Si mi paso por Madrid no hubiera sido tan rápido, si me
hubiera dejado disponer de algún tiempo, hubiera querido escribiros unas
páginas sobre algunos aspectos de la otra América, de la
mía, de la que, en cierto modo, es también vuestra. Hubiera con
vosotros intentado mirarla desde lejos, hubiera querido mirarla desde
aquí, interponiendo, para verla mejor, toda vuestra tierra entre ella y
yo. Pero ahora me es imposible. Considerad que estoy invadida por vuestra
España.
En cada calleja de esos pueblos castellanos, ante los paisajes
que me eran desconocidos y a la vez familiares, me siento a punto de descubrir
el lugar mismo del que yo partí hace siglos. La más pobre casucha
blanqueada con cal me conmueve porque reconozco en ella lo que nunca he dejado
de amar, lo que por una extraña e invencible predilección
mía he llevado, sin darme cuenta, desde España a
América.
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No es sólo El Escorial el que me puede hablar al
corazón y al gusto en un lenguaje más mío que el de los
monumentos más bellos de Francia o de Italia. Visité uno de estos
días con Victoria Kent la Cárcel de Mujeres, de Alcalá.
Aquellos muros blancos, aquellos tiestos de flores chillonas, aquella desnudez
limpia, y el campo árido y tirante, clavado en cada una de las ventanas,
todas aquellas cosas se apoderaron de mí súbitamente. He amado
todo eso por instinto antes de conocer a España, antes de ver que lo que
me obsesionaba en este violento preferir era la esencia misma de
España.
El otro día pasamos por Illescas y, naturalmente, fuimos a
ver el «San Ildefonso» del Greco. Había en la carretera una
luz deslumbradora. Al entrar en la iglesia nos sentimos casi ciegos, incapaces
de distinguir, al pronto, los colores del cuadro. Tuvimos que esperar hasta que
nuestros ojos quedasen domesticados por la penumbra.
Me encuentran ahora ustedes en trance análogo. Lleno de un
inmenso camino vacío y anegado de luz. Mis ojos ciegos, deslumbrados de
América, caen en esta España, rica de sombras magníficas;
sombras de su pasado, que es también el nuestro. Y espero humildemente,
como ante el «San Ildefonso» del Greco, que jirón a
jirón me sea restituido mi tesoro.
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