hacía muy proporcionado para este ministerio. Sabía con perfección siete o más idiomas. Fue maravillosa su pureza de conciencia y su constancia en la mortificación e interior recogimiento. En los 30 años de misiones, no bajó sino una vez al río de Oguera por acompañar a un padre, siendo éste el único desahogo que ofrecía aquel desierto. Jamás se alimentó sino de maíz molido como el más infeliz de los indios, y del pan de sus lágrimas, de que parece haber tenido un don particular. Un cacique del pueblo de Oguera, vuelto ya a la provincia el padre Jatino, dijo a algunos misioneros que habían concurrido al mismo pueblo... ¿Veis allí aquella silla? En ella lloraba todo el día nuestro padre... Quien en las indispensables ocupaciones de una misión hacía tanto lugar al trato interior y comunicación con Dios, ¿qué haría en el ocio santo y regularidad de un noviciado por espacio de 23 años que en él vivió? Esta abstracción y modo de vida puramente interior, nos privó a los ojos de los hombres que solo podían admirar aquella regularidad, aquel retiro y aquella uniformidad de operaciones virtuosas todas; pero cuyo mayor realce y hermosura era todo interior. Murió con opinión de uno de los hombres más espirituales y más perfectos que ha tenido la provincia, el día 26 de abril.

[Expedición a California] Se trataba en este tiempo con calor de una nueva expedición a la California, que prevenía a su costa el capitán don Francisco Lucenilla. Partió efectivamente de Matanchel con dos navíos para el cabo de San Lucas, de donde pasó a hacer asiento al puerto de la Paz. Llevaba consigo dos religiosos franciscanos llamados fray Juan Caballero y fray Juan Ramírez, que procuraron atraer a los naturales del país, y sembrar en sus ánimos la semilla del Evangelio; pero como la causa común y de la religión no se liga bien con otros particulares intereses, cuanto trabajaban por su parte los siervos de Dios en la pacificación e instrucción de aquellas gentes, se deshacía por otro lado con el ejemplo y la insaciable codicia de los demás españoles, que por todos los medios posibles no procuraban sino enriquecerse a costa de aquellos infelices. Así tuvo esta expedición el mismo éxito que las antecedentes. Prosiguiendo en reconocer la costa, una violenta tempestad maltrató de suerte los dos barcos, que hubieron de arribar a una rada cerca de la embocadura del Yaqui. Los dos religiosos, deseosos siempre de emplearse en la conversión de los indios infieles, atravesando las vastas provincias   —450→   de Sinaloa y Culiacán, vinieron a salir por Acaponeta a la provincia del Nayarit, de cuya conversión se encargó después la Compañía de Jesús, y en que de paso bautizaron algunos indios. Hace memoria de este viaje a la California, y después al Nayarit el reverendísimo Betancourt en la cuarta parte de su Teatro mexicano, tratado quinto, capítulo primero. Y aunque sus palabras algo obscuras dieron sospecha de algún equívoco al autor de los afanes apostólicos, nosotros hallamos la relación del erudito franciscano muy conforme a los antiguos manuscritos y relaciones a aquel tiempo, con la diferencia sola del año que el Teatro mexicano dice ser de 1667, en lo cual pudo haber un pequeño equívoco, atribuyendo al segundo viaje de don Bernardo Pinadero en 67, lo que debía decirse del primero de don Francisco Lucenilla, acontecido en el año de que vamos tratando.

[Décima sétima congregación provincial. Año de 1668] Por el mes de junio, concluidos los tres años del padre Francisco Carboneli, le sucedió en el cargo de provincial el padre Pedro de Valencia, rector que había sido del colegio máximo el trienio antecedente. Uno de sus primeros cuidados fue la convocación de congregación provincial, de que por el próximo noviembre se cumplían ya los seis años. En ella, siendo secretario el padre Manuel de Arteaga, fueron elegidos procuradores el día 5 de noviembre los padres Francisco de Florencia, catedrático de vísperas de teología en el colegio máximo, y Ambrosio Adrada, rector y maestro de novicios en el colegio de Tepotzotlán. El padre Francisco de Florencia era un hombre muy a propósito para dar un gran crédito a la provincia en las dos cortes a que iba destinado por su religiosidad, por sus letras y por la grande instrucción todos los asuntos de nuestra Compañía en la América, como lo mostró bien en el trabajo que emprendió después de su vuelta, y es el único volumen impreso que tenemos de esta provincia. Hemos hecho aquí este pequeño elogio, porque no parezca que el no haberlo seguido o en el método, o en algunas particularidades de lo que llevamos escrito, es por menos estimación que hagamos de un sujeto distinguido y benemérito.

[1669] El siguiente año de 1669 no ofrece cosa alguna digna de particular memoria en lo interior de la provincia. En este medio tiempo desde el año de 64 hasta el presente, habían muerto en México los ilustrísimos señores arzobispos don Alonso de Cuevas Dávalos y don fray Marcos Ramírez. El poco tiempo que sobrevivieron a su promoción, el uno a la mitra de Oaxaca, y el otro a la de Michoacán, no ha ofrecido en la   —451→   serie de la historia ocasión alguna para pacer memoria de su nombre y gobierno; sin embargo, el singular afecto de uno y otro a la Compañía, no nos permitió pasar adelante sin este agradecido recuerdo, habiendo el primero honrado los estudios del colegio máximo, y favorecido tanto el segundo al colegio de Valladolid. Para sucederle en esta iglesia catedral, fue destinado el ilustrísimo señor don fray Payo Enríquez de Rivera, del orden de San Agustín, obispo de Guatemala. Muerto a poco tiempo don fray Marcos Ramírez fue promovido a la mitra de México sin haber llegado aun a Michoacán, en que le vino por sucesor el ilustrísimo y reverendísimo don fray Francisco Sarmiento de Luna del mismo orden de San Agustín.

[Patrocinio de San Francisco Javier] Ya que hemos referido en el año antecedente la solemne jura de San Francisco Javier por patrono de la Nueva-Vizcaya, nos será necesario referir aquí algunos efectos de su poderoso patrocinio. No es menos el haber comenzado desde luego a descaecer las fuerzas de los enemigos tobosos y cabezas, introducirse entre ellos pequeñas discordias, y deshacerse de aquella liga perniciosísima en que habían vivido tanto tiempo. Las pocas hostilidades que emprendieron después, tuvieron suceso muy contrario a sus deseos, saliendo de todas con pérdida. Esta repentina mudanza sin aliento a don Juan Antonio de Sarria, alcalde mayor y teniente de gobernador y capitán general de las provincias del Saltillo y villa de Parras para juntar tropa y acometer a los enemigos ya amedrentados en sus mismas rancherías. Se preparaba con ardor para esta expedición, cuando llegaron de la villa de Parras muchos indios del valle de Coahuila, diciendo, que venían solamente a noticiarle las cosas maravillosas que se habían visto en sus tierras, y que pondremos aquí con las palabras mismas de dicho alcalde mayor, en carta escrita a don Antonio de Oca, gobernador y capitán general de Nueva-Vizcaya, fecha a 3 de setiembre de 1669. «No excuso (dice) participar a V. S. una novedad digna de reparo que acaban de traerme muchos de los indios vecinos de Cuahuila, a que han venido solamente, y es que dicen haberles aparecido una visión o aspecto que no han podido distinguir, ni ver su rostro, sino solo los resplandores, y algo de sus vestiduras, aunque en confuso, y que estando en el aire media vara suspenso, les enseñaba a persignarse y a rezar, y les amonestaba que fuesen cristianos de corazón, amigos leales de los españoles y vasallos del rey, y adorándole ellos como a Dios no lo permitía, sino les decía que aquello no lo habían de hacer sino con Dios, que estaba   —452→   en lo alto, y que viniesen a decir a los españoles lo que había pasado, porque habían de ir a castigar a los enemigos y éstos lo habían de ver como ellos lo habían visto el día del asalto. Que por señal de esta verdad les dejó un libro en que estaba pintada una cruz dorada, y queriéndolo traer a enseñar a los españoles, no lo pudieron conseguir porque dicen que se les hacía muy pesado. Dicen más: que no creyendo esto una nación de las que estaban congregadas con las demás, y apartándose de ellas, había habido tal tempestad que los hizo volver; pero están consolados, y a esa novedad dicen que ha salido mucha gente amiga que está congregada en dicho valle de Cuahuila; y como quiera, señor, que esta nueva, aunque enteramente no le demos crédito, es apoyada y dicha a una voz, sin rozarse por tantos indios como vinieron con ella, puede ser muy contingente que esta visión que tuvieron fuese del apóstol S. Francisco Javier, a quien V. S. ha proclamado por patrón de la gentilidad, esté ya destinado de la mano de Dios, para que este barbarismo se convierta y reduzca, poniendo logro a los desvelos de V. S. en esta parte».

Hasta aquí el capítulo de carta de don Juan Antonio Sarria, cuya calificación dejamos al juicio y piedad de nuestros lectores. La verdad de la predicción se confirmó después con el éxito feliz de la jornada, testificando los indios haber visto lo mismo que habían asegurado los de Coahuala. Sea de esto lo que fuere, el gobernador y capitán general, reconociendo el brazo poderoso de Dios en su favor por la intercesión de San Francisco Javier, tanto en el próspero suceso de sus armas como en la cuasi milagrosa salud que obtuvo después de un dolor de costado, se apresuró en perfeccionar una capilla que a honor del santo hacía labrar en San José del Parral. La adornó magníficamente y se decidió con la solemnidad y grandeza que pudiera en la más populosa ciudad, el día 3 de diciembre.

No era solo el gobernador el que confesaba deber la vida a la protección del santo, había muy a los principios del año vuelto a prender la misma epidemia en Durango. No tardaron los vecinos en recurrir a su nuevo patrón. Determinó el señor obispo y la ciudad se hiciese un novenario a San Francisco Javier celebrando el primer día a sus expensas Su Señoría Ilustrísima, y consecuentemente el señor gobernador, cabildos, religiones y gremios distinguidos de los ciudadanos. Se hizo desde luego muy de notar, que desde el día primero del novenario, ninguno murió de los   —453→   enfermos, si no fue un virtuoso sacerdote, y singular venerador de San Francisco Javier. Éste, hallándose con una maligna indisposición fue a decir misa en el altar del santo uno de los días de la novena, pidiéndole le alcanzase del Señor lo que más conviniera a su salvación. Inmediatamente vuelto a su casa se halló con todos los síntomas del contagio. Reconoció la mano superior que le enviaba aquella enfermedad, y persuadido vivísimamente a que era la última de su vida, se dispuso con la más escrupulosa diligencia, y partió de este mundo dentro de pocos días, dejando señales nada equívocas de su predestinación.

[1670] Es muy semejante a éste, aunque con más notables circunstancias de milagroso, el favor que debió al mismo Santo otro sujeto en la ciudad de Veracruz: era éste el bachiller don Juan de Santiago, clérigo de menores órdenes, y singularmente devoto del grande apóstol de las Indias. Con ocasión de la imagen, de que hicimos memoria poco antes, era grande el fervor con que toda aquella ciudad veneraba a San Francisco Javier. Por otra parte, se aumentaba con la fama de los milagros obrados por su intercesión en México y en otras partes, y que para promover su culto había recogido en un libro la congregación mexicana. Todo esto excitó en el piadoso eclesiástico la idea de ver en su patria un cuerpo semejante, de eclesiásticos y, seculares empleados en el obsequio de su amado Santo. Para este efecto hizo viaje a México, y alcanzó del primicerio de aquella congregación que pudieran incorporarse en ella sesenta y seis vecinos de Veracruz, la mitad eclesiásticos y la mitad seculares; dispensando con él la venerable congregación en darle el título de primicerio, aunque no era sacerdote, en atención a ser fundador de aquella piadosa junta.

[Congregación de San Francisco Javier en Veracruz] Obtenida del mismo modo la licencia del ilustrísimo señor don Diego Osorio de Escobar, obispo de la Puebla, se estableció la dicha congregación en nuestro templo, siendo rector el padre Antonio de Mendaña en 19 días del mes de enero de 1670. Los ejercicios de los congregantes eran los mismos que en la congregación de México; visitas de cárceles y hospitales, distribución de alimentos y algunas limosnas en determinados días, frecuencia de sacramentos y acto de contrición, con un devoto crucifijo por las calles una de las noches de cuaresma. Devotísimo ejercicio que introdujo en México el venerable padre Diego Luis de Sanvitores, y que hasta ahora constantemente se practica con fruto en Veracruz y en otras partes.

Tanto había trabajado en obsequio de San Francisco Javier el piadoso   —454→   primicerio de su congregación don Juan Santiago, y solo parecía faltar al colmo de sus deseos verse ordenado de sacerdote, como porfiadamente había pretendido muchas veces; pero era cosa maravillosa que en cuatro ocasiones que se había puesto en camino para Puebla en orden a este fin, otras tantas había enfermado gravemente y se había visto obligado a desistir volviendo a Veracruz, en que otras tantas veces había por medio de la reliquia de San Javier recobrado la salud. Esto le hizo nacer el pensamiento de que quizá no le convenían para su salvación los sagrados órdenes. Fundada ya la congregación, y creyendo que podría servir a ella y a su amado patrón mucho más en el estado del sacerdocio, se resolvió a ponerse de nuevo en camino para Puebla; pero antes encomendó y quiso que otras personas devotas encomendasen también al Santo aquel negocio; suplicándole que si para el servicio de Dios le convenía ordenarse, le favoreciese por quinta vez en aquella jornada, y si no, que le alcanzase de Dios lo más conveniente a su salvación. Entre tanto disponía con calor su viaje, cuando la víspera de emprenderlo, se halló acometido de una violenta enfermedad. Reconoció por esta seña que no le quería el Señor para el estado del sacerdocio, y que le convenía morir en aquellas circunstancias. La seguridad y aun la alegría con que repetía esto muchas veces, y los fervorosísimos afectos con que desde aquel mismo punto comenzó a prepararse para la muerte, no dejó dudar que San Francisco Javier le daba tan claras prendas de su predestinación, y que Dios le llamaba para sí, como efectivamente lo llevó en pocos días con notable edificación de toda la ciudad.

La devoción de San Francisco Javier, cuyos buenos efectos hemos visto en Guadiana y en Veracruz, parecía ser por este tiempo un espíritu de salud y de piedad que se había derramado por todo el mundo. En la Europa, en la Asia y en una y otra América era general la aclamación, y constante la fama de sus prestigios. La bella imagen del santo que venera la congregación mexicana, era una fuente inagotable de beneficios, y creció mucho más su culto después que se extendió su patrocinio a otras ciudades de este continente. En Tepotzotlán se dio principio este año con previa licencia del excelentísimo señor marqués de Mancera al templo de nuestro colegio, dedicado al mismo santo, y en que resplandece hasta hoy la cristiana piedad y magnificencia de la nobilísima señora doña Isabel Pizarro, y de su hijo el padre Pedro de Medina, que asignó para la fábrica una gran parte de su opulento patrimonio,   —455→   y renunció el derecho de patronato su virtuosa madre, que había tanto concurrido de su parte a la perfección del edificio.

Fue sin duda obsequio mucho más agradable al Santo Apóstol de las Indias, el que se le dio por este tiempo en las misiones de Sinaloa. Dejamos escrito por los años de 1632, como los guazaparis y varohios, habitadores de la Sierra Madre que dividía la Taraumara, de la provincia de Chinipas, habían dado inhumanamente la muerte a los padres Julio Pascual y Manuel Martínez. Repartidos entonces los chinipas y parte de los guazaparis y varohios que se habían reducido, parte por temor del castigo y parte por las exhortaciones de los padres a diferentes pueblos y rancherías de los hichucios y sinaloas, la mayor parte se habían ocultado en los montes en que por espacio de treinta y ocho años, con la comunicación de los gentiles se habían confirmado en su apostasía, y borrádose entre ellos aun las ideas más comunes del cristianismo. Administraba por este tiempo el partido de los tzoes el padre Álvaro Flores de la Sierra, varón apostólico y de unos modales muy dulces con que se hacía amar de los salvajes, y especialmente de los varohios que con frecuencia solían venir a sus pueblos a visitar a sus parientes cristianos. El industrioso misionero supo valerse tan bien de cuantas ocasiones se ofrecían de obsequiarlos, que insensiblemente los emperró en pedir el bautismo. Se les hizo esperar por mucho tiempo esta gracia para probar su sinceridad y la constancia de sus propósitos. Se bautizaron finalmente con gran solemnidad y regocijo en considerable número y con tanta elección, que fueron en lo sucesivo otros tantos catequistas y apóstoles de sus gentes. No teniendo el misionero oportunidad de pasar a sus rancherías sin desamparar su rebaño, y sin contravenir a las repetidas órdenes de Su Majestad y de los padres provinciales, de que no se emprendiesen nuevas conversiones sin noticia de los señores virreyes, y temiendo por otra parte que vueltos a ellas propinasen con supersticiones el sagrado carácter del bautismo, determinó fundar de los nuevamente convertidos un pequeño pueblo, que llamó San Francisco Javier de Babuyaqui, encomendando particularmente al Santo aquella nueva cristiandad. Este pueblo, por estar a la boca de la sierra enmedio del camino, a los pueblos antiguos que admiraba el padre Sierra, disminuía tanto a los neófitos, como al misionero, mucha parte de la dificultad para su asistencia. Era también una frontera para la gentilidad de toda aquella serranía, y desde donde se podría, con el tiempo, emprender su entera reducción, y justamente   —456→   un lazo y una red saludable en que caían insensiblemente muchas almas de guailopos, temoris, guazaparis, varohios, maguiaquis y otras naciones vecinas y confederadas. Con efecto, jamás iba el ministro a su nueva población que no tuviese el consuelo de bautizar a muchos, instruidos suficientemente por sus catequistas. De esta manera creció tan considerablemente aquella nueva iglesia, y se concibieron tan bellas esperanzas de ver presto reducidas todas las dichas naciones, que el padre Álvaro Sierra se vio precisado a escribir al padre provincial para que enviase nuevos operarios a aquella mies madura ya para la siega.

[1671. Canónica erección de la esclavitud de los Cinco Señores] Estas mismas instancias repitió aun con mayor fuerza el año siguiente con fecha de 26 de junio, en ocasión de haber tomado el gobierno de la provincia el padre Andrés Cobián, misionero que había sido muchos años de la misma provincia. Añade en esta carta las vivas representaciones y constantes deseos del bautismo que mostraban los bárbaros tubares, nación numerosa y de naturales muy dóciles en aquella parte de la sierra que divide a Sinaloa de la provincia de Parras. Vienen (dice) muy a menudo muchos a este pueblo de los tzoes; viven con regularidad y respetan a los padres como los demás pueblos cristianos, y se han bautizado ya algunos adultos y párvulos. Fomentaba las piadosas intenciones del padre Álvaro Sierra el alcalde mayor de la villa de Sinaloa don Miguel Calderón, hombre piadoso y de muy sanas intenciones. Con ocasión de buscar unas minas, que se decía haber en la vecindad de esta nación, pasó a ella dicho caballero, sirviéndose así la providencia del Señor de los groseros designios de los hombres para la salud de sus redimidos. No halló el buen gobernador los ricos metales que buscaba, pero halló más precioso tesoro en la feliz disposición de los tubaris. [Pretensión de los tubaris] Le recibieron éstos con todos los regalos de su país, y con las mayores disposiciones, y le ayudaron en su intento. Observó la regularidad de sus pueblos, la suavidad de sus genios, bastante viveza y capacidad, y lo principal, muy vivos y antiguos deseos de tener en sus tierras padres que los doctrinasen. En realidad, como hemos escrito en otra parte, era éste el carácter de esta nación. Desde muchos tiempos habían manifestado bastantemente la sinceridad de sus ánimos en ocasión de otra entrada que hizo a sus tierras el famoso capitán Diego Martínez de Hurdaide. Don Miguel Calderón no era menos piadoso que su antecesor, y encantado de la fidelidad de aquellas gentes y de su constancia, escribió al excelentísimo señor virrey Marqués de Mancera,   —457→   y al padre provincial para que se enviasen ministros a los tubaris, más acreedores (decía) a este favor, que todos los otros pueblos de la provincia de Sinaloa. No podemos omitir las palabras con que hablando de ésta y las demás naciones referidas, concluye su carta el padre Álvaro Flores de Sierra. «La empresa (dice) es gloriosa, la felicidad es grande, y la necesidad de estos pobres extrema, pues piden con ansia el pan de la doctrina, y no hay quien se los reparta. Bien son menester cuatro padres, pero aunque venga uno, será de mucha importancia. Yo, aunque tibio y enfermo, me ofrezco a ir con ellos, y si me mandaren quedar allá, lo haré de muy buena gana: lo mismo me atrevo a prometer del padre rector Gonzalo Navarro, de cuyo espíritu, celo apostólico etc., se puede fiar ésta y mayores empresas. Su mucha prudencia, larga experiencia de misiones, y el conocimiento que tiene de estos gentiles que le aman tiernamente, será de mucha utilidad y aun el todo de la obra. Cuando no hubiera otra razón para que V. R. nos dejara al padre en misiones, ésta sola sería urgentísima, por lo cual ruego a V. R. nos dé, a mí y a todos los demás misioneros este consuelo y no prive a estos pobres del bien que pueden tener y tendrán por medio del padre. Por lo que mira al sustento de los misioneros, si no hay otra forma aquí, cooperaremos todos. Yo desde luego cedo la limosna que me cabe, y pasaré como pudiere, y ojalá pudiera ser mi sangre y mi vida de algún provecho para este fin, que la daría de muy buena gana por el bien de estos pobres». Hasta aquí la carta del padre Álvaro Sierra, en que la religiosa hermandad, la obediencia, el desinterés, el celo de las almas y las demás virtudes propias de un misionero apostólico, no pueden pintarse con más vivos colores.

[Nación de los chicuras y sucesos de Sinaloa] No eran menos fundadas las esperanzas que se tenían de la conversión de los chicuras, nación también serrana. La comunicación con los chicoratos, sus vecinos y muy antiguos cristianos, los había atraído a su pueblo, en que este año se habían bautizado veinticuatro. Así se trabajaba aun en Sinaloa contra los pocos restos que habían quedado de la gentilidad. En los antiguos pueblos de cristianos se lograban ya los frutos sazonados de las pasadas fatigas. La epidemia que por este mismo tiempo prendió en el partido de Guazave, manifestó bien la confianza filial con que veneraban a la Santísima Virgen y la protección de la Señora sobre sus amados hijos. A los primeros estragos de la enfermedad pidieron a su ministro cantase una misa, y sacase en   —458→   procesión una estatua muy hermosa y devota que tenían en su pueblo, con tan pronto y feliz suceso que desde aquel mismo día no murió en todo el partido alguno otro de los enfermos, aunque fueron muy pocas las familias en que no entrase el contagio. No podemos omitir la piadosa simplicidad de los ahomes, florida cristiandad que había fundado muchos años antes el padre Martín Pérez de Rivas, como hemos escrito en otra parte. He advertido, dice el padre Tomás Hidalgo su ministro, que habiendo confesado a algunos para morir, en volviendo otra vez al mismo pueblo su padre, madre o hermano del difunto, han venido al confesonario a decirme: Mi hijo me pidió antes de morir, que enviéndote te dijese algunas cosas que se olvidaron en su confesión (que de ordinario han sido muy leves) pero manifiestan con esta sencillez el aprecio que hacen de la otra vida, y los deseos de prepararse bien para la muerte. Muy semejantes eran a éstos en la piedad los tehuecos. El padre Jacinto Cortés, su antiguo ministro, observa en una de sus cartas la santa costumbre que habían introducido las mujeres de este país, y que se miraba ya entre ellas como una especie de obligación, y es que cuando se hallaban en cinta se prevenían desde el octavo mes, confesándose para preocupar los sustos y prisas que no suelen dar lugar a esta cristiana diligencia en los partos dificultosos.

[1672. Muerte del hermano Carlos Martínez] En lo interior de la provincia el día 10 de enero de 1672 falleció en el colegio de Veracruz, en que actualmente enseñaba gramática el hermano Carlos Martínez, joven de muy bellas esperanzas en la literatura y de una madura ancianidad en la virtud, de muy rendida obediencia y exacta observancia de nuestras reglas. Aun sin ser sacerdote manifestaba el ardiente deseo de ayudar a los prójimos, acompañando gustosamente de día y de noche a los padres en las confesiones y otros espirituales ministerios, y ofreciéndose para ellos con extraordinaria alegría. Herido de un pasmo mortal, conoció luego su gravedad, y previniendo la diligencia de los médicos y los padres, se armó con todos los sacramentos, continuando fervorosos coloquios con el Señor crucificado y con su Madre Santísima, hasta que perdió el uso de la lengua, y aun entonces manifestaba su devoto semblante la interior ocupación de su espíritu, y a los cinco días de este ejercicio murió.

[Vuélvese a tratar la fundación en Ciudad Real de Chiapas] En Ciudad Real de la provincia de Chiapas se volvió de nuevo a tratar de la fundación de un colegio. Vivía en aquella ciudad la noble y piadosa señora doña María de Alvarado, viuda del capitán don Andrés Pérez de Aranda; uno y otro singularmente apreciadores de la Compañía.   —459→   Hallándose sin hijos y viendo desvanecidas las esperanzas que de fundar allí la Compañía de Jesús se habían concebido por los míos de 1652, habían tratado entre sí de emplear su caudal en esta obra piadosa, y aun pactado que aquel de los dos consortes que sobreviviese lo ejecutaría así. En consecuencia de este concierto, poco tiempo después de la muerte de su esposo, escribió al padre provincial significándole sus buenos deseos, y haciendo donación de su cuantiosa dote con promesa de añadir aun en lo futuro algunas otras cantidades. El padre provincial, no pudiendo por la distancia de los lugares reconocer por sí mismo las utilidades o inconvenientes de dicha pretensión, encomendó el conocimiento de este negocio al padre Manuel Lobo, sujeto de mucha experiencia y autoridad en Guatemala. No le pareció a éste estar las cosas en disposición de fundar un colegio, y así proponiendo a la noble matrona las dificultades que tocaba, tanto respecto de la Compañía, como de la ciudad, después de agradecerle sus buenos deseos y constante afecto a nuestra religión, la exhortó a que emplease sus bienes en alguna otra obra de piedad, como en un colegio seminario para instrucción de la juventud en Guatemala, o en el mismo Chiapas si le pareciese más conveniente. No desmayó con este desengaño el ánimo de la virtuosa señora; su antigua inclinación, el deseo de cumplir la voluntad de su difunto esposo, las eficaces persuasiones de su hermano el licenciado don Martín de Alvarado, y sobre todo, las de don Juan de Figueroa, con quien poseía en compañía una hacienda de cacao, le movieron a instar en su antigua pretensión con una interior confianza de conseguirla. El dicho licenciado Figueroa, sabiendo que su compañera fomentaba días ha en su ánimo tan útiles designios, no solo le aplaudió y confirmó en su antigua pretensión con una interior confianza de conseguirla, sino que además le inspiró también que agregase la parte que tenía en dicha hacienda de cacao, renunciando él también de su parte la que le tocaba para el mismo efecto; de modo que el patronato de dicha fundación recayese entre ambos. Admitió la señora doña María Alvarado la proposición con sumo regocijo, como quien no tanto aspiraba a la singularidad en la gloria personal, como a la utilidad común que tanto se facilitaba de aquel modo.

Dispuestas así las cosas, otorgó doña María Alvarado su testamento en 2 de julio de este año que tratamos, y el licenciado Figueroa escribió al padre provincial Andrés Cobián, dándole noticia de la nueva determinación y aumento de los fondos, y pidiéndole su beneplácito para   —460→   ocurrir a Madrid y Roma por las licencias necesarias del rey católico y del padre general, cuyo éxito veremos a su tiempo.

Poco antes de estas diligencias se habían practicado en México otras más interesantes a toda la provincia en la dotación del colegio y casa de probación de Santa Ana. Este noviciado, por las circunstancias de su fundación, y por el largo pleito que tuvo que sostener con su fundadora la noble matrona doña Mariana Niño de Aguilar, había venido a tanta escasez, que en una de las congregaciones provinciales, se llegó a tratar de desampararlo. Efectivamente, hubiera llegado a suceder dentro de pocos años, si los superiores conociendo la importancia de un noviciado enmedio de las ciudades más populosas para crear a los jóvenes conforme al espíritu de la Compañía, no hubieran procurado sostenerlo con extraordinarias diligencias. Sin embargo de todas ellas, la decadencia de las rentas fue tanta, que hubieron de retirarse a Tepotzotlán algunos pocos novicios que allí se mantenían, y quedar solos un padre y un hermano coadjutor para guardar el colegio. [Fundación del noviciado de Santa Ana] En estas tristes circunstancias movió Dios el ánimo de don Andrés de Tapia y Carbajal, encomendero por Su Majestad del pueblo de Zacatlán para dotar aquella casa de rentas suficientes, respecto a haberse deshecho la fundación de sus primeros patronos. Trató este asunto con el padre Pedro de Valencia, a quien el padre provincial Andrés Cobián confió su pleno poder en 22 de mayo. Ofrecía para el efecto un ingenio de azúcar que poseía en el pueblo de Teotitlán, obispado de Oaxaca, y unas haciendas de ganado mayor y pan llevar en el pueblo de Zacatlán, de su encomienda. El rédito anual de estas haciendas quiso que se emplease únicamente en el edificio de casa e iglesia, las cuales acabadas se gastase en el sustento de veinte novicios con los padres y hermanos necesarios para su religiosa educación. Se otorgaron las escrituras con todas las formalidades necesarias en 15 de agosto, y en 19 de noviembre se tomó posesión de las haciendas en nombre de la Compañía.

[Carácter de don Andrés de Tapia y Carbajal] Don Andrés de Tapia y Carbajal era un hombre con quien como con Job, parece que había nacido la misericordia, y crecido con él desde la cuna. Uno y otro de sus apellidos indica bastantemente su noble descendencia de los primeros conquistadores de este reino; pero la manifiestan mucho más su religión y su piedad. Desde muy joven tuvo la santa costumbre de mandar decir misas, que muy rara vez era una sola, por todos los difuntos que llegaban a su noticia, sin distinción alguna. De estas misas, que por la ordinaria limosna sueltas (digámoslo así) se   —461→   hallaban en sus libros, montaban a seiscientas mil35. Los principales de cincuenta capellanías para clérigos y diversos conventos componen la suma de ciento doce mil trescientos y setenta pesos. Para dotes de doncellas huérfanas, dejó entre las iglesias catedrales de México y Oaxaca, y algunas casas religiosas de esta ciudad, como santo Domingo, San Felipe Neri y casa profesa, setenta mil pesos, fuera de muchas más a quienes en vida dio dote para el estado del matrimonio, y para el de religiosas en cuasi todos los monasterios de esta ciudad y de la Puebla y Oaxaca. Fincó tres mil pesos, cuyos réditos se emplearon solamente en limosnas de las religiosas descalzas de San Juan de la Penitencia de esta ciudad, y a las de Santa Clara de la Puebla. Para limosnas de monjas dejó también otros cuatro mil pesos y cuatro casas, y fuera de eso, del remanente de sus bienes, mandó se diesen cinco pesos y cuatro varas de Ruán a todas las religiosas pobres de los conventos de México, Puebla, Oaxaca y villa de Atlixco. En estas mismas ciudades y el pueblo de su encomienda, mandó se hiciese nómina de pobres, a quienes se repartieron en reales cuarenta y siete mil novecientos y setenta y un pesos, y mil novecientas ocho varas de dicho género. Añadidas a esto las grandes cantidades repartidas por su mano a mendigos y vergonzantes, la donación que acabamos de referir y otras innumerables obras pías, en que tuvo gran parte en diferentes ciudades, se hallará un tesoro opulentísimo que manó siempre para beneficio común entre las manos del piadoso fundador de San Andrés.

[Muerte del padre Bartolomé Castaño] A fines del año murió en la casa profesa con no menos opinión de santidad que fama de cristiana elocuencia el padre Bartolomé Castaño. Sucedió al apostólico padre Pedro Méndez en la misión de los sisitotaris y sahuaripas, y adelantó las espirituales conquistas hasta el valle de Sonora, donde fue el primero que llevó la luz del Evangelio. Una cristiandad tan numerosa y florida, no merecía sin duda menor fundador y menor padre. Entre los salvajes mendigó por mucho tiempo su alimento de choza en choza, como el más triste de los indios. Acomodándose en todo a su rusticidad por ganarlos mejor a Jesucristo, tomó para sí una casilla tan estrecha e incómoda, que apenas podía entrar sino arrastrándose. Hablaba sus diferentes idiomas con tanta perfección, no solo en la propiedad de las voces y variedad de los acentos,   —462→   pero aun en el tono y gesto que acompañan ellos a las palabras, que junto a esto el color moreno de su rostro, entonces más tostado con los soles por su vivienda y sus alimentos, llegaron a creer los naturales también que era indio, y comenzaron a despreciarle. Esto movió a los padres visitadores y demás misioneros a hacer con el padre delante de los salvajes algunas extraordinarias demostraciones de veneración y respeto que los sacase de su error. Vuelto a México tuvo por veintiséis años la congregación del Salvador con tanto lustre y honor de la Compañía, y lo que es más, con tan general y constante fruto de sus oyentes, que informado nuestro muy reverendo padre general Juan Pablo Oliva, le dio las gracias en carta escrita particularmente al padre el año de 1665. A las ordinarias tareas de su congregación, añadió la explicación de doctrina cristiana los jueves; ocupación de que se formó después de algunos años congregación distinta, que hasta hoy permanece con esplendor. Murió con sentimiento común de la provincia el día 21 de diciembre.

[1673. Muerte del padre Andrés Cobián] A la mitad del año siguiente de 1673 falleció en la misma casa el padre Andrés Cobián que actualmente gobernaba la provincia con general aplauso. Era natural del puerto de Santa María, de donde pasó muy niño a Nueva-España, y fue educado en el colegio real de San Ildefonso. Observó constantemente con los de casa y los de fuera una lisura e ingenuidad que le hacía muy amable. Trabajó por más de diez y seis años en los colegios de Pátzcuaro y Valladolid en cultivo de los indios tarascos que le admiraban en su idioma. Sacado de allí para el gobierno de diferentes colegios, se condujo en todas ocasiones con admirable prudencia. Era muy circunspecto y maduro en sus resoluciones, y sabía valerse diestramente de la severidad o del disimulo para la enmienda de las faltas domésticas. Su integridad y expedición en los negocios movió a los reverendos padres del orden de predicadores de esta provincia mexicana a nombrarlo por su juez conservador en ciertas controversias en que actualmente entendía cuando le arrebató la muerte el día 2 de junio, al principio del tercer año de su provincialato. Las dos ilustres religiones de Santo Domingo y San Francisco, pretendieron encargarse de su funeral, y cedió finalmente la de Santo Domingo al reverendo comisario de San Francisco, que había primero pedido el cuerpo. Por su muerte se abrió el pliego casu mortis, y se halló nombrado provincial el padre Manuel Arteaga que prosiguió el año restante.

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Fue este año, de 1673, muy feliz y memorable para la misión de Tarahumares después de las revueltas y sediciones pasadas, en que con muerte de los dos padres Cornelio y Bendin, y Jácome Antonio Basile se había enteramente arruinado la cristiandad de Papigochi, no se había vuelto a pensar en nuevas conversiones. [Restablecimiento de nuevo tarahumares] Los pueblos y naciones aun no cristianas, estaban o confederadas con los tobosos y cabezas que mantenían obstinadamente la guerra, o atemorizadas o fugitivas de toda la vecindad de españoles y pueblos vecinos por no tener parte en el castigo de los malhechores. Así que, en los veinte años antecedentes no había sido poco trabajo el de mantener en paz a los pueblos antiguos contra las vejaciones y solicitaciones de los gentiles y apóstatas, conjurados contra el nombre español. Después que por la protección singular de San Francisco Javier, comenzaron a disminuirse las fuerzas de los enemigos, y hubieron de ceder a la industria y al valor del teniente gobernador don Juan Antonio de Sarria, se comenzó a pensar inmediatamente en el restablecimiento de la misión arruinada, y en la formación de otras nuevas. A don Antonio de Oca Sarmiento, había sucedido en el gobierno de la Nueva-Vizcaya don José García de Salcedo, no menos cristiano que él, ni menos deseoso de contribuir a la quietud de los infieles. Para el día de San Gerónimo, a quien estaba consagrado el pueblo de Huexotitlán, se determinó tener allí una junta en que se tratase de la forma que se había de tener para entrar en la gentilidad y fundar en ella misiones estables. Concurrieron el dicho señor gobernador y su teniente don Francisco de Agramonte, alcalde mayor del Parral, con los diputados y regidores de aquella villa, y de parte de los mineros don Juan de Saliases, sargento mayor, y los capitanes don Diego de Quiroz y don Pedro del Pozo. Se hallaron igualmente presentes los dos vicarios eclesiásticos don Juan Ignacio Leiton y don Juan Tello con algunos curas, y los padres Gerónimo de Figueroa, superior de aquellas misiones, Gabriel del Villar, ministro de San Gerónimo, Pedro de Escalante de San Miguel de las Bocas, Martín del Prado de San Pablo y Francisco Valdés de San Felipe, y dos nuevos misioneros, que eran el padre Fernando de Barrionuevo y Juan Manuel de Gamboa. De parte de los indios concurrieron los principales caciques de las dos naciones, Tepehuana y Taraumara y en nombre de todos, el cacique don Pablo muy respetado de una y otra nación, antiguo fervoroso cristiano, a quien no sin particular providencia en medio de los continuos peligros a que lo expuso su fe en las sediciones   —464→   pasadas, había conservado el Señor para aumento de la religión y para salud de los suyos.

Congregados todos y animados de un mismo espíritu de contribuir con todo su esfuerzo a la reducción de los gentiles y a la tranquilidad de todo el reino, el padre rector de aquellas misiones propuso, como a las piadosas instancias del señor gobernador y de los mismos caciques taraumares había el padre provincial enviado aquellos dos nuevos ministros con solo el designio de que entrasen a las pasiones de gentiles, cuya conversión en aquellos veinte años se había interrumpido a causa de la rebelión y continua inquietud en que los apóstatas y naciones coligadas habían tenido la provincia; que el único fin de la Compañía era la salud de las almas, por cuya causa se exponían a todas las incomodidades del cielo, y del terreno, de que ellos mismos eran testigos, y aun de haber visto a los fervorosos ministros dar su vida inocente a manos de los bárbaros; que este fin altísimo de nuestro instituto era también lo que principalmente intentaba la piedad de nuestros reyes católicos en el descubrimiento de nuevos países, y en la conservación de tantos presidios a costa de su real hacienda. Insinuó con bastante sagacidad algunas de las causas del pasado alzamiento, de que en vano se procuraba echar la culpa a la inconstancia y perfidia natural de los indios; pintó vivamente el infeliz estado del reino y de toda aquella cristiandad en los años antecedentes, y concluyó exhortándolos a cooperar a las intenciones de Su Majestad en la conversión, reducción y pacificación de las naciones vecinas de gentiles, a la cual estaba también vinculada la felicidad de todo el reino, la seguridad de los caminos, la libertad del comercio, el corriente de sus minas, y todos los intereses particulares que les podían ser amables. Concluido este discurso, y propuesto por el señor gobernador el plan que había formado de las nuevas misiones, respondieron todos a una voz que así convenía para el bien de las naciones y provecho común del reino, y que en cuanto se les pidiese de parte de su señoría ayudarían a la Compañía de Jesús para un asunto tan glorioso. El cacique don Pablo en nombre de los demás que se hallaban presentes y de toda la nación Taraumara, añadió por lo tocante a la conducción de los padres elección de los puestos, edificio de sus casas, y otras cosas semejantes, descuídase su señoría que él se hallaba en ánimo de hacerlo todo, asistir personalmente a los padres y congregar las rancherías dispersas de los suyos y atraerlos a formar pueblos en que fuesen doctrinados. El gobernador,   —465→   en nombre del rey, agradeció al anciano cacique tan generoso ofrecimiento, y luego al despedir la asamblea, queriendo mostrar el respeto debido a los ministros de Dios, en presencia de todo aquel concurso se arrodilló a querer besar los pies a los misioneros, acción en que lo imitaron los demás españoles seculares y caciques presentes. Se continuó por tres días la fiesta con el mayor concurso y regocijo que jamás se había visto en aquellas regiones, y pasados, se comenzó luego a dar orden para que los dos padres Fernando de Barrionuevo y Juan Manuel de Gamboa partiesen a su destino. Partieron efectivamente el día 1.º de noviembre acompañados del cacique don Pablo, y algunos españoles y naturales con el próspero suceso que veremos adelante.

[Envíase ministro a los guazaparis y varohios] No se recibió por este tiempo menor consuelo en Sinaloa con la llegada de cuatro nuevos operarios, de los cuales alguno o algunos pudiesen emplear en la reducción de los guazaparis y varohios, de que se tenían tan bien fundadas esperanzas. El padre Álvaro Sicera que había emprendido esta conquista, formado el nuevo pueblo de San Francisco Javier de Babuyaqui, y solicitado los nuevos misioneros, fue constituido visitador general de las misiones, cargo en que solo se hallaba el motivo de consuelo, de que podía servirse de esta autoridad para dejar sólidamente establecida aquella nueva iglesia, fruto de sus fatigas. Destinó luego para Babuyaqui a uno de los cuatro nuevos misioneros dándole todas las instrucciones convenientes que le habían enseñado el trato de aquella nación, y la larga experiencia de veinticinco años de misiones. Con tan prudente dirección y fervorosa cooperación del ministro, cada día se aumentaba considerablemente el número de los bautizados. Se comenzó la fábrica de la iglesia (aunque pequeña) que suele ser el medio más eficaz para fijar la inconstancia de los salvajes y asegurar la subsistencia de los pueblos. El ministro, entre tanto, se disponía dentro (digámoslo así) de sus mismas trincheras. Todo parecía correr rápidamente al fin que se deseaba, cuando arrebató la muerte al padre visitador Álvaro Flores, que era como el espíritu que animaba y movía aquella santa empresa. Por su muerte mandaron los supervisores al padre que estaba en San Javier de Babuyaqui, que tomara a su cargo los tres pueblos que administraba el difunto, y que a su ejemplo no se desamparase enteramente la nueva población de Babuyaqui, dejándose ver allí algunas veces para conservar aquel puesto siempre ventajoso, y mucho más en las presentes circunstancias. Con este   —466→   contratiempo venían a quedar las cosas en el estado antiguo, pero la altísima Providencia por unos medios tan lentos y aun tan contrarios al parecer, disponía la conversión de toda la nación, como veremos en la serie de los años.

[Visita del licenciado Ugarte] Todo el fervor con que actualmente se trabajaba en estas y semejantes operaciones, estuvo para apagarlo, y aun para trastornar enteramente todas las misiones de Sonora y Sinaloa, un pequeño incidente que sobrevino a los principios del año. El venerable deán y cabildo de la santa iglesia catedral de Guadiana (Durango) sede vacante por muerte del bachiller ilustrísimo señor don Juan de Gorospe y Aguirre, había destinado por visitador de la diócesis al bachiller don Tomás de Ugarte. En cualidad de tal, pasó éste al colegio de Matape para comenzar desde allí la visita de las misiones que en Sonora y Sinaloa administraba la Compañía. Fue recibido del padre visitador Álvaro Flores que vivía aun, y del padre rector de Matape Daniel Ángelo Marras, con las mayores muestras de urbanidad; pero conociendo que intentaba proceder a la visita de aquel y demás partidos; se le presentaron les cédulas de Su Majestad pasadas por el real consejo (de Indias) y ejecutoriadas y mandadas observar por la real audiencia de Guadalajara, en que el rey nuestro señor concede a nuestras misiones el privilegio de no poder ser visitadas si no por los ilustrísimos señores obispos en persona, y no por algún otro juez inferior, de cuya jurisdicción enteramente los exime. Sin embargo de esta representación y exhibición de cédulas y reales provisiones, juzgó el visitador que se hallaba con derecho de proceder, por ser, decía en su auto, dichas cédulas despachadas en perjuicio de la jurisdicción eclesiástica episcopal, y sin citación de parte. Demás de que di cho privilegio estaba derogado per non usum, no habiéndose valido de él en otros actos que se habían hecho en contra, ni estaban tampoco confirmadas dichas cédulas por los reyes católicos siguientes. Por tanto, mandaba que dentro de veinticuatro horas se entregasen los libros y demás cosas tocantes a la visita, conminando con censuras y demás rigor del derecho.

No fue difícil al padre Ángelo Marras satisfacer sólidamente a estas razones. Respondió que dichas cédulas nunca podían perjudicar al derecho eclesiástico, siendo despachadas por el rey católico como delegado de su Santidad en estos reinos, y como patrono de las iglesias, cuyos fueros siempre se debía creer que amparaba y no destruía, y siendo expedidas, como protestaba Su Majestad, para el mejor gobierno y administración   —467→   de los pueblos; que para impetrar semejantes provisiones, cuando no son contra algún particular, no se requiere citación de parte alguna, habiendo en todas las audiencias un fiscal de Su Majestad que represente y mire por su derecho, regalías a la corona y patronato real a quien pertenece la protección del fuero eclesiástico; que dicho privilegio no podía decirse estar derogado per non usum, pues hasta entonces en cerca de cuarenta años no había sido enviado visitador alguno a la Sonora y Sinaloa, sino el licenciado don José de Oliva, deán de la santa iglesia de Durango, contra cuyos procedimientos se había protestado en tiempo y no debían pasar perjuicio, ni impedir la posesión; que los tres señores obispos que habían en sesenta y más años entrado en Sinaloa, no eran comprendidos en las reales cédulas, y así de sus visitas no podía formarse argumento; que aun estos ilustrísimos pastores, bien satisfechos del celo y regularidad de los misioneros jesuitas, no habían querido permitir que se le mostrasen los libros de bautismos, etc., que finalmente, las leyes, autos y cédulas de los reyes antepasados obligan siempre mientras no se revocan expresamente por sus sucesores, y no necesitan nueva confirmación o refrendación, o nueva concesión, sino cuando son de aquellos privilegios que expiran con el tiempo. Don Tomás de Ugarte, hombre prudente y tal como lo necesitaba el empleo que le había confiado el ilustre cabildo, no dejó de conocer el peso de estas razones y los inconvenientes que se seguirían a querer empeñarse con calor en la prosecución de esta controversia; así es que en 6 de febrero de 1673 proveyó nuevo auto, en que reservando para mejor ocasión exponer, ante juez competente las razones que le favorecían, suspendía y suspendió la dicha visita en aquel y los demás partidos a cargo de la Compañía, y que a ésta se le diese un traslado de dicho auto. Así feneció tranquilamente una disputa y competencia que en otras circunstancias pudiera haber tenido consecuencias muy fatales.

[1674. Misiones circulares de Puebla y Michoacán] Mientras así se trabajaba en las misiones de los gentiles, no se hacía menos fruto en las diferentes ciudades del reino con misiones circulares. A petición del ilustrísimo señor don Diego Osorio de Escobar pasó el año de 1674 a hacer misión a la Puebla al padre José Vidal. La autoridad que este varón apostólico se había adquirido sobre todo género de gentes, y el ejemplo de su vida irreprensible, le hacía andar continuamente de unos a otros lugares evangelizando el reino de Dios. Había ya por este tiempo desembarazádose de la cátedra de teología para ocuparse en este ministerio en que Dios quería servirse de él para la   —468→   salvación de muchas almas. Fue singularmente copioso el fruto no de esta misión, como se refiere en su vida, y el señor obispo escribió las gracias al padre provincial con palabras muy expresivas de la alta idea que el padre José Vidal había merecido a su ilustrísima. Este mismo ministerio ejercía con bastante aceptación y común utilidad en el obispado de Michoacán el padre Juan Mendo a instancia del ilustrísimo señor don Francisco Sarmiento de Luna, del orden de San Agustín. Apenas en alguna otra parte de la América habían sido tan constantes y fructuosos los trabajos de nuestros operarios, como entre los indios y vecinos de esta diócesis. Desde la fundación del colegio de Pátzcuaro jamás habían faltado misioneros insignes que cultivasen aquel campo. El padre Gonzalo de Tapia empleó allí las primicias de aquel celo que lo llevó después a dar la vida por Jesucristo. Los padres Juan Ferro, Ambrosio de los Ríos y Gerónimo Ramírez, se mirarán siempre como perfectos ejemplares de misioneros apostólicos. El padre Juan Mendo seguía exactamente las huellas de estos grandes hombres. El crucifijo, el brevario y algunas estampas y cosas de devoción eran todo el año de sus misiones. En los pueblos y lugares donde no había colegio, aun importunado de los beneficiados y de otras personas, jamás admitió más casa que el hospital. Era admirable su desinterés, celo y constancia en el confesonario, su fervor y energía en el púlpito. Bendecía el Señor sus fatigas con muchas y ruidosas conversiones que le atrajeron veneración. Entre otras cosas con que Dios le animó este año al ejercicio penoso de las misiones, uno fue que después de haberse recogida ya el padre en el hospital, como lo tenía de costumbre, llegó a tocar a la puerta un forastero. Eran más de las diez de la noche, y sabiendo que quería confesarte, se salió el padre a preguntarle si estaba enfermo, ¿y por qué había dejado la confesión para aquellas horas? Yo (lo respondió) estoy gracias a Dios bueno y sano, aunque habiendo oído los sermones de estos días había propuesto confesarme, pero no pensaba hacerlo sino hasta el fin de la misión. Esta noche he sentido unos impulsos tan extraordinarios, que no me han dejado sosegar, y confiado en la caridad de Vuestra Reverencia he venido a darle esta molestia. Oyole el padre con singular consuelo por la bella disposición que mostraba en la humildad de las expresiones y copia de sus lágrimas. [Caso raro] Volvió a su posada el buen hombre, y el padre se recogió a su descanso. Fue cosa extraña, que sin haber precedido motivo alguno de disgusto, antes sí una constante amistad entre dicho forastero y su huésped, aquella misma   —469→   noche le dio muerte. Muchos otros semejantes casos acontecían y acontecen siempre en estas misiones, que omitimos por evitar fastidio a los lectores.

[Misión a la Habana] Se repitió a principios de este año la misión a la Habana. Aquella ilustre ciudad que tan repetidas ocasiones había pretendido la fundación de un colegio, solicitaba a lo menos con instancia estas excursiones pasajeras, de que sacaba siempre mucha utilidad. Se valía amistosamente de todas las veces que por allí pasaban jesuitas, recibiéndolos con estimación y aun destinándolos con piadosa violencia. Los padres Juan de Casares y Pedro Oliver, llegaron a este puerto a 21 de marzo gobernando aquella diócesis el ilustrísimo señor don Juan de Mañozca, sobrino y muy semejante en el amor a la Compañía de Jesús a su ilustrísimo tío del mismo nombre, arzobispo de México. Hallaron allí a los padres Antonio Maldonado y Manuel Rodríguez, que iban de procuradores a Roma por su provincia de Santa Fe, y ayudaron no poco al suceso de la misión, que comenzó luego el día 24 con ejemplos en la parroquial, a petición del ilustrísimo, y se continuaron a instancias de los mismos ciudadanos lunes y miércoles santo. Pasada la semana santa de pascua se promulgó solemnemente el jubileo de la doctrina cristiana que se cantaba en procesión por las calles, terminando en una breve explicación, a que seguía una exhortación moral. Después de la comunión general, en que los cuatro jesuitas y todos los confesores de la ciudad tuvieron mucho que trabajar, se dispuso para la noche del día 5 de mayo un acto de contrición por las calles. El señor obispo, que como buen pastor, había precedido con el ejemplo en todos los otros ministerios de ejemplos y doctrinas, quiso coronar la función saliendo personalmente por las calles y llevando el santo crucifijo en sus manos. Esta función, que por razones muy justas se había omitido muchos años en aquella ciudad aun después de establecida allí la Compañía, se ha visto renovada con mucha edificación y utilidad en estos últimos tiempos.

[Sucesos de Taraumara] De los dos ministros que a principios de noviembre del año antecedente habían entrado en lo interior de la Taraumara, el padre Fernando de Barrionuevo no pudo por su débil complexión tolerar el rigor del invierno. Era necesario alimentarse de manjares muy groseros y estar de día y noche expuestos a la inclemencia del tiempo en unas malas chozas mientras que se asentaba alguna población y se fabricaba alojamiento más cómodo. Quebrantada su salud hubo de desamparar   —470→   con dolor aquella empresa, y retirarse a Satevo y entró en su lugar el padre José Tardá, muy a los principios de este año. Con la buena diligencia del cacique don Pablo, hallaron muy prevenidos en favor de la religión, y muy dóciles a sus consejos los pequeños pueblos de Guitzochi Cuciguarachi y Corachi, en que entraron el día 13 de febrero y llamaron misión de San Bernabé. Dentro de poco tiempo se formó aquí un pueblo de cerca de trescientos cristianos, los más recién bautizados, entre quienes se tenía cuidado de ir dejando algunos antiguos cristianos de la nación para que sirviesen de catequistas y se opusiesen a las supersticiones o pláticas sediciosas de los gentiles vecinos que no parecían estar muy dispuestos a sujetarse al Evangelio. Un caso que se pudo tener por milagroso, ayudó mucho para que formasen los neófitos taraumares una idea sublime del bautismo. Una india joven de diez y seis años se hallaba enteramente cubierta de una asquerosa lepra. El horror que a todos causaba, había hecho que la desamparasen aun sus mismos padres. Llegó esto a noticia del padre Juan Manuel de Gamboa, y cediendo a su cuidado cualquier otro temor, se resolvió (no sin un heroico vencimiento) a hablarle y persuadirle que recibiese el bautismo. Consintió, y el padre se dio prisa a instruirla, creyendo que no lo duraría la enfermedad por mucho tiempo, según la corrupción y mal olor que exhalaba. Después de suficientemente instruida ya sobre el momento de bautizarla, se acordó del prodigio que en semejante enfermedad había obrado el Señor con el emperador Constantino, según algunos autores de la historia eclesiástica, y volviéndose confiadamente a su Majestad, le pidió manifestase a aquellos ciegos la virtud maravillosa del santo bautismo, limpiando no solo la alma, sino también el cuerpo de aquella infeliz. Exhortó después a la enferma a tener una fe viva en el sacramento que recibía, y la bautizó con una extraordinaria confianza de que había de sanar. No le engañó su fe: la dicha india (a quien se dio el nombre de Isabel) a los dos o tres días se presentó buena y sana a sus padres, que llenos de admiración, y acompañados de muchos indios testigos del caso, la llevaron al ministro a darle gracias, y a pedirle también el bautismo. Esto sucedió en San Bernabé, sitio que parecía muy a propósito a los padres para pasar a los pueblos de Papigochi, Temaichic y otros cercanos, los principales y más bien poblados del país. Sin embargo, no llegaron a conseguirlo sino después de muchos días y de muchas contradicciones.

[Decimaoctava congregación provincial] Por julio de este año, cumplido el trienio del padre Andrés Cobián,   —471→   que por su muerte había suplido el padre Manuel Arteaga, vino señalado provincial el padre Francisco Jiménez. El padre Manuel, poco después, el día 20 de agosto acabó su religiosa vida en el colegio máximo. Pocos meses después se trató de convocar congregación provincial, pasados ya desde la última los seis años que prescriben las constituciones. En ella, siendo secretario el padre Pedro de Villameño, a quien por haber muerto antes de firmar las actas, se substituyó el padre Luis del Canto, fueron elegidos procuradores el día 4 de noviembre los padres Juan de Monroy y Bernardo Prado. Entre otros postulados de esta congregación, se pidió a nuestro muy reverendo padre general Oliva, se dignase hacer partícipe de todos los méritos y buenas obras de la universal Compañía al ilustrísimo señor don Francisco Verdín de Molina, que en este mismo año acababa de pasar de la mitra de Guadalajara a la de Michoacán. Efectivamente, entre los muchos señores obispos que en la América han favorecido y favorecían actualmente a la Compañía, apenas se hallará otro más digno de esta demostración de gratitud que el señor obispo de Valladolid36. Se retiraba a nuestro colegio cada año a los ejercicios espirituales. honraba todas las fiestas del colegio celebrando en muchas de pontifical, y asistiendo después con suma dignación al refectorio. Aun más que todas estas demostraciones de amor era en su ilustrísima apreciable lo mucho que fomentaba nuestros ministerios, no solo con la estimación de los operarios, y con exhortaciones y consejos a su rebaño; pero aun personalmente autorizándolos; ya, en dar comuniones los días de mucho concurso en nuestra iglesia; ya, saliendo con la procesión de doctrina, y cantando por las calles con los niños; espectáculo que sacaba a los circunstantes lágrimas de ternura. Predicaba su señoría muchas veces, o explicaba algún punto de doctrina, y encargaba mucho a los curas de su jurisdicción que cooperasen de la misma manera al bien de sus feligreses. La patente de hermandad que agradecida a tantos beneficios le pretendía la provincia, no le dio lugar a lograrla. Un repentino accidente que le arrebató en pocos días, antes de partir a Europa nuestros procuradores a principios del año siguiente de 1675. [1675] El padre general, como respondió después a la congregación, no habiendo podido gratificarle en vida, le pagó con oraciones y sacrificios que mandó hacer por su alma en toda la universal Compañía.

[Entrada del padre Tomás de Guadalajara] Volvamos a la misión de taraumares, donde en lugar del padre Manuel   —472→   Gamboa, había entrado por junio de 1675 el padre Tomás de Guadalajara a acompañar al padre José Tardá, y a quienes se conoce tenía el cielo destinados para apóstoles y primeras columnas de aquella cristiandad. Luego que llegó el padre Tomás de Guadalajara, se tentó la entrada a los dos primeros pueblos de Papigochi y Guerucarichi, enviando adelante algunos indios fieles que explorasen los ánimos de aquellos gentiles. En una y otra parte se hallaron disposiciones enteramente contrarias. En Papigochi supieron cómo pocos días antes habían conjurádose para dar la muerte a uno de los misioneros que había pensado entrar en su pueblo. De Guerucarichi se les mandó resueltamente a decir que jamás permitirían entrase padre alguno a su tierra. Perdida, pues, por entonces toda esperanza de reducirlos, se intentó la entrada por Temaichic, población menos numerosa que las otras dos; pero que por estar cuasi enmedio de ellas podía ser puerta para entrambas, y cuyos habitadores parecían más dóciles. Añadiose haberse bautizado pocos días antes el hijo de un cacique que los padres creían ser el gobernador de Temaichic. Entraron en su pueblo el día 30 de agosto, y tuvieron desde luego la mortificación de ver frustrados sus deseos. No observaron en el pueblo sino muy pocos indios, los demás se habían salido a caza de venados, y los que restaban dijeron no poder dar sobre el artículo de la religión respuesta ninguna decisiva por no saber la voluntad del gobernador, que habiendo muerto el que ejercía este cargo, estaba en duda la sucesión, y hasta no liquidarse este punto no podían explorar su voluntad ni resolverse a recibir los predicadores de la nueva ley en su tierra; que pues eran ya cristianos algunos de sus parientes gobernadores de otros pueblos, que fuese alguno de ellos a hablarles y conferirían sobre el asunto. Tal fue la respuesta de los pocos salvajes de Temaichic. Tomaron los padres el último partido y enviaron a llamar uno de los gobernadores de los pueblos cristianos; pero aun éste les faltó por sugestión de un indio malvado y ladino que te aconsejó no se metiera en ese empeño; que los padres sin jurisdicción alguna ni órdenes de los superiores se iban entrando por la tierra, y su intrepidez estaba a punto de costarles muy caro; que ¿cómo los otros misioneros estando tan cerca no habían en más de veinte años emprendido semejante viaje?... ¿Y qué sabemos (añadió) cuáles son sus designios? Mañana, con pretexto de escolta introducirán algunos soldados, y en breve harán gemir al pueblo todo bajo los horrendos castigos que harán venir sobre ellos. ¡Tales eran los malignos   —473→   discursos del indio! El gobernador no fue, y los padres después de haber dicho misa en Temaichic y tomada posesión de aquel terreno en nombre de Jesucristo, y reconocidos con veneración y dolor algunos restos de la iglesia y casa que había allí comenzado a fabricar el venerable padre Jácome Antonio Basilio, trataron de volverse al partido de San Joaquín y Santa Ana.

Recibiéronlos sus neófitos con las mayores demostraciones de júbilo, tanto más agradables a los misioneros, cuanto menos las esperaban, sabiendo que no les faltaban motivos de queja de parte de algunos españoles, de que quedaron muy satisfechos viendo a los padres averiguar la causa e interesarse en su favor. Pocos días después, a fines de setiembre, el cacique don Pablo, conforme a su promesa, vino a conducirlos en persona al sitio de Papigochi, acompañado de otros veintinueve indios de los más antiguos y sinceros cristianos. El anciano cacique marchó por delante a prevenir los ánimos, y al día siguiente entraron los padres en Papigochi con mucha alegría de los naturales que habían puesto arcos enflorados a la entrada del pueblo. Este recibimiento les hizo concebir buenas esperanzas de la conversión de aquellas gentes, que se desvanecieron bien presto. Don Pablo y los demás caciques cristianos asistieron aquella misma noche a una junta o asamblea general de la nación. Les hablaron con bastante resolución y espíritu, declarándoles el fin e intención de los misioneros, que nada pretendían sino sus verdaderos y sólidos intereses. Duró la conferencia gran parte de la noche disputándose con calor; pero al fin prevaleció la inicua sentencia de los que rehusaban recibir a los misioneros y sujetarse al Evangelio. Una respuesta tan no esperada, no hizo desmayar enteramente a los padres; antes sin darse por autores de aquella pretensión (y a lo que parece), con una resolución inspirada del cielo, contra todas las reglas de la humana prudencia, al día siguiente muy de mañana hicieron volver a sus pueblos a todos los caciques que los acompañaban, y ellos con solo un indizuelo salieron de Papigochi, penetrando siempre el interior del país. En esta peregrinación se apartaban de propósito del camino, dejándose caer, ya sobre una, ya sobre otra ranchería, como a tomar lengua. A poco rato hablaban de la ley de Dios, de la tranquilidad que gozan los buenos cristianos, de la otra vida que esperamos, y de sus premios y castigos. Hallaron algunas almas prevenidas de la gracia que se dejaban persuadir con facilidad, y bautizaron doce en distintos lugares; otros más tímidos quedaban convencidos   —474→   de la verdad, y protestaban que querían ser cristianos; pero no se atrevían a recibir el bautismo por no hacerse odiosos al resto de la nación. Por esta causa quisieron los padres que no se divulgasen los bautismos que habían hecho, y prosiguiendo su camino hasta quince o diez y seis leguas adelante de Papigochi, llegaron a Hataichic, Santa Cruz, o Rancho de Mulatos y Yepomera, de donde volvieron a Papigochi, y hallaron los corazones aunque no en disposición de recibir el bautismo, pero sin embargo con algunas muestras de benevolencia y docilidad. Por muchas precauciones que hubiesen tomado los padres en los bautismos que habían hecho, no los ignoraban los caciques del pueblo y aun manifestaban de ello algún gusto. En esta atención, esperando los misioneros más favorables circunstancias, pusieron algunas cruces y volvieron a sus respectivos partidos.

[Bautismos en Guezucarichic y otros lugares] A cada instante parecía multiplicarse la mies con los sudores estos dos infatigables operarios. Los de Guezucarichic que tan resueltamente se habían negado al principio y cerrado el paso a la luz del Evangelio, vinieron llamados de Dios primera y segunda vez a la misión del padre Tomás de Guadalajara, pidiéndole que fuese a bautizarlos. No condescendió el padre a sus deseos creyendo deber hacer esta prueba con unos pueblos que poco antes se habían mostrado tan rebeldes. Probó por algunos días la constancia y sinceridad de sus ruegos, y persuadido de ella hubo de emprender el camino. Recibiéronle con las mayores significaciones de alegría, puestos en buen orden de uno y otro lado los hombres y las mujeres. Al pasar, le ofrecían unos y otros cestillos de flores y de algunas cosas comestibles. Con tan favorables disposiciones y las muchas luces que ya tenían del cristianismo, bautizó el padre más de ciento dentro de pocos días: colocó solemnemente muchas cruces en distintos lugares, cantando el himno Vexilla Regis, la oración de la Santa Cruz, etc. La distancia de su pueblo, que era más de diez y ocho leguas, y la soledad de su rebaño no le permitieron detenerse el tiempo que quisiera, y que pretendían los nuevos fieles. Fue cosa que le causó extraordinario consuelo, que cuando se ponían las cruces, al concluir la oración, estando todos de rodillas, se levantaban diciendo en alta voz: ¡Viva Jesús! No se pudo saber quién había inspirado a la muchedumbre esta fórmula, ni prorrumpido en ella el primero; así tomándola el padre por un agüero felicísimo, dio a aquel pueblo el nombre de Jesús Carichic, con que hasta hoy es conocido con poca variación del antiguo Guezucarichic. Saliendo de   —475→   allí para su misión el día 18 de noviembre le acompañaron sus nuevos hijos hasta muy largo trecho, y corriendo por delante unos a pie y otros muchos a caballo, gritaban uniformemente en su idioma: Guevarauco, pare... es decir, muy bueno, muy bueno, muy de nuestro gusto es el padre. Quedaron en el pueblo un capitán y cacique principal de su misma nación, y algunos fieles catequistas. El padre, a su partida les prometió volver frecuentemente a verlos, y en efecto, lo merecía todo su fervor. Dentro de quince días tenían ya fabricada una capaz iglesia, aunque de jacal, y dispuesto alojamiento para su ministro. No fueron menos constantes y fervorosos en pedir el bautismo los vecinos del pueblo de Napabechic: pasó allá uno, de los misioneros; pero hallando ser un pueblo corto y muy retirado de los demás, no le pareció conveniente bautizar algunos hasta ver si podía reducirlo a otro, o de alguna otra forma facilitar su administración.

[Reducción de Papigochi] De Papigochi, a quien ya se había dado el nombre de la Purísima, pero en que no se había bautizado adulto alguno, tardaron más en venir, como que era el baluarte aquel de la idolatría principal; sin embargo, a los principios de diciembre bajaron a la misión de San Bernabé el gobernador del pueblo y otros ocho de los principales. Dentro de pocos días, suficientemente instruidos, se bautizaron treinta. Otros muchos manifestaban deseos de ser cristianos, y no les faltaba la necesaria instrucción; pero inflamado el padre, tanto por la relación de otros, como por su misma experiencia en aquellos pocos días que dominaba en ellos el vicio de la embriaguez, los reprendió públicamente, y no quiso que se contasen en el número de los catecúmenos, hasta que constase de su enmienda. Estando el padre uno de estos días a la puerta de su choza, pasaba un indio bastantemente ladino: le preguntó cómo se llamaba, a que el indio respondió, fingiendo el nombre de un santo que no tenía. Preguntado dónde iba, dijo con insolencia que a beber, y sin dar lugar a más palabras, prosiguió su camino. Quedó el hombre de Dios sumamente afligido de la desenvoltura del mal indio; pero dentro de pocos minutos le volvió a ver atónito. Sabrás, padre (le dijo) que yo no estoy bautizado, y por evitar que me persuadieses a ello, te fingí poco ha el nombre de aquel santo. Yo iba efectivamente a embriagarme, pero en el camino se me puso delante un hombre en el mismo traje que tú andas, pero con su bonete en la cabeza y me dijo que me volviese y te viniese a ver para ser instruido y bautizarme; veísme aquí. El prudente misionero, aunque no dio entero   —476→   crédito a la visión, sin embargo, comenzó desde luego a catequizarlo, y sirviéndose Dios de él como de instrumento, atrajo también a toda su familia, como de ocho a diez personas. El fervor y celo del hizo nacer al padre la duda de si sería o no verdad lo que le había referido. Había sucedido lo dicho en día de San Nicolás obispo de Mira 6 de diciembre, y le parecía que quizá el Santo le había hecho aquel favor, etc. el padre Cornelio Bendin, y que por la conversión de aquel la gentilidad había dado la vida en aquel mismo puesto. Entre estas dudas aconteció que el mismo indio viese unas imágenes de los santos de la Compañía, y sin detenerse en las demás al ver la de nuestro padre San Ignacio: Éste (dijo) me mandó que fuera cristiano. Bautizada toda su familia pasó el padre a Temaichic, principio que había sido de sus expediciones piadosas. Recibiéronlo tan mudados, que según su expresión, lloraban de envidia de no haber sido los primeros cristianos, habiendo estado antes en su pueblo. Aquí se bautizaron algunos párvulos: se impuso al lugar el feliz nombre de San José Temaichic, y dejados catequistas que fuesen preparando los adultos, dio vuelta a su partido de San Joaquín y Santa Ana.

[Hermano Juan Bautista Vázquez] En el colegio del Espíritu Santo de la Puebla falleció este año día de la Inmaculada Concepción, el hermano Juan Bautista Vázquez. El padre Salvador de la Puente, uno de los perfectos religiosos y de los más ilustrados maestros de espíritu que tenía entonces la provincia, hace en pocas palabras un ventajoso elogio de este buen hermano. Fue (dice) sobremanera caritativo, sencillo y manso, humildísimo y muy apacible, pobre, recatado, obediente y aplicado siempre a todas horas al trabajo. Murió de más de noventa años de edad, dejando en todos los humildes oficios que ejerció en la religión por espacio de más de sesenta años heroicos ejemplos de todas las virtudes. En este día fue, como acostumbraba todos los demás, a confesarse al aposento de su director; pero sobrecogido de un mortal desmayo, fue conducido a su lecho; volvió en sí después de algún rato, se confesó, y acabado este acto dijo con singular ternura: Encomiendo mi cuerpo a la tierra, mi alma a Dios y a su Santísima Madre. Después de lo cual, recibido el viático y extremaunción, murió con la misma apacibilidad y quietud que siempre había vivido.




 
 
FIN DEL TOMO SEGUNDO
 
 


 
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