La dirección de la revista ha resuelto dedicar el
número de la fecha a Florencio Sánchez.
El homenaje es sencillo: no supone una trascendencia de ninguna
especie, ni pretende ser una consagración. Sólo es una forma
discreta de dejar sentados públicamente el aprecio y la
admiración que Sánchez ha sabido conquistarse con su obra ya tan
vasta y multiforme, aprecio y admiración que abonan en este
número las firmas de insospechables escritores.
Los puritanos de la literatura suelen clamar sobre estos impulsos
sinceros, que califican desdeñosamente de «mutuo elogio».
Bien, sea: mutuo elogio, sí; pero ¿acaso fuera preferible un
ideal de vida literaria en el que cada escritor se encastillase en sí
mismo, envolviendo en un profundo desprecio a los demás?
¿Cómo han de surgir las buenas, las nobles, las fecundas ideas;
cómo han de formarse las sólidas
—6→
reputaciones sino al
calor de los círculos literarios, sino mediante el mutuo apoyo, el mutuo
estímulo, exteriorizados por el artículo, la carta, el
consejo?
¡Pero si una cosa igual se ha hecho, en todas las
épocas de vida literaria más intensa!
No, no son por cierto de despreciar aquellos que se alientan, que
se defienden, que se unen para afirmarse y combatir de este modo la
indiferencia del medio. Y no se diga que, merced a la misma receta, unos pocos
tontos logran a menudo levantarse, pues se debe pensar que ese endiosamiento de
éste o aquél mal escritor por medio de los elogios de sus
colegas, a más de ser efímero nunca engaña a los que en
verdad han hecho un culto del arte.
Sí, hay que unirse y afirmarse, en este país
principalmente, donde, cuando el indiferentismo de los más no ahoga las
verdaderas manifestaciones literarias, surgen el esnobismo corriente, la
carencia de un justo criterio artístico, a achicar todo lo nuestro en
odiosos paralelos con lo europeo. No se trata por cierto de ensalzarnos
más de lo que valemos; pero también es justo resistir el
convencimiento ya aceptado, general, de que existe un abismo infranqueable
entre los escritores europeos y los americanos. Imposible fuera actualmente
hacer entrar en muchos cerebros que júzganse despiertos, la idea de que
tal o cual obra argentina bien vale tal otra europea, si es que no la
supera.
Estas razones y muchas más que por lo extensas o lo sabidas
no se exponen, han movido a la dirección de la revista a tributarle este
modesto homenaje a Sánchez, quien es sin duda en estos momentos, a
juicio de la mayoría de los que se ocupan de arte, un pilar necesario,
indispensable, de los más indispensables, de nuestro naciente
teatro.
Representado, por primera vez en Buenos Aires, en el
Teatro Nacional, la noche del Viernes 20 de diciembre de 1907.
Escena I
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LUISA,
MIJITA.
|
LUISA.-
Está bien, Mijita, está bien. Luego me
contarás el resto.
|
MIJITA.-
Como gustes. Creí que te interesara.
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—8→
|
LUISA.-
Lo que me interesa es ver a mis hijos.
|
MIJITA.-
Se fueron ya a tomar el aire.
|
LUISA.-
Pero ¿esas criaturas viven en la calle?
|
MIJITA.-
¡Oh, no hay que exagerar!...
|
LUISA.-
Hace dos días que estoy de vuelta y en todo ese tiempo
apenas si he podido tenerlos una hora a mi lado. Parece que lo hicieran
deliberadamente.
|
MIJITA.-
¿Qué supones, hijita, que hagamos a
propósito?
|
LUISA.-
Aislarlos de mí.
|
MIJITA.-
¡Virgen María!... ¡Y lo piensa!... Antes
sí, hijita, cuando estabas enferma, los médicos aconsejaron que
los alejáramos un poco para evitarte molestias... Pero hoy que
estás tan bien, tan repuesta, ¿qué necesidad
habría? Es cierto que salen seguido...
|
LUISA.-
Demasiado seguido.
|
MIJITA.-
...pero es por el bien de ellos. Las criaturas son un poco
débiles y necesitan tomar aire, mucho aire, como dice el doctor
Ramos.
|
LUISA.-
Pues... en adelante saldrán conmigo.
|
MIJITA.-
Eso me parece muy bien pensado salvo que...
|
LUISA.-
(Brusca.) ¿Qué?
¿Salvo qué?
|
MIJITA.-
Como ya empiezan los fríos quién sabe si te
conviene hacer muchas excursiones.
|
LUISA.-
También yo necesito mucho aire.
|
MIJITA.-
No este aire de la ciudad.
|
LUISA.-
¡Mucho aire!...
(Abre la ventana de par en par
después de descorrer las cortinas.) ¡Estoy en una
atmósfera de invernadero!...
(Aspira una bocanada de aire.)
¡Ah!...
|
MIJITA.-
El relente de la tarde es muy malo, hijita. Sal de esa
ventana. ¡No seas imprudente! ¡Sal de aquí!
(Cierra la ventana.)
|
LUISA.-
¡Mijita! ¡Mijita!...
(Tomándola por un
brazo.) ¡Mijita, ven acá! Mírame bien, así,
los ojos. Tú sabes la verdad. Dímela.
|
MIJITA.-
Virgen santa ¿qué verdad quieres que te
diga?...
|
LUISA.-
La verdad de mi salud. Dímela.
|
MIJITA.-
¡Pero hijita!...
|
—9→
|
LUISA.-
Yo estoy tísica, ¿no es cierto?
|
MIJITA.-
¡Virgen santa!... ¡Qué locuras te pasan
por la cabeza, hijita!...
(Confundida rehuye las miradas de
LUISA.)
|
LUISA.-
Mírame, te digo, mírame bien. Tú que
nunca has engañado a tu hijita, no debes mentirle ahora. Estoy
condenada, ¿verdad?
|
MIJITA.-
No, santa, no pienses cosas tan tristes... ¡cosas tan
terribles!...
|
LUISA.-
Más terrible es el tormento de la duda. Quiero saber.
¡Quiero defenderme! Te lo han dicho, ¿verdad? «La hijita
Luisa está condenada, se muere, se muere a plazo más o menos
largo, pero se muere».
|
MIJITA.-
(Angustiada.) ¡No, no,
no!...
|
LUISA.-
¡Sí, sí, sí!... ¿No ves que
te traicionas?... Te han hecho entrar en el complot sin contar con que en tu
alma sencilla no cabe el disimulo. Y sin contar con que tú en
ningún caso estarías contra mí.
|
MIJITA.-
¡Contra ella! ¡Quién podría estar
contra ella, Dios santo!
|
LUISA.-
Todos los que me oculten la verdad. De modo, Mijita, que es
preciso ser razonable. ¿Que tú no te atreves a decir las cosas?
Yo te ahorraré el trabajo: Renata y Roberto conocen mi sentencia. El
doctor Ramos se lo ha dicho todo a mi marido y Roberto no ha podido
ocultárselo a Renata que ejerce aquí, desde mi enfermedad,
funciones maternales. ¿Comprendes? Que es una especie de señora
de la casa, la suegra de Roberto como quien dice. El espíritu
práctico avezado y fuerte, y como ambos no podían obrar sin
contar con tu complicidad te enteran del caso. Luisa está condenada,
está tísica, su mal es incurable y lo que es peor, contagioso. Y
ya que no podemos salvarla, hay que salvar a los niños, tenemos que
salvarnos todos.
|
MIJITA.-
No, hijita. Te juro...
|
LUISA.-
No jures nada. Sé que he perdido todos los derechos de
la vida. Que no puedo ser madre, ni esposa,
—10→
ni amiga... Me separan
de mis hijos para que no los envenene con mis besos...
|
MIJITA.-
(Llorando.) No, santa. Eres
injusta y cruel con nosotros, y contigo misma. La hijita no podría
prestarse a ningún complot. No podría hacerlo. Te juro...
¿Me crees capaz de jurar en vano? ¡Te juro!... Mira, te juro por
Dios y María santísima, que nada de lo que dices es verdad.
¿Serías capaz de creerme ahora?
|
LUISA.-
Sí, Mijita, quisiera creerte.
|
MIJITA.-
Mientras estabas en las sierras muchas veces nos ha visitado
el doctor Ramos y siempre le he oído hablar con Renata de tu enfermedad.
Tú tienes una bronquitis, nada más que una bronquitis que se
curará con paciencia y con cuidados... Una bronquitis... Una
bronquitis...
|
LUISA.-
(Esperanzada.) ¿No me
engañas?
|
MIJITA.-
¡Oh! ¿quieres que te lo jure otra vez?...
|
LUISA.-
No, Mijita; basta. Sin embargo...
|
MIJITA.-
(Advirtiendo a
ALBERTINA.) Mira quién llega.
(Aparte.) Dios la manda.
|
Escena
III
|
|
Dichos, menos
MIJITA.
|
ALBERTINA.-
¡La buena Mijita!... Espero que no lo habrás
tomado en cuenta.
|
LUISA.-
¿No te sientas?
|
ALBERTINA.-
Claro que sí. ¿Mi marido no ha estado por
acá? Roberto lo llamó por teléfono esta mañana. Te
aseguro que fue una sorpresa, pues no esperábamos que regresaran tan
pronto. ¿Por qué no avisaron que venían? Habríamos
ido a recibirlos a la estación.
|
LUISA.-
Fue repentino el viaje. Imagínate que media hora antes
de salir el tren me dice Roberto: ¡nos vamos ahora mismo!
|
ALBERTINA.-
Es raro.
|
LUISA.-
Pretextó un llamado urgente, por despacho
telegráfico, despacho que, por cierto no me ha mostrado.
|
ALBERTINA.-
Como de costumbre. Me figuro tu inquietud pensando en que
podía haberles sucedido algo a los nenes o a Renata.
|
LUISA.-
A ese respecto no me asaltó el menor temor, te lo
aseguro. Roberto hubiera tratado de prevenirme. Por otra parte estoy habituada
a sus misterios y no trato de descifrarlos. En él lo más
enigmático es lo menos importante. Sólo sabe ocultar las
trivialidades.
|
ALBERTINA.-
Parece que estuvieras resentida.
|
LUISA.-
No.
|
—12→
|
ALBERTINA.-
Apuesto a que hay confidencia en puerta.
(Con exageración
cómica.) Habla, mujer. Desahoga tus penas. ¿Qué te
ha hecho ese monstruo de infidelidad?
|
LUISA.-
No pensé hacer ningún reproche.
|
ALBERTINA.-
Confía en mí. Cuenta, muchacha.
|
LUISA.-
Y en último caso el tono que adoptas no es el
más aparente para provocar confidencias.
|
ALBERTINA.-
¿Te has ofendido? Perdóname. Como te conozco
muy bien y conozco igualmente a tu esposo no pude colocarme en situación
de tragedia.
|
LUISA.-
Pues nada ocurre. Ni tragedia, ni sainete.
|
ALBERTINA.-
Punto y aparte, entonces.
|
LUISA.-
Como gustes.
|
ALBERTINA.-
(Con extrañeza.)
¡Oh!... ¿Qué tienes Luisa?... ¿Por qué me
tratas así? No creo haber merecido tanta acritud por poner un poco de mi
buen humor en mi empeño de desvanecer, quién sabe qué
cavilosidades tuyas. Dime, ¿a qué puedo atribuirla?... Debe
mediar algún motivo grave para que hayas llegado a olvidar los respetos
debidos a nuestra vieja amistad.
|
LUISA.-
¡Oh, cuánta solemnidad!...
(Remedando.) «Los
respetos debidos a nuestra vieja amistad». ¡Tonta!
|
ALBERTINA.-
(Ofendida.) ¡Luisa!
|
LUISA.-
No retiro la palabra. ¡Tonta!... ¡Tonta y
tonta!... ¡En el acto pídame usted perdón de sus
sospechas!
|
ALBERTINA.-
¡Será posible que no acabe de
comprenderte!...
|
LUISA.-
La culpa es tuya. No soy tan complicada.
|
ALBERTINA.-
Confesarás cuando menos que estabas de mal
humor...
|
LUISA.-
¡Oh, perspicacia! ¡Sí, Albertina! Ya que
tan necesario es, te diré que me impacienta un poco el tono
incrédulo y protector de tus palabras. Advierte que me negabas el
derecho de tener una complicación en mi vida...
|
ALBERTINA.-
¿El derecho?... No te entiendo.
|
LUISA.-
La posibilidad si quieres, si te resulta más claro.
|
ALBERTINA.-
Bien remota por cierto.
|
—13→
|
LUISA.-
Tú no lo crees así.
|
ALBERTINA.-
No eres poco exigente que digamos. Tienes un marido que te
adora y a quien adoras, un par de chicos que son una gloria y el amor de una
hermana modelo; vives entre espíritus simples y buenos como el tuyo...
Nadie mejor resguardado de las tormentas de la vida.
|
LUISA.-
¡Oh! no hay puerto seguro para todos los vientos.
|
ALBERTINA.-
Está claro, si hemos de ir a los extremos, si hemos de
pensar en las fatalidades irremediables de la existencia.
|
LUISA.-
¡Las fatalidades irremediables! ¿Y por qué
no descontarlas del haber de nuestra dicha?...
|
ALBERTINA.-
Sencillamente por que... por que nos quedaríamos sin
capital... Pero ¿a qué viene tanto pesimismo mujer?
¿Será que te han impresionado las tonterías de Mijita?
|
LUISA.-
Nada me decía la pobre vieja. Fui yo quien...
|
ALBERTINA.-
¿Tú?
|
LUISA.-
Sí; yo.
|
ALBERTINA.-
No deja de ser una maldad asustar a la infeliz viejita. Por
otra parte no te alabo el gusto de gastar bromas tan lúgubres.
|
LUISA.-
Hablaba muy seriamente. Quise obligarla a confesar lo que
ninguno de los que me rodean ignora y todos quieren ocultarme.
|
ALBERTINA.-
¡Dios nos ampare! ¡Linda esperanza nos dejas,
mujer, si con semejante salud que te rebosa empiezas a creerte camino del otro
mundo! ¿Estás en tu juicio?...
|
LUISA.-
¡Uff!... Siempre lo mismo. ¡La piadosa y compasiva
digresión! ¡Oh, hazme el favor de no continuar así, si no
quieres verme de nuevo irritada!
|
ALBERTINA.-
¡Pero Luisa!
|
LUISA.-
Calla. No te fatigues en persuadirme, en ilusionarme. Me hace
más daño la caritativa ficción de ustedes, que el mismo
mal que me roba la vida.
|
ALBERTINA.-
Estás diciendo cosas absurdas, mujer.
|
—14→
|
LUISA.-
(Irónica.) Sí,
absurdas. Desde hace un año mis sentidos y mis facultades están
en bancarrota. Me he idiotizado. He perdido la ponderación de las cosas
y de los hechos. Nada. Ni veo, ni oigo, ni palpo, ni presiento, ni discierno.
Me ataca una enfermedad que me tiene no sé cuántos días a
las puertas de la muerte, salvo de sus garras providencialmente y entro a
convalecer. Comienzo a experimentar la alegría del retoñar de mis
fuerzas y vuelven a mi espíritu las golondrinas de la esperanza. Unas
horas más, un día, quizás un mes... Me aguardan todos los
dones de la plenitud de la vida. Pero pasa la hora, el día, el mes. La
nieta se ha alejado. ¡Sin embargo nada es la nueva distancia para la
certidumbre del completo revivir! Vamos de nuevo hacia ella, pero de nuevo se
distancia... Y muchas veces más la buscamos en vano. ¡Oh! entonces
las golondrinas empiezan a emigrar, sin que baste a retenerlas el cálido
optimismo de los míos. Las he visto irse, Albertina, una por una en las
alternativas de esta convalescencia que no acaba nunca, que acabará
conmigo.
|
ALBERTINA.-
¡Oh, imaginación!
|
LUISA.-
¡No, no es la imaginación!... Es la realidad
cruel de mi dolencia sin lenitivos. Y si ella no bastara a convencerme de que
estoy irremisiblemente condenada, ahí están ustedes ahuyentando
las últimas golondrinas; mi marido, mi hermana, la vieja criada, los
amigos y hasta los extraños...
|
ALBERTINA.-
¿Nosotros?
|
LUISA.-
Ustedes, ustedes, ustedes. Se les lee en los rostros la
sentencia irremisible. ¡Oh! Si tú hubieras visto como he visto yo
al pobre Roberto tan sufrido, tan enérgico, tan fuerte, tan consolador
con su optimismo irradiante, durante la enfermedad, y en los primeros
días de la convalescencia, ir hora por hora cediendo y
quebrantándose hasta derrumbarse en la
—15→
congoja de la
desesperanza y la piedad. Su optimismo de hoy es una mediocre simulación
caritativa. Caritativa ¿me comprendes?... Y luego mi hermana, un caso
estupendo de fatalismo y resignación, y los sobresaltos de la triste
Mijita, ese fiel animal doméstico que gira en torno mío, azorada,
con el presentimiento de la catástrofe inminente, gruñendo a
todos los rumbos en celoso acecho del enemigo que sabe que ha de llegar y de
quien quisiera protegerme y defenderme con todas sus fuerzas. Y luego... y
luego la profilaxia... ¡Ah, la profilaxia, la higiene!... Un trabajo de
araña, sutil, sutilísimo. Una tela dorada por mil pretextos y
engañifas con que lo van envolviendo a uno sin que lo sienta hasta
dejarlo aislado de sus semejantes para que no los contamine.
|
ALBERTINA.-
(Conmovida.) No prosigas,
Luisa, no prosigas. Eso es falso... ¡Tú deliras!... ¡No
continúes que me afligirás también a mí con tus
cavilaciones! Estás viendo fantasmas, mujer...
|
LUISA.-
Y lo dices tú, Albertina, tú que hace un momento
al entrar aquí, me volvías la cara para que en los transportes de
mi efusión cariñosa no fuera a inocularte los gérmenes del
mal terrible.
|
ALBERTINA.-
¿Yo?
|
LUISA.-
Tú. No te dejaste besar en la boca. Comprendo ese
sentimiento. Hice mal. Tienes hijos además... A los míos ya no
puedo besarlos...
|
ALBERTINA.-
¡Oh! ¿Eso era todo?... Ahora verás
cómo te engañas...
(Besándola.) ¿Lo
ves? Te beso en la boca, bebo tu aliento. ¿Te has convencido? Y te beso
otra vez, y otra... y otra...
|
LUISA.-
(Incrédula.)
¡Ahora! ¡Por caridad!
|
ALBERTINA.-
(Ofendida.) Perdóname
entonces...
|
LUISA.-
(Reaccionando emocionada.) No
te ofendas... Soy injusta... ¡Gracias, Albertina, gracias! ¡Ah, si
tú quisieras comprenderme, si quisieras ser mi confidente,
—16→
el amigo fuerte, el amigo leal, sin prejuicios y sincero que me hace falta!
|
ALBERTINA.-
-Lo soy, Luisa.
|
LUISA.-
¿Me dirás la verdad?
|
ALBERTINA.-
(Impaciente.) ¿Pero
qué verdad, hija, quieres que te diga? No pienses encontrar en mí
un cómplice que ampare y aliente tus preocupaciones. Eso nunca.
|
LUISA.-
No me sirves entonces. Estoy harta de ficción. Necesito
un espíritu capaz de acompañarme en las horas de la desesperanza,
necesito verdad y buena fe. Dime, dime que es cierto que estoy condenada, que
debo morir fatalmente. Dímelo. Yo no le temo a la muerte. Tengo miedo de
la vida que me espera despojada de todos sus derechos. Me horroriza la
perspectiva de verme convertida en mísero pingajo humano, expuesta a la
piadosa condolencia de la gente. ¿No me entiendes? No quiero que me
tengan lástima. Quisiera afrontar el porvenir, como he afrontado la
vida, serena y tranquilamente, confortada con el apoyo de espíritus
afines. Basta de caridad. Bastantes energías me ha robado mi mal. No
quisiera que mi altivez se acabara de relajar. Hay quienes experimentan la
voluptuosidad de la conmiseración que inspiran. Yo no, me oyes, no.
¡No, no!...
(La fatiga que debe ir sintiendo
creciente se resuelve en un acceso de tos.)
|
ALBERTINA.-
No te exaltes, que te fatigas. ¿Lo ves?
|
LUISA.-
(Dominándose un
instante.) Contesta, contesta este argumento...
¡Desmiénteme!... ¡Oh, me sofoco!...
(Huyendo a toser a la habitación
inmediata.) ¡Un instante!... Perdóname...
|
Escena
VIII
|
|
RENATA,
RAMOS,
ROBERTO.
|
RAMOS.-
Tiene efectivamente mejor aspecto la pobre Luisa.
|
ROBERTO.-
Reaccionó pronto de la última crisis. Sin
embargo aquellas alturas no eran propicias...
|
RAMOS.-
Sí; un poco enrarecido el aire, pero de todos modos
hubiera sido preferible aquello a la atmósfera viciada de la ciudad. No
me has explicado aún los motivos del regreso tan precipitado.
|
ROBERTO.-
Nos expulsaron.
|
RAMOS.-
¿Cómo? ¿Por qué?...
|
ROBERTO.-
Una historia muy curiosa. Tú no ignoras que mi
situación económica es bastante precaria desde algún
tiempo a esta parte...
|
RAMOS.-
Siempre has debido contar con mi amistad...
|
ROBERTO.-
No; no se trata de lo que supones. Verás... En los
cerros lo pasábamos muy bien, únicos pensionistas de una de las
tantas familias que no tienen miedo del contagio porque están
contaminadas y sacan doble provecho de su mal y del mal del prójimo.
Naturaleza pintoresca, clima apacible y presupuesto muy llevadero. Aquello era
por todo concepto lo más conveniente... Pero, como te escribí, en
la imaginación de Luisa empezó a trabajar el miedo y la
desconfianza. No era para menos, te lo aseguro, el espectáculo de
aquella población doliente. No te lo voy a describir porque tú
debes conocerlo muy bien, a pesar de que la costumbre de ver una cosa
—20→
limita la facultad de analizarla. Bastará con que te diga
que yo mismo más de una vez, dejando trabajar un poco la mente, he
sentido que la angustia y el espanto me oprimían el alma. ¡La tos!
Todos tosen, creo que allí hasta los sanos tosen por sugestión.
En la villa, en los hoteles, en los sanatorios, en los paseos, donde quiera que
uno va, lo acompaña la lúgubre desafinación de esa
orquesta de escuálidos músicos exasperados y febricientes, que
sudan la voluntad de arrancar un poco de armonía a sus desvencijados
instrumentos sin conseguir otra cosa que un monótono jadear de fuelles
rotos... Para Luisa aquello se convirtió en una dolorosa
obsesión. Sus desconfianzas y su irritabilidad iban creciendo, y una
noche en que no nos dejó dormir el carraspear desesperante de un
tísico, nuestro vecino de habitación, me expresó su
resolución de huir de aquel antro. Todo mi empeño en disuadirla
se estrelló contra su voluntad firme y casi amenazadora. Conseguí
únicamente arrastrarla a uno de los hoteles de la cumbre. Allí al
menos no se oye tanto la fatídica orquesta, aunque el clima sea menos
favorable...
|
RAMOS.-
O precisamente por eso.
|
ROBERTO.-
La vida es cara. Había además que hacer una
renovación del equipo y ponerse en actitud de no desentonar en aquel
ambiente refinado y aristocrático. Todo se hizo; no obstante, las
exigencias del medio sobrepasaron la largueza de mis previsiones.
¿Qué hacerle? Estaba y estoy resuelto a todos los sacrificios en
homenaje a la paz de esa triste alma compañera. Pero nada bastó.
Era también preciso salvar distancias sociales y por más que mi
reputación literaria pudiera obviarlas, Luisa no entraba y así lo
comprendió. Ni ella, ni yo insistimos, limitándonos a hacer
rancho aparte. De repente, sin que se sepa cómo o quizás por
nuestro mismo orgullo
—21→
indiferente, las gentes empiezan a huir de
nuestro contacto, y el
boycott se acentúa cuando
Luisa cae en cama. Así que mejora se me presenta el dueño del
hotel. «Señor, usted perdonará, pero los reglamentos de la
casa son terminantes y los pensionistas me han amenazado con irse a otra parte
si sigo albergando enfermos contagiosos...». Y patatín y
patatán. En resumen, una intimación de desalojo en regla.
Había en el establecimiento, había sí, enfermos más
avanzados pero no eran peligrosos...
|
RAMOS.-
Porque gastarían más.
|
ROBERTO.-
Precisamente. Ahí tienes explicadas las causas de
nuestro regreso anticipado. Hubiera podido llevarla a cualquier otro hotel de
las inmediaciones, pero tuve miedo a un nuevo
boycott. Luego, ella empieza a
sentirse deprimida por la pertinacia de su dolencia, y esa depresión se
traduce en fenómenos nerviosos muy intensos. Una sensibilidad extrema,
humor fácilmente irritable, desconfianzas, prurito de
análisis...
|
RAMOS.-
Me has dicho que las impresiones del colega que la
asistió...
|
ROBERTO.-
Son pesimistas. Lejos de ceder, el mal avanza. Pero me
inspira mayores temores su estado moral.
|
RENATA.-
Según parece acaba de hacerle una escena a Albertina.
La encontré llorando mientras Luisa se debatía en un acceso
terrible de tos. Después se serenó, como ustedes la han
visto.
|
ROBERTO.-
Nos tiene acosados porque le digamos la verdad. Y para colmo,
ayer, la sorprendí leyendo un viejo trabajo mío, inconcluso, que
andaba por ahí perdido entre papeles inservibles, y titulado «Los
derechos de la salud». En ese trabajo, una especie de
nouvelle, un tanto sentimental,
estudiaba la situación moral de un enfermo incurable -atacado de
tuberculosis precisamente- que descubre que su esposa le es infiel
—22→
y acaba por encontrar lógica su conducta justificándola en que no
siendo apto para llenar las funciones de la vida, no se considera con derechos
para encadenar a los sanos a sus destinos malogrados.
|
RAMOS.-
Conozco el asunto.
|
ROBERTO.-
Es verdad, pues. Si fuiste tú quien me hizo desistir o
postergar su publicación, objetándome que los tísicos
nunca llegan a darse cuenta de su mal...
|
RAMOS.-
Es característico el optimismo de los tuberculosos,
producto del estado febriciente en que viven.
|
ROBERTO.-
Bien, eso no hace al caso. Luisa lee aquello y su
imaginación empieza a fantasear y a despacharse a su gusto. «Lo
has escrito a propósito y lo has dejado a la vista para que lo lea.
Niéganle ahora que estoy tísica». Se exaspera y llega hasta
soltarme sin empacho las cosas más absurdas, las sospechas más
inverosímiles...
|
RENATA.-
Que a mí también me alcanzaron. Atribuía
mi solicitud por sus hijos al propósito de arrebatarle los derechos de
la maternidad...
|
ROBERTO.-
¡Cuánto absurdo! Hay que tomar pues, alguna
medida...
|
RAMOS.-
Quisiera examinarla un poco.
|
RENATA.-
Hoy no lo creo oportuno. Podría alarmarse...
|
RAMOS.-
Mañana o pasado... De cualquier modo creo que no debes
deshacer las maletas. El invierno se viene encima y es preciso llevarla a un
clima más benigno, al Paraguay por ejemplo.
|
ROBERTO.-
Lo he pensado.
|
RAMOS.-
Por muchos motivos convendría, y no es el menos
convincente, el de que es necesario preservar a los niños.
(Mira la hora.) Es tarde ya. Si
no me necesitas me marcho porque me quedan por hacer algunas visitas.
|
RENATA.-
Deja usted a Albertina...
|
RAMOS.-
Sí. Adiós Renata. Y en cuanto a ti...
¡paciencia! Mañana vendré.
(Le estrecha la mano.
Mutis.)
|
Escena IX
|
|
RENATA,
ROBERTO.
|
RENATA.-
(Después de unos instantes de
ensimismamiento.) ¿En qué piensa usted, Roberto?
|
ROBERTO.-
Pienso... pienso... En verdad, no podría precisar en
qué pienso. Tengo tantas cosas en la cabeza y en el
espíritu...
|
RENATA.-
¿Es que su fe empieza a quebrantarse?...
|
ROBERTO.-
Mi fe. ¿Qué fe resiste a tanta inexorable
evidencia?
|
RENATA.-
La fortaleza, la energía es fe...
|
ROBERTO.-
Siento que mis fuerzas se desmoronan.
|
RENATA.-
Cuando más falta le hacen. Tiene usted que resolver el
viaje al Paraguay cuanto antes...
|
ROBERTO.-
La resolución está hecha. Diga usted mejor, que
debo empezar a buscar los medios de realizarlo...
|
RENATA.-
Lo sabía. Por eso he querido hablarle.
|
ROBERTO.-
¿En qué sentido?
|
RENATA.-
Decirle que no debe usted quebrarse la cabeza por buscar
recursos. Venda mis bienes, o hipoteque o haga lo que le plazca con ellos.
|
ROBERTO.-
¡Oh! ¡No! ¡Eso nunca!...
|
RENATA.-
No he hecho el ofrecimiento antes de ahora por ignorancia de
su situación financiera y, un poquito, por temor de mortificar su
susceptibilidad. Hoy sé que usted no sólo ha agotado su
crédito sino que también ha descontado sobre su porvenir
literario comprometiéndose a realizar trabajos a plazos determinados,
sin contar con que las circunstancias pueden oponerse a sus deseos, y pudiendo
muy bien haber evitado esos extremos. Ya que ha querido hacerme el honor de su
confianza le impongo el castigo de tomarme por prestamista.
|
ROBERTO.-
Gracias, Renata. De ningún modo podré aceptar
su ofrecimiento...
|
—24→
|
RENATA.-
Una sola condición le exijo: que reintegre usted en
seguida el dinero tornado a cuenta de trabajos literarios.
|
ROBERTO.-
Repito que no tomaré un céntimo de sus bienes.
Por otra parte olvida usted que casi no tendría derecho a disponer de
ellos. Debe casarse en breve...
|
RENATA.-
¡Ah! si sus escrúpulos son esos, poco me
costará vencerlos. Ya no me caso.
|
ROBERTO.-
¿Cómo? ¿Qué está usted
diciendo?
|
RENATA.-
Sencillamente, que he desistido de mi enlace... que he roto
las relaciones con Jorge...
|
ROBERTO.-
No. Usted me engaña... o se engaña.
|
RENATA.-
Ninguna de las dos cosas.
|
ROBERTO.-
¡Oh, por qué ha hecho usted eso! ¡Por
qué ha dado un paso semejante sin consultar a nadie!
|
RENATA.-
Creo que los dos íbamos al matrimonio llevados por una
simple complacencia afectuosa, nada más. De modo que la ruptura se
produjo sin violencia y sin desgarramientos mayores.
|
ROBERTO.-
Las causas, los motivos, ¿cuáles fueron?...
|
RENATA.-
Una trivialidad.
|
ROBERTO.-
No lo creo, Renata. ¡Usted lo ha hecho por nosotros,
para poder entregarse más libre y enteramente a su devoción
caritativa por Luisa y por nuestros pobres hijitos! ¡Oh, gracias!
¡Es usted una santa!... Pero no hemos de consentirle tal sacrificio. Se
lo contaré todo a Luisa...
|
RENATA.-
¡Muy bien pensado!... ¡Alármela usted
más de lo que está!...
|
ROBERTO.-
¡Oh, Renata! ¡Renata!...
(Muy conmovido, estrechándole
ambas manos.) ¡Qué alma la suya!...
|
Escena X
|
|
Dichos,
LUISA, después
ALBERTINA.
|
LUISA.-
(Apareciendo con un diario en la mano,
alborozada.)
—25→
¡Doctor!... ¡Doctor Ramos!
¡Ah!
(Paralizada al sorprender la actitud de
ROBERTO y
RENATA.)
|
ROBERTO.-
¿Qué ocurre, Luisa?...
|
LUISA.-
(Reponiéndose un tanto.)
Creí que estuviera el doctor...
|
ROBERTO.-
(Alarmado.)
¿Estás demudada? ¿Qué te pasa?
(Conduciéndola muy
afectuoso.) Ven, siéntate... ¿Fue un acceso de tos?...
Algún esfuerzo seguramente.
|
LUISA.-
Ya pasa. Es que... ¡Imagínate mi
emoción!...
(Como espantando sombras de la
mente.) ¡Oh, si no es posible!...
|
ROBERTO.-
¿Qué, hija mía?...
|
LUISA.-
¡Oh, nada!... Imagínate, imagínense mi
alegría al leer la noticia... Corrí en seguida a consultarle a
Ramos... Creí que estuviera aquí con ustedes y...
|
ROBERTO.-
¿Acabaremos de saber de qué se trata?
|
LUISA.-
¿Verdad, Roberto, que te alegrarás, conmigo,
hondamente, infinitamente?...
(Del todo repuesta y confiada.)
Lee... lee...
(Mostrándole el diario.)
La más sensacional de las noticias. Lee fuerte... ¡Ahí!...
¡Esos títulos tan gordos!... ¡Lee pronto, pronto!...
|
ROBERTO.-
(Que ha ojeado el diario, tratando de
disimular su emoción.) Sí; es una importante noticia.
|
LUISA.-
(Impaciente.) Pero, lee fuerte,
hombre de Dios...
|
ROBERTO.-
Bien, te haré el gusto.
(Leyendo.) «El suero
contra la tuberculosis. Sensacional descubrimiento del doctor Behring. Su
confirmación plena. París, 8. Telegrafían de Berlín
que el profesor Behring ha terminado una memoria que presentará a la
Academia de Medicina, demostrando haber hallado el suero contra la
tuberculosis. Refiere casos en que ha tenido un éxito indiscutible de
curación completa. La noticia ha causado honda impresión en todos
los círculos científicos».
|
LUISA.-
¿Lo ves, lo ves?... Continúa, hay otro despacho
todavía...
|
ROBERTO.-
(Leyendo siempre.)
«Berlín 8. Se confirma la noticia del descubrimiento Behring. El
ilustre sabio se niega
—26→
a suministrar informes limitándose a
manifestar que someterá el fruto de sus estudios a la opinión de
sus colegas».
|
LUISA.-
¿Qué me dices, qué me dices ahora?
|
ROBERTO.-
Es una sensacional y consoladora noticia, pero no veo
qué importancia directa pueda tener para nosotros.
|
LUISA.-
Te estás traicionando. Tonto; ¡si te vende la
emoción! ¡Oh, estalla de una vez conmigo, alegrémonos
todos!... ¡Para qué seguir mintiendo si el remedio que me ha de
sanar está ahí y lo tendremos antes de un mes a nuestro
alcance!... Óyeme; ya no me importa saber que estoy tísica, como
antes no me preocupaba saber que tenía influenza, reuma o jaqueca o
cualquier otro mal pasajero y curable... Ahora comprendo que tenían
razón ustedes al ocultarme mi estado. ¿Para qué hacernos
desesperar de la vida, cuando existen los Behring, los Roux y tantos otros
sabios creando salud para sus semejantes en el misterio de los laboratorios?...
Y pensar que yo he sido cruel, tan torpe, tan... que sé yo, con mis
bienhechores. ¡Oh, Roberto, Roberto! ¡Perdóname!
¡Perdóname tú también, Renata!... ¡Y
tú, Albertina!... ¿Dónde está?... ¡Con mi
aturdimiento la he dejado sola!
(A voces.) ¡Ven,
Albertina, ven!... ¡Oh!
(Respira hondamente.)
¡Qué bien respiro ahora!... ¡Me parece estar sana!
(Muy extremosa, acariciando a
ROBERTO.) ¡Roberto mío!...
¡Roberto mío! ¡Cuánto habrás padecido!...
¡Cuánto te habré hecho sufrir!
(Aparecen
ALBERTINA y
MIJITA.) ¡Ven, Albertina,
tú también, pobre Mijita!... ¡Vengan! ¡Todos tienen
que participar de esta alegría del revivir!... Roberto,
¡qué dicha!... ¡qué dicha!
(Estrechándolo con
transporte.) ¡Quién pudo pensar hace un rato, Albertina,
en un cambio semejante!...
|
ALBERTINA.-
¡Oh, Luisa!... ¡Son las golondrinas que
vuelven!...
|
|
|
|
(TELÓN.)
|
Escena I
|
|
ROBERTO,
RENATA.
|
|
Trabajan juntos terminando de ordenar los
originales de un libro.
|
RENATA.-
¿Quiere leer, Roberto? Creo que no falta ninguno, pero
tengo poca confianza en mi memoria.
|
ROBERTO.-
«Los herejes». Me gusta poco ese
título.
|
RENATA.-
Tiene tiempo de cambiarlo al corregir las pruebas.
|
ROBERTO.-
«La 9.ª sinfonía». «El
imán».
|
RENATA.-
(Verificando en los
manuscritos.) El imán...
|
ROBERTO.-
«El señor Pérez». «El derecho
a la tristeza»...
|
RENATA.-
...a la tristeza... El cuento que menos me gusta. Yo, en su
lugar...
|
ROBERTO.-
Necesito completar el volumen y no tengo tiempo ni humor para
escribir uno nuevo. Por lo demás todos son igualmente mediocres...
|
RENATA.-
No soy de esa opinión. ¿Por qué no
termina este?... Con un par de plumadas tendría un espléndido
broche para cerrar el libro. «Los derechos de la salud».
|
ROBERTO.-
No me tiente, Renata, no me tiente. Deme usted esos
originales...
|
RENATA.-
¿Qué va a hacer?
|
ROBERTO.-
Démelos usted... Sería un crimen publicar
semejante artículo en estos momentos. Por la pobre Luisa en primer
término, y por el público cuya malignidad encontraría en
él abundante asunto de fantaseos y comentarios. ¡Deme usted
eso!...
|
RENATA.-
¿Para guardarlo?
(Le entrega el manuscrito.)
|
ROBERTO.-
No. Para romperlo. Así... Así... Así...
(Despedazando el
artículo.)
|
RENATA.-
(Fríamente.) Ha hecho
uste mal.
|
—28→
|
ROBERTO.-
En todo caso siempre hay tiempo de reconstruirlo...
|
RENATA.-
Por eso mismo ha hecho mal, porque acaricia la idea de poder
publicarlo algún día.
|
ROBERTO.-
No comprendo.
|
RENATA.-
Más criminal que darlo a luz hoy, sería acechar
la oportunidad de poder hacerlo.
|
ROBERTO.-
Le advierto, Renata, que está cometiendo una
injusticia.
|
RENATA.-
Más injusto es usted consigo mismo. Volvamos la hoja,
¿quiere?... Los originales están en regla. ¿Piensa usted
corregir las pruebas del folletín?... Las han traído hace un rato
de la imprenta.
|
ROBERTO.-
Sí.
|
RENATA.-
Yo podría hacerlo...
|
ROBERTO.-
Gracias, Renata. Demasiado trabajo le doy. Yo en su lugar ya
me habría declarado en huelga...
(Voces en el vestíbulo.)
¿Qué pasa?
|
Escena II
|
|
Dichos,
MIJITA,
POLOLO, después
LUISA.
|
MIJITA.-
(Regañando a
POLOLO.) ¿Crees que esto tiene
disculpa?... ¡Oh, las pagarás todas juntas, bandido!...
¡Revoltoso!... ¡Miren los juguetes del niño!... ¡Capaz
de matarse, Virgen Santa!... Renata, te traigo a este pícaro para que lo
castigues.
|
ROBERTO.-
¿Qué has hecho Pololo?...
|
POLOLO.-
¡Mentira! ¡No hacía nada!...
|
MIJITA.-
(Mostrando un
revólver.) Miren ustedes el juguete con que se entretenía
el niño. ¡Vean ustedes! ¡Capaz de matarse!...
|
ROBERTO.-
(Tomando el revólver.)
¡Y estaba cargado!
|
RENATA.-
¿Y de dónde sacó esa arma?
|
MIJITA.-
La habían olvidado seguramente en la cochera el
día que estuvieron tirando al blanco con el doctor Ramos. Yo
sentía un alboroto terrible en el corral y no hacía caso porque
estoy acostumbrado a los estropicios
—29→
de este bandido,
¡cuando de repente lo veo corriendo a una pobre gallina clueca con el
revólver en la mano!... ¡Virgen Santa!...
|
LUISA.-
(Entrando.) ¿Qué
ocurre?...
|
RENATA.-
El señorito que jugaba con revólver...
|
LUISA.-
¡Claro está! ¡Si dejan las armas en
cualquier parte!... ¡Qué sabe el inocente!... ¡Venga usted
acá, Pololo!... Las armas no se tocan porque pueden disparar y lastimar
al niño.
|
MIJITA.-
¡Oh! ¡él ya sabe para lo que sirven las
armas!... Imagínate en que estaba empeñado en matar, en matar,
sí señor, una gallina...
|
LUISA.-
¿Y por qué, hijito, pretendías
matarla?
|
POLOLO.-
Porque quiere quitarle los hijos a la patita blanca.
|
MIJITA.-
Es una gallina clueca que yo no la he querido echar porque
dice el quintero que es muy mala sacadora, y este pergenio que todo lo revuelve
la ha descubierto echada en el nidal de la patita blanca.
|
POLOLO.-
Ya tiene tres patitos chiquititos y la gallina la picotea y
quiere quedarse con ellos... Es una ladrona, ¿verdad?
|
LUISA.-
Una ladrona, sí, una pícara ladrona. ¿Por
eso querías castigarla?
|
POLOLO.-
Porque la pata es muy zonza y no sabe defenderse.
|
LUISA.-
Bueno, hijito. Por toda esa gracia, Renata te perdonará
la travesura. ¿Verdad, Renata?
|
RENATA.-
Ese mimoso siempre está perdonado.
|
LUISA.-
Y vendrás con mamá a poner en salvo tu patita
blanca. ¿Quieres que demos un paseo por el jardín, Roberto?
|
ROBERTO.-
Con mucho gusto. Aguarda a que ponga este objeto fuera del
alcance de este demonio.
(Guarda el revólver bajo llave,
en uno de los cajones.)
|
LUISA.-
Llévanos tú, Pololo.
|
POLOLO.-
Verás. Yo sé muy bien dónde están
todos los nidos.
|
|
(Vanse los tres por el
jardín.)
|
Escena
III
|
|
MIJITA,
RENATA.
|
|
(RENATA, una vez que se han ido
recoge prolijamente los pedazos del artículo roto por
ROBERTO.)
|
MIJITA.-
¿Qué haces, muchacha?
|
RENATA.-
Recojo unos papeles que he roto impensadamente.
|
MIJITA.-
¡Ah!
(Pausa.) ¿Sabes que
anoche la pobre Luisa no ha estado bien?
|
RENATA.-
Lo sé. Te sentí varias veces levantarte.
|
MIJITA.-
Pero no tosía ni tenía fiebre o fatiga como
otras veces...
|
RENATA.-
(Con indiferencia, ocupada en
recomponer los papeles.) ¿Y qué tenía?
|
MIJITA.-
(Impaciente.) ¡Te
aseguro que lo pasó muy mal!...
|
RENATA.-
(Con igual tono que antes.)
¡Ah, sí! No dijiste tanto al principio. De la... sa... sa... sa...
¿dónde estará el otro pedazo?... sa... Este es. De la
salud.
(Leyendo.) «Nadie tiene
derecho a exigirle a la vida más de lo... de lo que... de lo que
está en aptitud de darle».
|
MIJITA.-
(Fastidiada.) Bueno. Si te
interesan más esos papelotes que tu hermana, no te diré una
palabra.
|
RENATA.-
Habla, mujer, habla. ¿De qué se trata?
|
MIJITA.-
Anoche Luisa...
|
RENATA.-
Lo pasó mal. Ya te oí. ¿Qué
más?
|
MIJITA.-
¡Qué más! ¡Qué
más!... Me atiendes como si hablara del gato.
(Severa.) ¡Eso
está muy mal hecho!
|
RENATA.-
¡Ay! ¡Mijita malhumorada! ¡Mijita
rezongando!... Es extraordinario. ¿Qué te ocurre?
|
MIJITA.-
Me ocurre, me ocurre que lo que está pasando en esta
casa me tiene muy afligida. ¡Ustedes van a matar a la hijita Luisa!
¡Ustedes!
|
RENATA.-
¡Tanto has descubierto, Mijita!...
|
MIJITA.-
¡La están matando ya!... Luisa está
más aniquilada
—31→
por la indiferencia de ustedes que por su
misma enfermedad. Había regresado muy bien del Paraguay, llena de salud
y de alegría, y en un mes que lleva de estadía acá, su
buen humor, su apetito, sus colores, todo ha ido desapareciendo. Y con mucha
razón. Ella tan mimada durante toda su vida, verse ahora cuando
más necesita de la solicitud y la ternura de los suyos, arrumbada,
abandonada como un mueble viejo e inservible...
|
RENATA.-
¿Es posible que tú también pienses en
semejantes ridiculeces?
|
MIJITA.-
¡Es que observo las cosas! Tengo aquí los ojos.
Aquí, ¿me los ves? Bueno.
|
RENATA.-
Lo que falta ahora es que tú des alas a las
cavilaciones absurdas de Luisa.
|
MIJITA.-
¡Ah! No crean contar conmigo otra vez para
engañarla. Roberto había de resultar como todos los hombres: un
zalamero farsante.
|
RENATA.-
¡Mijita!
|
MIJITA.-
No me harás callar. Estoy dispuesta a hablar fuerte
hoy. Un zalamero mentiroso. Mientras la mujer le servía porque era sana
y linda y fuerte, mucha devoción y mucho mimo. ¡Ahora para
qué, si ya no la puede usar más!... ¡Bandido!...
¡Portarse así con una mujercita tan santa y tan
desgraciada!...
|
RENATA.-
¡Mijita, has perdido el juicio!
|
MIJITA.-
Todo el día, en tanto ella anda por ahí, por
los rincones, consumida por la fiebre y la tristeza, el caballero, o
está en la calle o está entregado a sus libros y a sus escrituras
como si no tuviera otra cosa más importante que atender. ¡Y
tú!... Bueno; en verdad de ti nada puedo decir porque siempre fuiste
poco expansiva, pero Luisa no está como para acordarse de ello y
atribuye tu retraimiento a temor, indiferencia o que sé yo, si no es que
pasan otras ideas más tristes por su cabecita.
|
—32→
|
RENATA.-
(Un poco alterada.)
¿Qué sospechas, Mijita? ¿Qué ideas son esas?...
Dilo enseguida.
|
MIJITA.-
¡Hijita!... Yo no he querido decir nada. Es una manera
de expresarme nada más.
|
RENATA.-
No intentes disculparte. ¿Cuáles son las ideas
tristes a que te refieres?... Vamos, dímelas, Mijita, y muy pronto, si
no quieres verme alterada... ¡Vamos, vamos, vamos!...
¡Habla!...
|
MIJITA.-
Pero si es un absurdo. Yo te conozco muy bien y sé que
serías incapaz...
|
RENATA.-
¿De qué? ¡Explícate de una buena
vez!...
|
MIJITA.-
Mira: te juro que ella no ha dicho una sola palabra, pero...
¡Oh, tú sabes muy bien que soy incapaz de mentir! Nada ha dicho,
pero en más de una ocasión se le han escapado expresiones que...
Bueno; yo no digo más porque es una cosa muy fea y muy triste...
|
RENATA.-
¡Oh, empiezo a comprender!...
|
MIJITA.-
Entonces, se acabó...
|
RENATA.-
No se acabó. Es necesario que completes tus
pensamientos.
|
MIJITA.-
Ella empieza a darse cuenta de que la estás
reemplazando demasiado en esta casa...
|
RENATA.-
¡Demasiado!
|
MIJITA.-
No se cree tan enferma para no poder ayudar a Roberto en sus
trabajos, ¿me comprendes?... Y luego los niños. Teme que acaben
por perderle el cariño. Y en eso no le falta razón porque las
criaturas a fuerza de estar bajo tus cuidados hoy casi te prefieren. Y luego la
frialdad de Roberto y el verlos a ustedes siempre juntos...
|
RENATA.-
¡Oh, basta!... ¡Basta, Mijita!... Una palabra
más sería una injuria, ¿me oyes?... ¡Basta!
|
MIJITA.-
Te juro mi hijita, que yo...
|
RENATA.-
Basta... Vete de aquí...
(Se pasea nerviosamente.)
|
MIJITA.-
(Compungida.) No supongas que
yo piense nada malo de ti, mi hijita... Ni la hijita Luisa tampoco...
—33→
No vayas a decirle nada, ¿quieres? Atiéndeme: si he
hablado es porque tengo mucho miedo, mucho miedo. La hijita Luisa tiene
pensamientos extraños en su cabeza; ¿me entiendes? ¡Y
debemos quitárselos! ¡Por eso, por eso nada más, he dicho
lo que he dicho, por la paz de esa desdichada criatura!...
|
RENATA.-
(Como si acabara de adoptar una
resolución.) Está bien. ¡Que Roberto no llegue a
enterarse de nada de esto!...
|
MIJITA.-
Puedes estar tranquila. ¿Qué piensas hacer?
Medita bien las cosas, hijita, antes de tomar algún partido, no sea que
empeores más la situación.
|
RENATA.-
No preciso consejos. Déjame sola.
|
MIJITA.-
(Yéndose.) ¡Las
pobres hijitas!...
|
Escena IV
|
|
RENATA, después
LUISA y
ROBERTO.
|
RENATA.-
¡Oh!... ¡Tenía que suceder!...
(Se sienta. Después de unos
instantes de honda reflexión, recoge los fragmentos del artículo
de
ROBERTO, los contempla un momento como indecisa
y luego acaba de desmenuzarlos, arrojando con rabia los pedazos al
cesto.)
|
LUISA.-
(En acalorada discusión con
ROBERTO.) ¡No, no y no!... Esta
vez no transijo. ¡Oh!... ¡Demasiado han jugado ya ustedes con mi
voluntad!...
(Irritada y nerviosa va a sentarse en
una silla.) ¡No!... ¡No, no y no!...
|
ROBERTO.-
Cálmate, Luisa. Yo no insisto. Fue una simple idea que
me pareció propio consultarte. Figúrese usted Renata, que se me
ocurrió que a los niños les sentaría muy bien un mes o dos
de campo, le expongo la idea y estalla como un cohete sin atender a mis
razones, ni siquiera a mis excusas.
|
LUISA.-
Porque conozco las razones y las excusas de ustedes.
|
ROBERTO.-
¿Por qué pluralizas? Creo que Renata nada tenga
que ver...
|
—34→
|
LUISA.-
¡Sí, comprendo que se trata de un nuevo complot
para separarme de mis hijos!
|
ROBERTO.-
No digas disparates... ¡No te perturbes así
Luisa!...
|
LUISA.-
Es que...
|
ROBERTO.-
(Interrumpiéndola.)
Déjame hablar; no es cosa de que tú lo digas todo. Seamos
razonables.
|
LUISA.-
¡No insistas porque será inútil!...
|
ROBERTO.-
Ni lo pienso, Luisa. Te quedarás con ellos, no
irán al campo ni a ninguna parte; ¡no saldrán de tu
lado!... ¿Estás conforme?
|
LUISA.-
Lo estaré cuando me den la razón los hechos.
|
ROBERTO.-
¡Oh, eso es terquedad, Luisa, o más bien ganas
de mantener el entredicho!
|
LUISA.-
Así han procedido siempre. ¡Así!...
¡Así!... ¡Insidiosamente! Cuando me revelo fingen renunciar
a todo para aplacarme y recuperar mi credulidad y mi confianza. Pero luego
empiezan los zapadores a socavar mi resistencia y una concesión
arrancada hoy a mi debilidad y a mi descuido es el pretexto de otra mayor que
me arrancarán mañana y de otra, y de otra y de otra, hasta que
les entregue todo.
(Con creciente
exaltación.) ¡Así!... ¡Así!...
Paciente e insidiosamente han ido relajando poco a poco mis energías,
maleando mi voluntad, limitando mi independencia, mi altivez, mi
albedrío, acorralándome, estrechándome,
reduciéndome... ¡Así! ¡Así!
¡Así!... De esa manera, con procedimientos tan inicuos, tan...
|
ROBERTO.-
¡Oh! ¡Basta, Luisa!...
¡Cálmate!...
|
LUISA.-
No. No me desdigo. Con procedimientos tan inicuos han ido
consumando el crimen, sí, sí, el crimen de despojarme de mis
atributos de esposa y de madre, de la facultad de gobernar mi existencia e
intervenir en la existencia de los míos y de todo, por el delito de
tener la salud precaria como si los bienes de este mundo fueran un patrimonio
exclusivo, de la carne, más que un derecho de la salud moral.
|
—35→
|
ROBERTO.-
No te exasperes así, Luisa. ¡Cálmate!
¡Cálmate! Tranquiliza esos nervios que hoy están
endemoniados. ¿Quieres un poco de bromuro? Tranquilízate y
conversaremos de todas esas cosas. Verás cómo pronto espanto los
fantasmas de esa cabecita. ¡Oh! No. No intentes proseguir. No te
permitiremos continuar en ese tono.
|
LUISA.-
¿Lo ves?... ¡Lo ven!... ¡A esta lastimosa
incapacidad de ente irresponsable me han reducido! No puedo ni pensar ni
discernir con mi propia autonomía. Son los nervios o es la fiebre lo que
piensa, razona, se exalta y se revela en mí. ¡Oh, ni el derecho de
injuriarlos me van a dejar!...
|
ROBERTO.-
(Sonriendo con benevolencia.)
¡Oh! ¡Criatura!... ¿Acaso no lo estás ensayando?...
Vamos, vuelve en ti...
|
LUISA.-
¡Basta!... No continúes en ese tono que me
exaspera. Estoy harta de tu lástima. Estoy harta y empalagada de tu
compasión. Protesta una vez, rebélate, enfurécete,
castígame, maltrátame, arrástrame por los suelos,
arráncame la carne a pedazos y me devolverás la conciencia de mi
existir... ¡Mortifícame!... ¡Oh! ¡no puedo vivir
así!... ¡No quiero vivir así!... ¡No quiero vivir
así!... ¡No quiero vivir así!...
(Su exaltación se resuelve en
una crisis de lágrimas y cae en brazos de
ROBERTO que la acaricia intensamente
conmovido.)
|
ROBERTO.-
¡Mi pobre Luisa! ¡Mi triste enfermita!...
|
LUISA.-
¡Oh! Roberto... Roberto!
(Solloza hondamente,
estrechándolo, palpándolo, aferrándolo rabiosamente en
ciertos momentos como para asegurarse de su presión.
RENATA después de contemplarlos un
momento entra en una habitación inmediata y regresa trayendo un frasco y
una cuchara.)
|
ROBERTO.-
(Al verla.) ¡Sí,
muy bien pensado!...
(Mientras
RENATA llena la cuchara.) ¡Mi
Luisa!... Cálmese... Tome... ¡Esto la confortará!...
¡Serénese un poco!
Beba... Es bromuro...
|
LUISA.-
¡No quiero!... ¡No quiero nada!...
(Vuelca el remedio
—36→
de una
manotada.) ¡Quiero vivir!... ¡Devuélvanme la
vida!...
|
ROBERTO.-
¡Sé razonable!... Para vivir es necesario
recuperar las fuerzas...
(RENATA llena de nuevo la
cuchara.) ¡Por ahora beba, beba esto! ¡Sea buena!... Yo le
prometo hacer su voluntad... Modificar las condiciones de nuestra vida.
Beba...
|
LUISA.-
(Después de una pausa,
reaccionando como en un despertar lento y perezoso.) Sí...
Dame... Necesito reponerme...
(Bebe.) ¡Ah!...
Siéntame... Estoy cansada... Me duelen todos los músculos...
|
ROBERTO.-
Los nervios te han zurrado, Luisa...
(Conduciéndola al
diván.) Reclínate... A tu gusto... ¡Así!...
¡Así!... ¿Te sientes bien?
|
LUISA.-
Sí... Estoy aliviada... Pero experimento una
sensación extraña... que no podría explicar... un doloroso
bienestar... Sufro y no sufro...
|
ROBERTO.-
(Que se ha sentado en el suelo junto a
ella.) Es la savia que recupera sus cauces.
|
LUISA.-
¡Quisiera estar siempre así!... Siempre...
siempre...
|
Escena VI
|
|
LUISA,
RENATA.
|
RENATA.-
(Después de una larga pausa, a
la expectativa de un pretexto para entablar el diálogo se aproxima a
LUISA que ha permanecido absorta en sus
meditaciones con la vista fija en el techo.) Luisa. Yo me voy.
|
LUISA.-
(Incorporándose, iluminada por
una esperanza, sin disimular su impresión.) ¡Cómo!
¿Qué dices? ¿Tú, tú, te vas?
|
RENATA.-
Sí. Me voy.
|
LUISA.-
¡Tú!... ¡No puede ser!... Aguarda un
instante... Estoy todavía perturbada.
|
RENATA.-
¡No, hermana mía, no intentes disimular o
disfrazar tus impresiones!... Le he prometido a tu esposo que te curaría
y aquí me tienes de médico del alma operando en carne viva... Me
voy. He comprendido que el más grave de tus males soy yo.
|
LUISA.-
¿Por qué, por qué dices eso,
Renata?...
|
RENATA.-
Tú estas celosa.
|
LUISA.-
¡Oh!...
|
RENATA.-
No lo niegues. Tienes celos de mí. Escúchame un
instante, sin interrumpirme, sin protestar sobre todo, porque además de
no ser sinceras tus protestas perjudicarían la claridad de cuanto pienso
decirte y debes oírme. No temas que trate de ensayar mi defensa o de
hacerte la caridad de un consuelo. Eso sí, como punto de partida te
diré que jamás, jamás cruzó mi imaginación
el pensamiento de disputarte nada de lo que era y es tuyo. Te digo esto porque
en otro tiempo hubimos de ser rivales en la conquista de Roberto. Fuiste la
preferida, te casaste
—38→
con él y yo tuve que vivir al amparo
de tu hogar porque quedaba sola, pero vine a él sinceramente y
sinceramente compartí siempre las alegrías y los dolores de tu
vida.
|
LUISA.-
¡Oh! Sí! Es verdad, Renata.
|
RENATA.-
Bien. Después sobrevino tu enfermedad. De ahí
parten todas las contrariedades. Yo cometí entonces el error de
arrogarme atribuciones y derechos...
|
LUISA.-
No hables así, Renata.
|
RENATA.-
(Convincente.) Te juro que lo
digo sin ironía. Fue un error. En tu reemplazo asumí el gobierno
de esta casa, pero con excesivas atribuciones. Estabas grave, te morías,
Roberto no atinaba más que a lamentarse y en esas horas de
tribulación fui el espíritu fuerte que lo sostuvo todo. Los
médicos aconsejaron el aislamiento de tus hijos y me convertí en
la madre de tus hijos. Otro error.
|
LUISA.-
(En tono de reproche.)
¡Renata!
|
RENATA.-
Te sustituí demasiado. Procuré siempre que no
echaran de menos el calor de tu afecto, y tus largas ausencias por un lado y la
prodigalidad de mis ternuras por el otro han hecho que las inocentes criaturas
se habitúen a mi trato y me prefieran. Luego tu interminable
convalescencia, la indecisión, la perpetua inquietud en que hemos estado
todos con respecto a tu suerte es otra causa de que no se te haya permitido
intervenir como antes en el gobierno de tu hogar. Tú eras el amanuense
de Roberto, copiabas sus escritos, le ayudabas a corregir las pruebas.
También te reemplacé. Roberto no podía consentir que te
entregaras a una tarea fatigosa.
|
LUISA.-
¡Y también Roberto se habituó a ti!...
|
RENATA.-
Precisamente. Se ha habituado. Y acabas de sugerirme la
síntesis de todo lo que nos pasa. Se trata de una cuestión de
costumbre. Nos íbamos acostumbrando al estado de cosas que creara tu
enfermedad.
|
—39→
|
LUISA.-
Es decir, anticipando los hechos, descontando mi
desaparición, habituándose preventivamente a la idea de mi
muerte. ¡Oh! ¡Pero está muy lejano ese día!...
¡Me resta mucha vida aún!...
|
RENATA.-
Por eso es que quiero irme de acá; para que nos
desacostumbremos todos. He debido hacerlo mucho antes de que te presentaras a
reclamar tus fueros...
|
LUISA.-
¡Oh! Perdóname, Renata. Si me he rebelado es
porque estoy convencida de que voy a curarme pronto. ¿No lo crees
así, Renata?
|
RENATA.-
Lo creo, Luisa.
|
LUISA.-
(Con cierto aturdimiento
nervioso.) Mira: antes cuando creía estar tuberculosa, antes del
fracaso del suero Behring y del viaje al Paraguay que tan bien había de
probarme, me había resignado a morir. ¡Imagínate! Me
había resignado a mi suerte, y muchas veces a solas con mi tristeza,
pensaba en la situación en que quedarían ustedes después
que yo muriera; pensaba en mis hijitos, en Roberto, en ti, en el destino de los
seres más queridos y hallaba muy lógico todo lo que hoy, sana, me
resulta un despojo. ¡Ah! ¡Si Roberto y Renata se casaran!... Y
acaricié esa idea, cuya enunciación me hace temblar en este
momento, te lo confieso, como una prolongación de mi reinado en el alma
de Roberto y una suerte para las pobres criaturitas que poco iban a echar de
menos el cambio de madre. Pero luego cuando empecé a sentirme fuerte,
cuando volvió a mi ánimo, esta certidumbre, esta seguridad que
tengo de vivir y de curarme, la idea se ha convertido en una dolorosa
obsesión. ¡Sí, Renata, tienes razón! Estaba y...
¡estoy celosa!... Nunca sospeché de ti, te lo juro, pero
temía por él. Lo veía, lo veía habituarse...
acostumbrarse demasiado a tu compañía, a tu contacto, a tu
solicitud, miraba en redor mío y me veía tan substituida por ti,
que no pude, no tuve fuerzas para dominar mis inquietudes y me dejé
arrastrar por el temor
—40→
y la duda hasta el extremo doloroso en que
me has sorprendido, de recibir la noticia de tu partida sin alientos para
decirte: ¡quédate hermana mía!...
|
RENATA.-
Adiós, Luisa. Roberto te quiere, te quiere como
antes.
|
LUISA.-
Tú lo crees, tú estás segura,
¿verdad? ¡de que me quiere!...
|
RENATA.-
Sí. Estoy segura así como estoy segura de que
muy pronto sanarás de esa...
|
LUISA.-
De esta bronquitis.
|
RENATA.-
De esa bronquitis.
|
LUISA.-
Yo lo siento. Ya la tos no me acosa como antes, respiro
más a gusto y estoy de mejor semblante y más gruesa,
¿verdad? ¡Ah, qué emoción, poder pronto, muy pronto,
ocupar mi puesto de madre y de esposa, besar a mis hijitos como antes!...
Porque yo ya puedo besarlos sin temor, ¿no es cierto?...
|
RENATA.-
¿A los niños?... No. Todavía no
sería prudente que te entregaras demasiado a ellos. Pero es
cuestión de aguardar unos días más a que estés
completamente restablecida.
|
LUISA.-
Tienes razón. Es preferible. ¿Y a dónde
vas, Renata?...
|
RENATA.-
No lo he determinado aún. Pero es muy posible que vaya
a refugiarme a casa de los viejos tíos provincianos.
|
LUISA.-
No les serás muy gravosa porque como tienes tus
rentas...
|
RENATA.-
¿Mis rentas?... Sí... Sí...
|
LUISA.-
Supongo que te pondrás de acuerdo con Roberto...
|
RENATA.-
Ahora no. Roberto debe ignorar, como comprenderás muy
bien, las causas de esta determinación. Yo me voy ahora mismo. Tú
te encargarás de disculparme, de justificarme ante él.
Adiós, Luisa.
(Le tiende la mano.)
|
LUISA.-
No, Renata. Así no.
(La estrecha y la besa con
ternura.) ¡Así!... ¡Así!... ¡Gracias,
hermana, gracias!... Cuando esté
—41→
curada, cuando todo haya
vuelto a su quicio, volverás, ¿verdad? Te iremos a buscar con
Roberto y con los nenes... Adiós, hermana.
|
RENATA.-
Adiós, Luisa.
|
|
(Mutis.)
|
Escena
VII
|
|
LUISA, después
ROBERTO.
|
LUISA.-
¡Ah!... ¡Era necesario!...
(Se deja caer en el diván con
laxitud extrema.) Ahora recomencemos a vivir.
|
ROBERTO.-
(Entra. Se dirige al escritorio. Ahora
recomienza a revolver los papeles buscando algo que no encuentra.)
|
LUISA.-
¿Qué buscas, Roberto?
|
ROBERTO.-
Unas pruebas que tengo que corregir. Renata sabrá
dónde están.
(Llamando.) ¡Renata!
(A
LUISA, afectuoso.) Y... ¿estamos
mejor? ¿Te has tranquilizado?
|
LUISA.-
Por completo. Me queda un poquito de laxitud.
|
ROBERTO.-
Está claro. No se juega impunemente con el
temperamento. Ahora tienes que prometerme que no volverás a dejarte
arrastrar por esos odiosos nervios. ¡No sabes cuánto nos has
mortificado!...
(Llamando.) ¡Renata!...
¡Hay que tener más formalidad, señora mía!...
¡Renata!
|
LUISA.-
No la llames. Es inútil.
|
ROBERTO.-
¿Por qué? ¿Ha salido? Yo estaba en el
vestíbulo y no la he visto pasar.
|
LUISA.-
Se ha ido.
|
ROBERTO.-
No puede ser. No acostumbra a salir a estas horas.
|
LUISA.-
Se ha marchado para no volver.
|
ROBERTO.-
¡Qué dices, Luisa! No. No. Es una broma tuya.
Eso no puede ser cierto.
|
LUISA.-
Se ha marchado para no volver... Me encargó que la
disculpara contigo.
|
ROBERTO.-
¡Ah! ¡Luisa! ¡Luisa!
|
LUISA.-
A mí también me pareció
extraño...
|
—42→
|
ROBERTO.-
Luisa. ¡Tú la has echado!... ¡Tú la
has echado!...
|
LUISA.-
Te aseguro que no.
|
ROBERTO.-
(Cada vez más exaltado.)
¡Tú la has echado!... ¡Dime la verdad!...
¡responde!... Tú... tú has sido... Tú, Luisa.
¿Por qué has hecho semejante cosa? ¿Por qué?
|
LUISA.-
(Severa,
reprendiéndolo.) ¡Esos modales, Roberto!...
|
ROBERTO.-
¡Has cometido un delito, Luisa!...
|
LUISA.-
¿Por qué supones que la haya echado?...
|
ROBERTO.-
(Sin oírla.) ¡Un
delito!... ¡Un delito!... Un delito de lesa gratitud.
|
LUISA.-
Atiende, Roberto. Mira que es muy extraño que te
exaltes así...
|
ROBERTO.-
(Como antes.) Tamaña
desconsideración con la pobre Renata, tan buena, tan solícita,
tan devota, tan fiel... ¡Oh!... ¡Era deliberada entonces la escena
que hiciste hace un momento!...
|
LUISA.-
(Con firmeza.) No. No, Roberto.
Renata se ha ido por su voluntad.
|
ROBERTO.-
¡Pero Luisa, si eso no puede ser! Renata es una mujer
razonable y de buen sentido. Si hubiera tenido el propósito de
abandonarnos, lo habría anunciado previamente, lo habría
justificado de alguna manera. Una fuga así, es inconcebible en ella.
Veamos, Luisa. Si es verdad cuanto me dices, si es cierto que se ha ido para
siempre, su determinación tiene que obedecer a un grave, a un
gravísimo motivo y ese motivo tú no puedes ignorarlo. Acabo de
expresarme con alguna intemperancia. No pude disimular la impresión de
tu noticia, tan inesperada y tan desagradable. Habla, Luisa, habla. Dime con
franqueza lo que ha ocurrido. Comprenderás que es preciso aclarar este
misterio para desagraviar cuanto antes a la buena hermana. Yo, por mi parte, no
creo haberla dado un solo motivo de resentimiento...
|
LUISA.-
Tampoco yo. Renata hace un instante, cuando tú te
alejaste, me comunicó, con su frialdad habitual...
|
ROBERTO.-
¿Su frialdad?...
|
—43→
|
LUISA.-
Sí, con su frialdad habitual, que había
determinado irse a vivir con los tíos a provincias.
|
ROBERTO.-
Entonces estará preparando su equipaje. ¡Oh!
Felizmente estamos en tiempo de contenerla o de exigirle una explicación
de su actitud. ¡Voy a verla!
(Llamando.)
¡Renata!...
|
LUISA.-
No vayas. Será en vano. ¡Se ha ido ya!...
|
ROBERTO.-
¿Así?
|
LUISA.-
Así.
|
ROBERTO.-
¿Con lo puesto, sin llevar equipaje, sin decirme
adiós, sin besar a los niños siquiera?...
|
LUISA.-
Así. Me dijo que quería evitarse la
mortificación de una despedida.
|
ROBERTO.-
¿Ella? No puedo creerlo. ¡No, no y no!... Tampoco
puedo creer que su hermana, la compañera afectuosa de tantos
años, la haya dejado ir así, como a una criada, sin exigirle una
explicación, sin que brotara de tu corazón una frase de protesta
o un argumento capaz de retenerla, un día, una hora, un minuto, el
tiempo necesario para que entrara en razón o para que se fuera si es que
había de irse con todos los honores de su dignidad. No. No te creo.
Tú me engañas. Tú la has ofendido gravemente, tú la
has arrojado de esta casa. ¡Luisa, Luisa! ¡Tú has cometido
un crimen!
|
LUISA.-
¡Roberto! ¡Olvidas que en todo caso habría
ejercido un derecho!...
|
ROBERTO.-
¡Ah! ¡Lo confiesas!...
|
LUISA.-
No confieso nada. Te recuerdo simplemente que soy tu
esposa.
|
ROBERTO.-
¡Magnífica ocasión de ejercer tus
derechos de esposa! ¡Magnífica! Tienes que estar muy perturbada y
fuera de ti, Luisa, para que intentes justificar de esa manera tu conducta.
¿Ignoras lo que ha hecho Renata, por ti y por todos nosotros?...
|
LUISA.-
No lo ignoro, ni pretendo desconocerlo.
|
ROBERTO.-
Ignoras entonces lo que vale el sacrificio de una vida.
—44→
Te quejabas no hace mucho de un despojo. Ella era el único
despojado entre nosotros. Ella. Le hemos arrebatado la juventud,
¿entiendes? Las ilusiones, las esperanzas, la frescura, las
alegrías de su juventud, lozana como una primavera.
|
LUISA.-
¡Roberto, no hables así!... ¡Me haces
daño!
|
ROBERTO.-
La hemos marchitado, la hemos envejecido de cuerpo y de
espíritu, le hemos puesto una toca de monja, avezándola
prematuramente en la contemplación del dolor y la miseria.
|
LUISA.-
¡Roberto, tú la amas!...
|
ROBERTO.-
(Sin oírla.) Todo nos
lo ha dado, todo nos lo ha sacrificado, con un desinterés supremo, con
una abnegación sin límites. ¿Sabes por qué
desistió de su enlace? Para ser la madre de nuestros hijos. Sí.
Para ser la madre de hijos ajenos, renunció a las emociones de la propia
maternidad.
|
LUISA.-
¡Roberto, tú la amas!
|
ROBERTO.-
(Como antes.) Renunció a
su independencia, a su reposo, al hogar feliz que la aguardaba como una dulce
realización de sus más acariciados ensueños, para venir a
compartir la miseria de nuestra vida sin sonrisas. Nada le quedaba por
entregarnos a esa noble criatura, ni los bienes materiales. Con su fortuna
hemos comprado un poco de oxígeno para tus pulmones.
|
LUISA.-
¡Roberto, tú la amas!
|
ROBERTO.-
¡Oh! Ese tenía que ser el pago de tanto
heroísmo. La injuria de una odiosa, de una abominable sospecha.
¡Oh! ¡No!... ¡No!... ¡No!... ¡No será
así!... Tú has perdido el dominio de tus sentimientos. La fiebre
te ha hecho cometer el crimen. Tenemos que reparar, sí, reparar la
horrenda injusticia. ¡Oh!
(Llamando.) ¡Renata!...
¡Tenemos que pedirle perdón de rodillas, de rodillas!...
¡Renata!... ¡Corro a buscarla!...
(Lo hace.)
|
LUISA.-
¡No, no la llames!... ¡No la llames, Roberto!...
¡Me condenas me matas!... ¡Roberto!...
|
—45→
|
ROBERTO.-
(Desapareciendo, alterado y
descompuesto.) ¡Renata!... ¡Renata!...
¡Renata!...
|
LUISA.-
(Al mismo tiempo.)
¡Roberto!... ¡Roberto!... ¡Roberto!...
(Cae de rodillas junto a la puerta
sollozando. Pausa. Luego se incorpora y con gesto de supremo
desconsuelo.) ¡Todo, todo ha concluido!... ¡Todo!...
(Se desploma en una silla y se entrega
a un agitado proceso mental. Se alza después de unos instantes con la
seguridad de una resolución enérgica y corre hacia el escritorio,
forcejeando por abrir el cajón en que
ROBERTO ha guardado el revólver.)
¡La completa liberación!...
|
Escena I
|
|
RENATA,
ALBERTINA,
MIJITA.
|
|
(Ésta, hundida en un canapé,
duerme profundamente.)
|
RENATA.-
¡Debe ser muy tarde ya!...
(Va a mirar el cielo sin descorrer las
cortinas.) Es de noche aún...
(Volviéndose.) Pero
cantan los gallos. ¿Qué dirán en su casa, Albertina?
|
ALBERTINA.-
¡Oh! Duermen todos.
|
RENATA.-
Ramos es un trasnochador impenitente.
|
ALBERTINA.-
El club, Renata. Felizmente, ahora poco cuida de su
profesión, pero antes, antes ese hábito era un verdadero
sacrificio. Acostarse a las cuatro o las cinco de la mañana y tener que
levantarse dos o tres horas después para atender su clínica y
visitar a los enfermos. ¡Figúrate! ¿Ustedes estarán
muy rendidos?...
|
RENATA.-
Yo no siento la menor fatiga y eso que en estos dos
días, tres casi, habré dormido a lo sumo un par de horas de
continuo. Roberto ha descansado menos, pero está horriblemente
sobreexcitado. Se sostiene a fuerza de café que bebe en dosis enormes, y
de licores...
|
ALBERTINA.-
Deben procurar que descanse.
|
RENATA.-
¡Quién lo convence!... Ahora si las noticias que
nos da Ramos son favorables, como lo espero, trataremos de que tome un
calmante.
|
ALBERTINA.-
Ramos le dejó ayer una fórmula de cloral.
|
RENATA.-
Tendrá que hacérsela beber él mismo. Si
él no lo convence...
(Interrumpiéndose con un
estremecimiento.) ¿Eh?... ¿Qué es eso?...
|
ALBERTINA.-
Nada. Mijita que sueña fuerte.
|
—47→
|
RENATA.-
¡Ah!... Yo también estoy con los nervios en
tensión. El menor ruido me produce un sobresalto...
|
ALBERTINA.-
No es para menos, hija. ¿Por qué no mandas a
dormir a esa pobre vieja?
|
RENATA.-
Otro imposible.
|
ALBERTINA.-
¡Es que a este paso se van a enfermar todos!...
|
RENATA.-
Vamos a tentarlo.
(Se acerca a
MIJITA.) ¡Vieja!
¡Mijita!...
|
MIJITA.-
(Irguiéndose con trágico
sobresalto.) ¡No!... ¡no le hagan nada!... ¡Yo la
defiendo!... ¡Yo!... ¡Yo!...
(Despertando.) ¡Ah!
¡Eras tú!... Mira, casi me he dormido. Si no me hablas,
seguramente me vence el sueño.
|
RENATA.-
¿Por qué no te acuestas un rato, Mijita?
|
MIJITA.-
¡Para qué, si no podría dormir!
|
ALBERTINA.-
Para que descanse el cuerpo. Tú no estás en
edad de hacer estas pruebas...
|
MIJITA.-
Soy más fuerte que todos ustedes. Voy a ver si es hora
de darle la medicina a mi hijita Luisa.
|
RENATA.-
Aguarda. Está el doctor.
|
MIJITA.-
¿Es posible? No puede ser. Yo lo hubiera sentido
entrar.
|
RENATA.-
Te digo que está.
|
ALBERTINA.-
Hacen muy mal en dejarme dormir así, entonces.
Demasiado saben que soy quien la atiende, quien le da los remedios,
única persona que puede cuidarla. La única que tiene derecho a
cuidarla, la única, la única, la única...
(Se va refunfuñando por la
derecha.)
|
RENATA.-
¡Allí la tienes!
|
ALBERTINA.-
Un perro.
|
RENATA.-
Un perro viejo, lunático. Acabas de oírla. Todo
el santo día rezonga así. Nadie ama aquí como ella a la
hijita Luisa; nadie sabe ni quiere cuidarla. ¡Ni quiere cuidarla! El
temor de perderla le sugiere las más extravagantes ocurrencias.
Figúrate que en los primeros momentos hasta pretendía que Roberto
no se acercara al lecho de Luisa. «Retírese de aquí. Usted
es un miserable. Usted es el causante de su muerte»...
|
—48→
|
ALBERTINA.-
Chocheces, manías de vieja.
|
RENATA.-
Tiene una teoría muy rara. Cree que la única
expresión posible del dolor es el llanto, y las actitudes
trágicas.
|
ALBERTINA.-
Ella sin embargo es la resignación misma.
|
RENATA.-
¡Ah! Pero ella no es el marido ni la hermana de la
pobre Luisa. La adora como la más tierna y cariñosa de las madres
podría adorar a un hijo. Quizás la muerte de Luisa la lleve a la
tumba, pero pretende que los vínculos de sangre tienen que determinar un
afecto más hondo, más intenso que el suyo «el de una pobre
sirvienta» -son sus palabras- y su pobreza de espíritu no concibe
la serena resignación con que tanto Roberto como yo, aguardamos el
desenlace previsto e inevitable del drama de esa vida amada. A eso obedecen sus
recriminaciones...
|
ALBERTINA.-
¡El desenlace inevitable!... Ramos, desde que
empezó a asistirla me dijo que sólo un milagro podría
salvarla.
|
RENATA.-
¡Recuerdas cuánto se ilusionó con la
noticia del descubrimiento de Behring!...
|
ALBERTINA.-
¡Pobre Luisa! ¡Pobre amiga!... Lo que
habrá padecido al ver desvanecidas sus últimas ilusiones.
|
RENATA.-
Se aferró en seguida, a la esperanza de un error de
diagnóstico.
|
ALBERTINA.-
Pero ahora está convencida de su fin
próximo.
|
RENATA.-
Parece desear la muerte como una liberación.
|
ALBERTINA.-
¡Qué tristeza!... ¡Qué dolor!... Yo
sería incapaz de resignarme a morir.
|
RENATA.-
Yo lo preferiría. Sólo deben vivir los
sanos.
|
Escena V
|
|
ROBERTO,
RAMOS.
|
|
ROBERTO se sirve una nueva copa de
coñac.
|
RAMOS.-
¿Más coñac? ¡No, hombre, no! No es
razonable.
|
ROBERTO.-
Quisiera aturdirme un poco.
|
RAMOS.-
¿También piensas tú que el alcohol
aturde? Duerme. Lo necesitas. Podría darte una inyección de
morfina.
|
ROBERTO.-
Déjame así. Dime ¿cuánto crees
que pueda durar aún?
|
RAMOS.-
¿Luisa?... Es imposible precisar con certeza el
desenlace. Si esta reacción continúa podrá tirar algunos
meses.
|
ROBERTO.-
¿No temes alguna complicación?
|
RAMOS.-
Tenemos que esperarlo todo.
|
ROBERTO.-
¿Todo, verdad? La muerte también.
|
RAMOS.-
Ya te lo he dicho. ¿Es que ese ánimo empieza a
decaer? ¿Te espanta la inminencia del golpe final?
|
ROBERTO.-
No me espanta. Lo deseo, ¿sabes?
(Acentuando.) Lo deseo.
|
RAMOS.-
(Estupefacto.)
¡Hombre!...
|
ROBERTO.-
Te parece una atrocidad. Pues es así, es así.
Lo deseo.
|
RAMOS.-
Me explicaría ese sentimiento ante la perspectiva de
una larga y dolorosa agonía. Pero en este caso no
—51→
existe
semejante temor. Luisa se consumirá en una progresiva languidez,
apacible y esperanzada.
|
RAMOS.-
¿Y si así no fuera?
|
RAMOS.-
Te aseguro que así será.
|
ROBERTO.-
¿Y si estuviera condenada al tormento de una
agonía moral más cruel que todos sus dolores físicos?
|
RAMOS.-
No te entiendo.
|
ROBERTO.-
(Después de cerciorarse de que
nadie viene.) Yo le arranqué el revólver de las manos.
¿Comprendes, ahora?
|
RAMOS.-
Entendámonos, Roberto. Estás tan febriciente
que no sabes lo que dices o me vienes con una confidencia literaria.
|
ROBERTO.-
No hago literatura. Luisa estuvo a punto de pegarse un tiro.
La sorprendí en el momento en que violentaba la cerradura del escritorio
y se apoderaba de mi revólver para matarse. Yo nada te había
contado por falta de oportunidad o mejor dicho, porque creí poder
mantener en secreto este drama de mi hogar y de mi vida. Pero ese secreto se ha
convertido en una obsesión espantosa, inaguantable, y antes que el
delirio o el alcohol me lo hagan decir a gritos quiero que tú me alivies
de su peso.
|
RAMOS.-
Vamos. Serénate y habla.
|
ROBERTO.-
Yo puse el arma en manos de Luisa. ¡Yo!...
|
RAMOS.-
¡Ah! ¡No!...
|
ROBERTO.-
¡Yo, yo, yo!...
|
RAMOS.-
No, no. En este tono no andaremos bien. Expón los
hechos tranquilamente que ya le llegará su turno a la
distribución de responsabilidades. No te castigues aún.
|
ROBERTO.-
(Serenándose.)
Sí, tienes razón.
(Pausa.) Tu conoces muy de
cerca mi vida. Sabes que ha transcurrido sencillamente, sin lucha, sin
conflictos ni complicaciones de ningún género. Mi matrimonio
—52→
no fue otra cosa que un episodio amable en la serenidad de mi
existencia. Encontré a Luisa en mi camino, fresca, hermosa, sutilmente
espiritual y comprensiva. La amé, me amó y formamos un hogar
modelo de apacible convivencia. Ni una nube, ni el menor barrunto de
perturbación. Sanos de cuerpo y espíritu, ni ella ni yo
podíamos aspirar a más. Pero sobreviene la enfermedad de esta
criatura. ¡Eh!... No es nada. Un contratiempo, un factor negativo de
antemano descontado en el fácil problema de nuestra dicha.
¿Qué se agrava? Un poco de inquietud, un poco de piedad y un
crescendo de afecto y de ternura
por la amada sufriente. ¿Qué se agrava más aún?
¿Qué se llega a temer por su existencia? Ese temor no me
alcanzó; no llegó a conmover mi seguridad, mi optimismo, mi fe,
la fe de mi salud en la resistencia de ese organismo pletórico de sanas
energías. ¿Lo recuerdas? ¡Oh!... Pero luego vino la
condena, la espantosa revelación de la impotencia humana contra los
elementos inexorables, y ante ese fallo inapelable todo cuanto en mí
vibraba se desmoronó. De esa fe mía que era un roble, fueron una
a una cayendo las hojas, los brotes, desgajándose los retoños, y
la fronda de mis esperanzas quedó convertida en mísero
montón de cosas inertes, de hojas secas, de ramas sin savia en redor del
viejo tronco inconmovible. ¡Oh!... ¡Tú sabes cuánto
he sufrido!... ¡Qué injusticia! ¡Qué injusticia!
¡Qué injuria, el aniquilamiento de esa vida grávida de la
eterna potencia!... ¡Qué dolor!... Sin embargo, yo estaba sano,
¿me entiendes? Sano, incontaminado. Subsistía el viejo tronco
arraigado en el mismo corazón de la tierra y sus venas comenzaron a
hincharse, a hincharse y la desolación de aquella derrota a animarse con
la alegría de las verdes reventazones. ¡Oh! ¡La salud!
¡La salud! Madre egoísta del instinto creador, nos traza la ruta
—53→
luminosa e inmutable y por ella va la caravana de peregrinos de lo
eterno y va, y va y marcha y marcha y marcha sin detenerse un instante, sin
volver los ojos una sola vez, sordos los oídos al clamor angustioso de
los retardados y los exhaustos que va dejando en el camino, que nunca se vuelve
a recorrer... Sí. Yo estaba sano. Me conformé. ¡Me
resigné! Los inconsolables caen bajo el dominio de la patología.
Luisa incapacitada para las glorias de la maternidad, se convirtió para
mí en un objeto de ternura, de infinita ternura. Era todo cuanto
podía darle. Ella se conformó. Advirtió la mudanza, y
reclamó sus derechos a la vida integral, sospechó la verdad de su
estado y se la ocultamos para no atormentar más su larga agonía.
Cuando hubimos de decírsela, no quiso creerla y desde entonces a medida
que aumentaba su confianza en el porvenir, sus protestas se acentuaban por el
despojo que presintiera en los primeros momentos y que no podía pasar
inadvertido a su espíritu de análisis sutilizado y exacerbado por
el mismo mal que la consumía. Un día no pudo más.
Estalló. Arrojó a Renata de ésta casa o consintió
que se alejara en condiciones que significaban lo mismo. Yo no tuve bastante
dominio sobre mis impresiones para disimularlas o desnaturalizarlas y
explotaron, estallaron con una violencia insospechada por mí mismo y
corrí en busca de Renata, loco, ciego, sin comprender que dejaba en el
espíritu de la infortunada compañera la desolación de una
evidencia brutal, sin comprender que dejaba en sus manos el revólver con
que había de sorprenderla un instante después, a punto de
matarse.
|
RAMOS.-
¡Oh! Luego tú...
|
ROBERTO.-
Amo a Renata. Sí, amo a Renata, con todas las fuerzas
del alma y del instinto y con todos los derechos de mi salud. No puedo negarlo
y no me
—54→
avergüenzo de esta pasión que no es una
imprudencia ni un crimen.
|
RAMOS.-
¿Y Renata?...
|
ROBERTO.-
Ella nada sabe de esta tragedia. Volvió a esta casa
cuando Luisa se puso tan mal, para asistirla con la devoción de
siempre.
|
RAMOS.-
¿Ignora por completo tus sentimientos?
|
ROBERTO.-
Nada le he dicho. Nada le he dado a comprender, pero tengo la
certidumbre de haberla atraído a mis destinos, con el imán de mis
energías expansivas. Nada me acusaría pues, nada nos
acusaría. Habríamos aguardado sin la menor impaciencia, te lo
juro, aunque durara años la desaparición de Luisa, para emprender
nuestra marcha. Luego aquí no hay más que un crimen, el horrendo
crimen de haber amargado, envenenado los últimos días de la
querida enferma, dejándole comprender la verdad de su despojo. Yo, yo,
yo soy el único criminal. ¿Cómo evitar, cómo
reparar los efectos del daño, cómo llevar un poco de paz a ese
espíritu torturado por la desesperanza? Ahí tienes la
explicación de mi problema. Resuélvelo si eres capaz.
|
RAMOS.-
¿La revelación fue tan decisiva?
|
ROBERTO.-
Talvez no; pero su convencimiento es inquebrantable. Ya lo
ves. Iba a matarse.
|
RAMOS.-
Es muy posible que exageres un poco y que eso que crees un
convencimiento no sea otra cosa que una impresión transitoria. Por otra
parte no hay nada más accesible al consuelo que un espíritu que
empieza a sentirse corroído por la desesperanza. Cálmate pues.
Tienes buen deseo y tienes ingenio. Prodígale tu solicitud y tu ternura
y verás cómo pronto recobra su calma la pobre Luisa.
|
ROBERTO.-
¿Y si así no fuera?...
|
RAMOS.-
Será así. Lo que hemos conversado me permite
decirte sin ambages esta crueldad, deja que obre el mal, deja que obre el mal.
El alma más templada
—55→
se quebranta, las energías
morales se relajan al par que las energías del organismo y acabamos por
llegar a un estado que únicamente nos deja ver las cosas a través
del cristal verde de la esperanza o del cristal sonrosado de la ilusión.
Si estás en paz contigo mismo no te atormentes más.
|
ROBERTO.-
¿Es un reproche?
(Clarea un poco.)
|
RAMOS.-
No, Roberto. Te he comprendido bien. Eres un fuerte. Pero toma
un poco de cloral. Lo tienes por ahí.
(Buscando sobre el escritorio.)
Debe ser éste. Bebe un par de tragos.
(ROBERTO toma el
cloral.) Así.
|
ROBERTO.-
Y ahora dime, dime con franqueza ¿qué piensas
de mí?
|
RAMOS.-
¡Hombre!... Pienso, que eres un ingenuo.
|
Escena
VII
|
|
ROBERTO,
RENATA.
|
|
ROBERTO se extiende perezosamente sobre el
diván, cada vez más dominado por la fatiga. El calmante va
amodorrándolo poco a poco.
|
|
RENATA, después de acompañar a
ALBERTINA y a
RAMOS, se vuelve al escritorio disponiéndose
a trabajar. La fatiga la invade también visiblemente.
|
ROBERTO.-
(Adivinando la presencia de
RENATA.) Renata, ¿qué hace
usted?
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RENATA.-
Pongo en orden estas pruebas para corregirlas.
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ROBERTO.-
¿De modo que no quiere descansar?
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RENATA.-
Estoy desvelada y aprovecho el tiempo.
(Pausa larga.
ROBERTO se revuelve sin encontrar una postura
cómoda.)
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ROBERTO.-
Renata. ¿Sabe usted que los niños la
extrañan mucho?
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RENATA.-
No tanto. Dice Albertina que revolotean alegremente.
(Pausa más larga.)
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ROBERTO.-
Renata. Acérquese usted, venga un momento.
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RENATA.-
Con mucho placer.
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ROBERTO.-
Siéntese a mi lado. Así.
(Después de un momento con voz y
ademanes languidecientes.) El doctor Ramos acaba de llamarme ingenuo
por mi fe en las fuerzas conservadoras del instinto. ¿Qué piensa
usted?
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RENATA.-
Que tiene usted razón.
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ROBERTO.-
¿Y por qué piensa así?
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RENATA.-
Porque también creo.
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ROBERTO.-
¿Usted no teme que ese optimismo pueda ser
criminal?
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RENATA.-
No le entiendo.
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ROBERTO.-
¿No ha llegado a pensar que pueda ser un pretexto para
disculpar bajos, sucios, innobles apetitos?...
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RENATA.-
Cabe en lo posible, tanto que es lo más frecuente
—57→
ver desnaturalizada la misión inequívoca de los
sentidos. Por eso seguramente el doctor Ramos le llamaba a usted ingenuo.
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ROBERTO.-
¿Luego usted cree que nada tenemos que
reprocharnos?
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RENATA.-
(Inquieta.)
¿Quiénes?...
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ROBERTO.-
Nosotros. Usted y yo...
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RENATA.-
Roberto ¿por qué habla así?
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ROBERTO.-
¿Piensa que nada tenemos que reprocharnos?
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RENATA.-
No. No prosiga usted. No le entiendo. No quisiera
entenderlo.
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ROBERTO.-
Nuestros destinos están ligados ya. Venga, venga.
Hablemos serenamente del porvenir.
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RENATA.-
No, calle usted, calle usted. Una palabra más y
comenzaremos a ser criminales, horriblemente criminales. ¡Oh, por
qué todo ha de ser así!...
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ROBERTO.-
Renata. Yo la he amado...
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RENATA.-
Basta, Roberto. Hemos concluido. Acaba usted de romper el
encanto...
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ROBERTO.-
Venga, Renata, venga. ¿Por qué mentir!...
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RENATA.-
¿Por qué? ¡Oh! ¡Mire usted un
momento hacia allí!...
(Señalando la habitación
de
LUISA.)
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ROBERTO.-
No se mira hacia atrás. El lamento de los exhaustos no
llega a la caravana ascendente de peregrinos de lo eterno. No llega, no llega,
no llega.
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RENATA.-
Se acabó, Roberto.
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ROBERTO.-
No llega... No llega... No llega...
(Se duerme.)
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RENATA.-
(Se vuelve y al verlo
dormido.) ¡Oh!... Era la fatiga... El delirio lo hizo hablar...
(Lo contempla un momento.)
¡Oh! Pobre compañero... ¡Noble amigo!...
(Dominada, vencida por la ternura,
languideciendo con sensualismo enfermizo, se deja caer en la silla, besa
levemente a
ROBERTO en la frente, reclina la cabeza y queda
adormecida.)
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