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ArribaAbajoEspacios reales y transfigurados en la obra de Mario Benedetti: los perseverantes «andamios» de la memoria

Sylvia Lago (Universidad de la República, Uruguay)


En cada país del Cono Sur la represión tiene sus propias características, crea sus propios métodos, define su espacio político-cultural, y en cada uno de los países las respuestas de los escritores se dan de diferentes maneras, de acuerdo con su capacidad de maniobra, eficacia e imaginación para producir en un entorno opresivo.


Pedro Orgambide                


En este continente latinoamericano donde los espacios de «lo real pavoroso» -es expresión del escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum- y aquellos elaborados por la ficción suelen separarse apenas por una sutil línea de vértigo; en estos territorios donde, como sostiene Mario Benedetti, la muerte ha dejado de ser para el escritor «una preocupación ontológica» y se ha convertido en «una absurda, prematura e injusta interrupción de la vida», los actuales códigos semióticos conceden cada vez mayor importancia a la significación que poseen las apoyaturas físicas sobre las cuales -e integrándola- se desarrolla la acción ficcional. Al dibujarse en el entramado textual los insoslayables trazos de lo social -así se trate de una pieza teatral o de los lugares y objetos que ofician de marco referencial en el devenir narrativo- estos «encuadres físicos» reclaman del destinatario -aun teniendo en cuenta la variabilidad de los ángulos de visión sociocultural en los que está implicada toda lectura- no solamente una aguda recepción imaginaria -mirada «cómplice» o participativa- sino también un estar alerta a otros aspectos sensoriales -auditivos, táctiles, aun olfativos- que le permitan captar esa «dinámica de trueques y prestaciones» que se genera entre los diferentes niveles imbricados en el texto: histórico, religioso, psicológico, mítico, fantástico, ético, estético.

Ciertas experiencias humanas que suelen presentarse como funciones metahistóricas -el sexo, el idioma, el hambre y otras carencias derivadas de las diversas formas de coacción ejercidas por los opresores sobre los oprimidos, llegan a comprometer directa y prioritariamente al cuerpo humano considerado como «espacio político». «Las relaciones de poder operan sobre él como presa inmediata: lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio», sostiene Michel Foucault65, y agrega luego que «la historia de los castigos» ha llevado consigo, a través de los siglos, una «historia de los cuerpos», de su fuerza, de su docilidad o sumisión, fuertemente vinculada a las estructuras jurídicas, a las ideologías, a las creencias de cada época. El cuerpo se convierte pues, en campo de combate, de desafío, de provocación, de resistencia. Él mismo crea y distribuye en su materialidad las estrategias de lucha y, como en un mapa, se van delineando las «marcas» que en el «territorio humano» produce el entorno, que dibuja senderos expresivos, puntos de convergencia, signos y huellas imperecederas, en fin, del devenir histórico. Reproduciendo de este modo, a nivel individual, los «focos de conflicto», las señales que deja el ejercicio ilimitado del poder, la «sagacidad perversa» de sus dispositivos pseudolegales.

Rodeando a ese «cuerpo político» encontramos el espacio exterior (natural o artificioso) que también incide en el cuerpo y en el comportamiento humanos. Ámbitos claramente definidos en la literatura latinoamericana, ellos se formalizan, por lo menos, en dos modalidades ficcionales: una determinada por la incidencia del espacio abierto, en el cual la naturaleza puede manifestarse con carácter participativo: solidario o adverso; pienso, por ejemplo en Horacio Quiroga, cuya narrativa de la selva presenta, a veces, esas figuraciones expresivas; o en Juan Rulfo, en cuya obra el entorno físico somete al individuo a una ardua intemperie existencial. La otra modalidad tiene que ver con el espacio cerrado, ocluso, es decir, aquellos recintos donde el sujeto cumple su peripecia vital sometido a fuerzas que lo disminuyen notoriamente, condenándolo a una mera sobrevivencia biológica.

Aparecen aquí los múltiples métodos de represión con sus instrumentales correspondientes, que llegan a apropiarse, incluso, de «las instancias internas del psiquismo humano»66. Plazas, portales, explanadas, calles, caminos, cruces de senderos, zonas desérticas o semidesérticas de nuestro continente, grandes llanuras, selvas, etc., constituyen «sitios» abiertos en los cuales se han librado grandes batallas que el arte testimonia y que conciernen, principalmente, a la colectividad. En cuanto a los escenarios cerrados, cobra especial potencia en el macrotexto literario latinoamericano el espacio ocluso, particularmente en obras que plantean instancias de la lucha liberadora contra el poder omnímodo de los gobiernos o las dictaduras militares. El calabozo, la mazmorra que somete al individuo a condiciones infrahumanas, son perceptibles ya en novelas fundadoras, como Periquillo Sarniento, del mexicano Fernández de Lizardi (1776-1827) y, a medida que la violencia se ejecuta con mayor rigor, surgen, perfectamente tipificados, ciclos que explicitan esta temática; tal «la novela sobre el dictador latinoamericano», con ejemplos como El Señor Presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que recompone el período de terror impuesto en su país por el dictador Estrada Cabrera, o Yo el Supremo del paraguayo Augusto Roa Bastos, basada en la sobrecogedora presencia del tirano José Gaspar Rodríguez de Francia. En ellas se observa claramente «la violencia del único», infringida de forma implacable, como sostiene Freud, «sobre los individuos o grupos que le hacen frente»67.

Benedetti se ha referido a esas novelas en su valioso ensayo El recurso del Supremo Patriarca68, en cuyo titulo combina sagazmente vocablos que integran los títulos de tres de esas novelas paradigmáticas.

Con tema de tan amplios registros como el que nos habíamos propuesto tratar aquí: «Espacios reales y transfigurados en la obra de Mario Benedetti», y en razón del breve tiempo de que disponemos, hemos debido hacer un recorte significativo y limitarnos a exponer sólo algunas reflexiones acerca de uno de los muchos espacios que sustentan su ficción.

Ese ámbito ilustra un aspecto importante de su amplia y polifacética producción, y da cuenta del estrecho vínculo existente entre la travesía escritural de Mario -cincuenta años de creación ininterrumpida- y el proceso ideológico-cultural de nuestro país y de nuestro «continente mestizo», al cual el autor ha estado entrañablemente unido, convirtiéndose en uno de esos escritores ejemplares de los que habla el ensayista cubano Juan Marinello; aquellos que han sabido «traducir cabalmente la existencia de su entorno».

Nos referimos a la presencia del espacio-cuerpo como «escenario del infierno» (M. Foucault), reveladora, en la totalidad de la obra benedettiana, de esa pluralidad de sentidos que se entrecruzan, subyacen o aun dialogan en el corpus textual de un creador, ofreciéndonos, como sostiene Umberto Eco, «un sistema de signos a develar», poblado de «repliegues insospechados y sutilezas ignoradas»69.

El cuerpo convertido, entonces, en espacio político, vencido en ocasiones, otras imponiéndose, desde su exacto «saber», desde la interna y sabia organización de sus fuerzas, al «aparato de justicia punitiva donde la violencia es uno de los costos de vivir en el Tercer Mundo, en sociedades conflictuadas o represivisadas», como señala el penalista uruguayo Gonzalo Fernández en su estudio sobre «Ley, saber, transgresión»70.

Hemos elegido algunos textos representativos que marcan hitos en el itinerario de Mario Benedetti: el cuento titulado «Péndulo», incluido en el volumen La muerte y otras sorpresas de 196871; el cuento «Geografías»72, que abre el volumen homónimo, publicado en 1984; la pieza dramática Pedro y el Capitán, de 197973, llevada a escena en distintas ciudades del mundo y merecedora del premio «Amnistía Internacional», un poema del libro Preguntas al azar, de 198674 y parte de un reciente poema publicado en el Semanario Brecha de Montevideo, titulado «Soliloquio del desaparecido»75. Como vemos, tres géneros ilustrativos de la obra de Benedetti, cultivados por cierto con igual talento: cuento, drama, poema; todos ellos sostenidos por los perseverantes «andamios» de la memoria, «ese esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir», para decirlo con palabras de Miguel de Unamuno.

En el cuento titulado «Péndulo» se narra la historia de una vida a través de las contingencias experimentadas por un cuerpo desde «el primero de sus llantos» hasta que la mirada, que ha permanecido «largamente abierta» entra en «un blanquísimo silencio» y el péndulo «deja de oscilar». Entre las muchas peripecias que van componiendo la existencia del protagonista, una se convierte en importante núcleo de irradiación semántica, ligando de forma contrastiva dos episodios: el recuerdo de un preámbulo amoroso y el de una escena de tortura.

Transcribimos: «Ella dejó el cigarrillo encendido en el borde de la mesa de noche, y se tendió en la cama. Él se quitó la camisa y antes de seguir desnudándose, se inclinó hacia ella. De pronto pegó un salto: el cigarrillo le había quemado la espalda». Y en la continuidad dictada por el fluir de la conciencia se enlazan, en eficaz y rápida oposición, las dos vivencias, determinando la súbita aparición de otra escena rememorada: «Profirió un grito ronco y no pudo evitar que los ojos se le humedecieran. 'Bueno', dijo el hombre de marrón al hombre de gris: 'Por ahora no lo quemes más'». Estamos en la década del 60; las sesiones de tortura no han cobrado aún en nuestro país las sutilezas vesánicas que se producirán en épocas posteriores. El interrogatorio continúa en base a amenazas que hacen surgir en el acuciado un sentimiento clave: el miedo. Recordamos a propósito, algunas palabras de nuestro escritor Eduardo Galeano incluidas en su texto «Desmemoria 2»76: «El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. (...) La dictadura trajo el miedo de escuchar, miedo de decir, nos convirtió en sordomudos». Pero cuando el cuerpo es atormentado, el miedo puede manifestarse de otros modos. El protagonista de «Péndulo» no ha recibido aún el adiestramiento necesario para adoptar una verdadera actitud defensiva, o no ha asimilado esa «tecnología política del cuerpo», al decir de Foucault, que le hubiera permitido soportar el tormento; cede, pues, ante los primeros efectos represivos que operan sobre su carne.

«En cuestión de barbarie y crueldad, es un fenómeno inexplicable lo amplio de la imaginación de los hombres», señala Jacourt77. Los recursos que promueve el uso bien administrado del silencio fallan ante la inminencia de nuevos castigos: con sólo algunas expresiones -por supuesto nada sutiles- del «discurso persuasivo» que emite el torturador: «Bueno, Pepe», dijo el de marrón, «si el botija sigue callado no vas a tener más remedio que encender el cigarrillo», la víctima se desmorona internamente y delata.

El juego de la gestualidad y la referencia al objeto agresivo actúan de inmediato: «Él escuchó, sin mirar, el ruido que hizo el fósforo al ser frotado contra la suela del zapato. Todo su cuerpo se organizó para la resistencia, pero seguramente descuidó alguna zona, porque de pronto su boca se abrió, independiente de su voluntad, como si fuera la boca de otro, y pronunció con claridad pasmosa: '18 de agosto'». «Canta», pues -es vocablo de la jerga que alude a la delación-, el dato, la fecha que se le pedía. La lucha de conciencias -si es que ha existido en este caso- ha librado una exigua batalla. Y el victimario -tuerca menor dentro del gran engranaje del poder- expresa su desprecio (que encierra también el desagrado porque no le es posible continuar su sesión): «La voz del tipo de marrón sonó secretamente decepcionada: 'Francamente, creí que eras más duro'. 'Soltalo, Pepe, ponele una curita sobre la quemadura, devolvele las cosas y que se largue'». La descripción del lugar que circunda el cuerpo político no es, en este caso, demasiado explícita: se trata de una sala de interrogatorios, donde pueden verse implementos como los potentes focos de luz, los grandes reflectores que impiden dormir al interrogado. No se han configurado plenamente, en la literatura uruguaya, otros espacios oclusos vinculados directamente con la lucha revolucionaria: túneles (como los que darán apoyatura a la famosa novela en verso de Benedetti El cumpleaños de Juan Ángel de 1971); «berretines», «enterraderos» utilizados por los rebeldes como circunstanciales lugares de ocultamiento; o directamente cárceles devastadoras y desgastadoras del cuerpo y del espíritu como el Penal de Libertad, escenario que aparecerá más adelante en Las manos en el fuego, novela testimonial del periodista y escritor uruguayo Ernesto González Bermejo, o el escalofriante establecimiento de reclusión de La Perla en la ciudad argentina de Córdoba (los nombres de esos recintos parecen ironías trágicas) lugar en el cual transcurre gran parte de la novela El tigre y la nieve del uruguayo Fernando Buttazoni, donde la tortura se ejerce principalmente -y de forma brutal- en el cuerpo femenino.

A esta última variante nos referiremos ahora, cuando tratemos el cuento de Mario «Geografías», de 1984. Más de quince años han pasado desde la publicación de «Péndulo». Una década y media en la cual se han ido formalizando la lucha revolucionaria, la guerrilla urbana, los secuestros, y se ha implantado la férrea, inclemente dictadura militar que padeciera Uruguay y que produjera, entre otros males, el exilio masivo de compatriotas. Las formas de la tortura se perfeccionan en ese lapso, enseñadas y dirigidas muchas veces por instructores extranjeros como el tristemente recordado Dan Mitrione. Y los «espacios interiores» de la angustia, la inseguridad, la desconfianza, el terror, se acentuaron, materializando la lóbrega atmósfera de la con razón llamada «década infame».

La visión desde el exilio -tema político generador de un amplio corpus literario que actualmente estudiamos- proporciona al escritor -con frecuencia «cerebro-espejo» de su época- perspectivas diferentes; elabora otros recursos técnicos, promovidos, es obvio, por los acucios de la obligada ausencia: «mutación de realidades varias», «restauraciones imaginarias», «andamios reales o metafóricos» -para decirlo con palabras del propio Benedetti en prólogo de la novela Andamios, de 1995- que el artista construye en base a un empecinado esfuerzo de la memoria, que se convierte en verdadero sostén del país recreado imaginativamente y ¿por qué no?, en propio sostén del exiliado.

Eacute;sta es la situación que se vive en el cuento «Geografías», cuando, en el café de una avenida parisina, dos jóvenes exiliados políticos inventan «para de algún modo convencerse de que se están quedando sin paisaje, sin gente, sin cielo» -es decir, sin ese fundamento incanjeable que es nuestra tierra, el «terruño», como quiso llamarla otro escritor desterrado, de fines de siglo pasado, el novelista uruguayo Eduardo Acevedo Díaz -un juego, «un delirio zonzo», dice el narrador, que consiste en intercambiar preguntas sobre algunos detalles «de la lejanísima Montevideo: un edificio, un teatro, un árbol, un pájaro, una actriz, un café, un político proscripto, un general retirado, una panadería, cualquier cosa». Y el otro tiene que describir ese detalle, exprimiendo al máximo su «archivo mnemónico».

Paisajes, seres que lo habitan (o lo habitaron), recuperación a través del puente sutil de la memoria, del espacio perdido. En eso consiste el juego, por cierto nada «zonzo» sino intenso y revelador, en que se empeñan los amigos mientras beben su copa de beaujolais o alsace. Intento de recuperación, elaboración de andamios imaginarios que sostengan aquel universo que día a día se difumina. Estrategia del rememorante que no se resigna al borroneo de la «postalita», es decir, a que el entorno perdido hace diez años se hunda en un olvido inquerido (y no puedo dejar de evocar, a propósito, dos versos de un desgarrador poema del argentino Juan Gelman, promovidos por el deseo de recuperar la imagen del amigo desaparecido: «agarrando a Rodolfo / para que no se vaya tanto a sombras». El evocado es el gran escritor argentino y combatiente revolucionario Rodolfo Walsh, asesinado por los esbirros de la dictadura militar de su país, hace precisamente, en este 1997, veinte años. Rodolfo fue amigo fraternal de Mario).

En medio del juego, una silueta femenina aparece de súbito frente a los amigos, detenida en el cruce de la avenida, y es inmediatamente reconocida: se trata de Delia, compañera de la primera militancia juvenil, con quien uno de los personajes había mantenido una relación amorosa. De pronto se ilumina, se actualiza en el amante la ya remota y gozosa relación de los cuerpos: «la veo allí, esperando la luz verde y (esto es más fuerte que mi proverbial discreción) la desnudo con il pensiero» dice en su monólogo interior. Luego de repasar las peripecias que determinaron su separación (él ha logrado fugarse del país -«tuve que borrarme»-, ella ha caído presa), los dos hombres la llaman -«con gritos y grandes gestos, no se nos vaya a escapar»- y el dúo se convierte, en torno a la mesa del café Cluny, en un trío que rememora ansiosamente. Los exiliados acosan a la recién llegada con sus preguntas, quieren saber: «así que traés noticias frescas, postales nuevas, cómo está todo, que piensa la gente, contá carajo». Ella, durante media hora, recompone un escenario descaecido, donde todo es deterioro: la avenida principal, ya sin árboles, de la ciudad perdida, los edificios demolidos o sustituidos: teatros, cines, confiterías. Y en la imaginación del narrador se produce una quiebra moral, patente en el cuerpo que se siente agredido, derrumbado como toda aquella materialidad de la ya irreconocible ciudad: «De pronto advierto que los árboles de Dieciocho eran importantes, casi decisivos para mí. Es a mí a quien han mutilado. Me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas», dice, objetivando en su parlamento un agudo trasiego metafórico, que alude al hombre-árbol, a árbol-humanizado. Y que anuncia ya el dramático final del cuento, en el cual, con una delicadeza muy propia de Benedetti cuando trata ciertas relaciones intersubjetivas, especialmente las amorosas, otra vez emerge, con dimensiones, impensadas, el cuerpo como espacio político. Cuando, luego de un acuerdo vacilante por parte de Delia, la pareja se reúne en la pieza, -la «covacha», como la denomina el joven- que ocupa este exiliado, un nuevo juego de escasas palabras y de mucho silencio, librado a la gestualidad de los cuerpos que se aproximan, se rozan, se miran, empieza a producirse. No puedo eludir la transcripción del estupendo desenlace: «(Me toma una mano) y la guía lentamente hasta su suéter marrón, en realidad hasta uno de sus pechos bajo la lana peinada. No sé por qué comprendo que ese gesto no tiene su significado más obvio. Los ojos que me miran están secos. No puede ser, no va a ser, no hay regreso, entendés. Eso es lo que dice. Todos los paisajes cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros. Eso es lo que dice. Mi geografía, Roberto. Mi geografía también ha cambiado. Eso es lo que dice».

La referencia a la mutilación, a ese terrible estigma que la violencia física ha perpetrado en el cuerpo femenino, es reafirmada por la breve oración repetida tres veces: «Eso es lo que dice», que nos resulta, en su reiteración deliberada, una extraña, dolorosa letanía. Ese espacio vacío determina la clausura de una experiencia feliz; seguramente la modificación de un sentimiento; hasta, acaso, «la aniquilación de la existencia personal del individuo», como sostiene D. Winnicott en su artículo sobre la libertad restringida por la violencia78. Una pérdida irreparable, en fin, que involucra cuerpo y alma. La atmósfera abominable del teatro del suplicio queda temblando, también, en el silencio de la escritura.

Lejos estamos, por cierto, del espacio cerrado, sofocante, alienante, de la oficina, primero que nos presentara Benedetti en aquel excepcional período de su producción literaria, allá por los 60, cuando publica sus Poemas de la oficina, sus cuentos Montevideanos, su novela La tregua. Otros son los ángulos y perspectivas de lectura; otros los enfoques temáticos. Se han generado distancias, especialmente para los exiliados -y Benedetti cumplió su destierro político en Buenos Aires, Perú, México, España-; sólidas fronteras que sólo la memoria y su función creadora logra traspasar. El escritor da fe de esos apremios de la sensibilidad también en su poesía, ese género al que constantemente ha sido fiel. En Preguntas al azar, por ejemplo, poemario de 1986, donde, en series interrogativas que dejan al descubierto los resquebrajamientos del exilio, atestigua sobre abismos exteriores e interiores, muchas veces insalvables. (Y la pregunta, como ya lo hemos señalado en otros estudios posee, en la obra de Benedetti, función eminentemente elucidante). Oigámosle en el poema «Preguntas al azar» (II):


    ¿Dónde está mi país?
¿junto al río o al borde de la noche?
¿en un pasado del que no hay que hablar?
¿o en el mejor de los agüeros? ¿dónde?

La interrogante alude a un referente real -el país que tuvo que abandonar- pero también concierta un clima donde la connotación se vuelve simbólica, plurisémica: el país puede tomar formas diversas para emerger del recuerdo; entonces la memoria recompone un espacio sombrío que alude a «desolación», a «calabozos», a «celdas de fantasmas asiduos», deteniéndose en ciertas presencias que adquieren relieve en la imaginación del poeta: el país se encuentra forjado, definido, indeleble, en aquellos seres -cuerpos supliciados, desaparecidos, asesinados- que se convierten en testigos implacables de la América en lucha; la pregunta se orienta hacia nombres propios muy determinados:


    ¿en el incandescente laconismo de Ibero,
en la muerte incurable de Zelmar?

eñalando a seres imborrables de nuestro más o menos reciente pasado: el joven poeta revolucionario Ibero Gutiérrez y el brillante político que combatió ideológicamente contra la dictadura, Zelmar Michelini; ambos asesinados vilmente luego de secuestros infamantes, durante los regímenes de facto, en Uruguay y Argentina, respectivamente.

Continuando la travesía creadora de Benedetti, nos encontramos, también en este período fundamental, con Pedro y el Capitán, de 1979, pieza dramática en cuatro actos. El prólogo, firmado por el autor, resulta ilustrativo de la génesis o «historia» de este texto, del trasiego de género al que fue sometido desde que lo pensara, nos explica Benedetti -como una novela que se llamaría El cepo, nombre de un instrumento de tortura; el título, pues, actuaría con carácter indicial y simbólico. El autor se refiere luego a una entrevista mantenida con el crítico uruguayo Jorge Ruffinelli, donde le contó que la obra iba a ser «una larga conversación entre un torturador y un torturado». El texto adquiere forma definitiva en un drama impactante que tiene como escenario una sala de interrogatorios, en medio de un entorno opresivo, casi excluida la noción teatral de movimiento. Allí se enfrentan verdugo y víctima en un diálogo intenso, revelador de dos psicologías opuestas. Los cuatro «encuentros» (actos) que llevan a cabo ambos personajes, objetivan en el diálogo la capacidad del creador para ir componiendo, con trazo seguro y ritmo implacable, esas personalidades trabadas en un duelo feroz que deja al descubierto, también, dos posturas ideológicas antagónicas.

La presencia, que domina la escena, a pesar de su casi inmovilidad, impone ante el espectador la visión de un proceso trágico: el de las etapas de derrumbamiento físico, mientras por medio de un hábil recurso contrastivo del autor, van engrandeciéndose los efectos sutiles de su predicación. Allí está, pues, signo poderoso, insoslayable, el territorio humano como espacio político.

En un escenario despojado, donde apenas se dan algunos detalles indiciales: una «ventana alta, con rejas», por ejemplo, el cuerpo de Pedro, «amarrado y con capucha» al comienzo, luego libre de ella, irá mostrando al espectador desde los primeros apremios de la tortura -los verdugos, que no aparecen en escena, lo arrojan ante el Capitán que lo interroga, cada vez más deshecho, en el comienzo de cada acto- hasta las instancias finales de su agonía. El cuerpo ciego, mudo, tendido en el piso o, cuando ya no puede sostenerse, sujeto al respaldo de una silla por el cinturón con que lo ata el Capitán, visualiza su desmoronamiento en ese rostro que llega a impresionar al enemigo por -dice el Capitán- su «calamitoso estado». Pero la lucidez de conciencia de Pedro -que no se anubla ni aún en sus delirios ni en su agonía- parece crecer, decíamos, desde el deterioro acelerado de su organismo «nada atlético», como observa, ironizando, su contrincante.

Benedetti no escatima, en sus paréntesis, los detalles visuales y auditivos que proporciona esa presencia humana que involuciona hacia la muerte, aunque la acción misma del tormento no aparece en escena. Se sirve, pues, de ese realismo «pavoroso» que es, como señaláramos al comienzo de este estudio con expresión de Jorge Enrique Adoum, la tónica de la violencia en muchas regiones -y textos- de nuestro «continente mestizo», y que también impregna al teatro moderno latinoamericano pero que va más allá de él; en este caso, reelaborándose en invalorables y aleccionantes estratos simbólicos. El Capitán amenaza a Pedro con los diversos suplicios que le aguardan: a ver «si vas a hablar cuando te rompan los dientes o cuando vomites sangre o cuando...» (Acto I), mientras el preso usa el silencio como estrategia de enfrentamiento y también expresiva de su profundo desprecio por su adversario. El otro, en contraste, habla y habla, cada vez más ansioso y desesperado: del submarino, de la picana, del plantón, de los torturadores más bestiales a quienes llama, con tono burlón, «los muchachos eléctricos». La sangre -significante de la violencia real- se trenza con la palabra -significante de la violencia simbólica. Observa en el cuerpo de Pedro (Acto II), «el inventario de sus nuevas magulladuras y heridas». Lo oye respirar cada vez con más dificultad, emitir quejidos broncos, lo ve animalizarse, si se quiere, en su condición de puro organismo maltratado, hasta quedar tendido en el suelo sin poder moverse. En contraste, decíamos, la conciencia no declina sino que anima los parlamentos de Pedro, le permite exponer sus ideas, polemizar con ironía, despreciar. Aún cuando se produce su elección entre vida y muerte: «Estoy en la muerte, y chau. Pero a esta altura la muerte no me importa», la opción de Pedro aparece como un recurso más para defender su dignidad, para no derivar hacia la irracionalidad y en el vértigo del sufrimiento, llegar a la delación. Se trata, seguramente, de un personaje muy distinto al que estudiábamos en el cuento «Péndulo». Pedro es una convicción encarnada en sus propios despojos físicos, y ésta le otorga las fuerzas necesarias para resistir: «No es teatro, Capitán, estoy muerto. No sabe cuánta tranquilidad me vino cuando supe que estaba muerto. Por eso no me importa que me apliquen electricidad, o me sumerjan en la mierda, o me tengan de plantón o me revienten los huevos. No me importa porque estoy muerto y eso me da una gran serenidad, y hasta una gran alegría» (Acto III). Pedro se autoelige «cadáver» pero un cadáver que nombra, acusa, repudia, enjuicia y, por fin, vence.

Vence para la vida, para su proyección de futuro. De ahí que sus argumentaciones y la valentía de sus enfrentamientos verbales provoquen el derrumbe total de su contrincante y el amo -en una sutil variación del dialéctico juego hegeliano- se convierta, al final, en esclavo, y así el Capitán clame ante Pedro, se arrodille ante él, le suplique. Mientras Pedro «abre bien los ojos, casi agonizante» y le lanza su última respuesta, que es, como en el final de cada acto, el «no» rotundo que lo sostiene en su libertad.

Cuando concluíamos estas páginas leímos, en el Semanario Brecha de Montevideo, un poema que, dadas las circunstancias que hoy se viven en nuestro país: la justicia acaba de habilitar las investigaciones sobre el destino de los desaparecidos durante la dictadura militar, Benedetti, que ha vivido todo este proceso, que recientemente ha estampado su firma entre las primeras de un importante documento donde se reclama «el derecho a saber la verdad», quiso sin duda entregar a su público, como adelanto del nuevo libro de poesía, que prepara, un poema titulado «Soliloquio del desaparecido». Versa, como se dice en la breve introducción de página, «sobre un tema que su literatura no quiere olvidar». Ya en sus poemas de Geografías, escritos entre el 82 y el 84, Mario nos ofrecía ese conmovedor testimonio que él mismo ha dicho por el mundo: el poema «Desaparecidos».

El de hoy se trata de un monólogo lírico -escrito con versos breves y concisos, sin despliegues enfáticos- donde una voz nos habla, desde zonas brumosas, acaso desde un limbo donde deambulan aquellos cuyos restos no hemos podido rescatar para la tierra y la paz. Comprendimos, al leerlo, que siempre hay nuevas formas y nuevas perspectivas para abordar el tema de la violencia ejercida, con todas sus «eficacias macabras», contra el cuerpo político: aquí nos hará signos el vacío, serán los «sin cuerpo» que se expresan desde su abismo y nos dicen:


    ahora estoy solo y sin nombre
me siento ingrávido y sin sed
no tengo huesos ni bisagras
no tengo ganas ni desgana
(...)
podría ser un esperpento
un trozo de alma
un alma entera
(...)
sólo la luna se mantiene
casi al alcance de las manos
y las mandíbulas y el sexo
(...)
Cierto poeta
no sé quién
sopló en mi oído para siempre
dijo
ya va a venir el día
y dijo
ponte el cuerpo
creo
que existe un solo inconveniente
no tengo cuerpo que ponerme
no tengo madre ni mujer
no tengo pájaros ni perro.

He leído sólo algunos versos del extenso poema. Ellos son suficientes para señalarnos otro espacio a considerar, otro cuerpo a buscar: el todavía palpitante -valga la metáfora- cuerpo de nuestros desaparecidos. Benedetti, como siempre, ha lanzado su alerta, ha puesto en alto una vez más su estandarte de lucha. Hecho de dignidad, de verdad, de anhelo de justicia. Y por supuesto, también de belleza.