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Universidad de La Laguna - Tenerife (I. Canarias)
Desta manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a la luz la historia deste nuevo Don Quijote que ha salido; que pintó o escribió lo que saliere... |
Quijote, II, lxxi. |
A propósito de un cuentecillo sobre la mala pintura,
Cervantes ya utilizaba la hermandad de las artes para aludir despectivamente al
autor del
Quijote espurio158. Sin embargo, fue
el último vástago de su ingenio,
Los trabajos de Persiles y Sigismunda
(publicado póstumamente
—146→
en 1617), el ejercicio más
consciente de teorización y aplicación del manido
dictum clásico que
establecía una simbiosis entre la poesía y la pintura. El
desvirtuado destino de la máxima horaciana del
Vt pictura poesis y del comentario que
Plutarco atribuye a Simónides de Ceos (picturam
poesim tacentem, poesim eloquentem picturam) inspira argumentos
suficientes para una forzada equivalencia entre ambas artes, largamente
auspiciada y mantenida, hasta la extenuación de tópico, por los
ingenieros del pincel y de la palabra en los Siglos de Oro159. Al empeño de la llama humanista
de los tratados de Dolce, Lomazzo, Alberti o Leonardo, entre otros, la
confusión se transformó en axioma y las fronteras
auténticas en artificiosos paralelismos. El entusiasmo renacentista de
críticos, maestros de pintura y pintores avivó la
búsqueda, para el arte pictórico, de las mismas distinciones y
honores concedidos a la poesía desde la Antigüedad. La persistencia
de esta empresa se traslada a los siglos XVI, XVII y XVIII en forma de una
encendida polémica o pleito en favor de la
liberalidad o
dignidad de la pintura, hasta el momento
apartada de las tablas canónicas
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de Marciano Capela o del
latino Varrón. Tampoco fue incluida (como le sucedió a la
escultura y a la arquitectura) dentro de las disciplinas del
trivium y
cuadrivium medievales o en los
studia humanitatis surgidos con el
Renacimiento, que, en su ampliación, sí acogieron a la
poesía, venerada entre los estudios clásicos desde entonces160. Las deposiciones, declaraciones, comentarios y
defensas161, surgidos al calor de la
reivindicación de una posición social para el pintor (de artesano
a artista)162 y de los privilegios económicos que
conllevaba (la exención del impuesto o alcabala que gravaba toda
actividad mecánica), no constituyen más que la punta del iceberg
en el océano de aplicaciones que el parangón entre las artes
supone para estas centurias. Hasta el
Laocoonte de Lessing que pone fin (en el
siglo XVIII) a la vorágine comparativa, las aplicaciones derivadas de la
—148→
identificación sinestésica entre poesía y
pintura alcanzan variada fortuna, según ha demostrado Aurora Egido163, en la
preceptiva, en la poética, en la pedagogía tridentina
(especialmente la Compañía de Jesús, que adoptó con
tanta fruición el imperativo docente de la demostración
ad oculos), en el arte de la memoria
(por su estrategia retórica de
loci e
imagines), en la recuperación
de la cultura jeroglífica (de obvias implicaciones para los emblemas y
empresas), en la oratoria, en la formación intelectual de las Academias,
en la «lectura» de obras artísticas o, ya desde la
perspectiva literaria, en la escenografía del teatro y de la
«fiesta» barroca (desde los certámenes literarios a los
ingenios de arquitectura efímera), en los exhaustivos ejercicios de
écfrasis acentuados al amparo de la literatura epigráfica, o en
los géneros de nueva creación, como la emblemática, las
relaciones y las
galerías y, sobre todo, en las
recíprocas interferencias de pintores y escritores (o el tipo mixto de
poeta-pintor o pintor-poeta), que jalonan tantas páginas áureas.
No existe casi en el Siglo de Oro autor alguno que no componga una letra para
un epitafio, un sepulcro, una pira funeraria, un arco conmemorativo o para
cualquier «fábrica» festiva, como complemento a los dibujos,
que no incluya la descripción de cuadros en sus obras, que no cite a
algún pintor, que no verbalice el retrato de alguna dama o que no se
entregue a las descripciones plásticas de la naturaleza, en suma, que no
contemple la calidad fanopeica de la lengua. Letra y dibujo se igualan en
habilidad figurativa, en proyección simbólica, en proceso
creador, hasta el punto de quedar fundidos ambos en la general
gramaticalización con que se aluden, recíprocamente,
pintar y
narrar 'describir' o
Retrato y
Espejo al frente de tantos libros. No es
casual que despierten las formas de la poesía visual y mural164. La hegemonía del ojo sobre los otros
sentidos
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privilegia toda manifestación ecfrástica
para suplir con la palabra la ausencia de la imagen y viceversa, esto es,
intensifica la elocuencia visual para que el dibujo atenúe la cifra de
la letra. La escritura se llena de estampas y grabados y la pintura de motes,
lemas y epigramas en un protocolo de ilusoria similitud. El libro mismo se
anticipa en la iconografía simbólica de su frontispicio165. Cervantes expone en el
Persiles, como nadie supo hacerlo, el debate
sobre la reversibilidad de las naturalezas de ambas artes, bajo las variantes
de una teoría pictórica de la palabra y de una reflexión
escrituraria de la imagen. Grafía y trazo conviven en un único
dominio: el de la metanarración. La alta valoración que el propio
autor tuvo de su última obra, repetidamente anunciada, es cuando menos
sospechosa de la madurez artística que había alcanzado y de la
profunda capacidad reflexiva en el ejercicio de novelar: Avalle-Arce
había señalado que «el
Persiles empieza en el punto preciso en que
acaba el
Quijote166»
.
Es la incontenida prodigalidad verbal de Clodio167 la que anticipa la conversión de la historia de los peregrinos en pintura, como recuerdo locuaz de un pasado proyectado hacia el futuro y que se hace lección histórica en la batuta mnemónica168 del bárbaro Antonio:
(II, 183) |
El esquema reducido que, de la manida fórmula horaciana,
representan los emblemas integra el protocolo lúdico de las dobles bodas
de Selviana / Solercio y Leoncia / Carino en el Libro II. Las embarcaciones que
corren el palio son descritas con el
énfasis detallista propio de las
relaciones de fiestas epocales, donde
menudean el aparato simbólico e iconográfico al uso. Los
atributos de las cuatro embarcaciones (Amor, Interés, Diligencia y Buena
Fortuna169) corresponden
paralelamente a cada etapa de la progresión amorosa de las parejas: el
impulso de la pasión, las gestiones de Carino, la industria de Auristela
y el provechoso desenlace general. De esta forma, el episodio de los pescadores
cobra el valor pictórico de una narración ilustrada con grabados
emblemáticos. En su largo relato Periandro da cuenta de una
visión onírica en la que cuatro alegorías desfilan bajo
las entidades de la Sensualidad170, la
Continencia y la
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Pudicia, como una nueva pintura aleccionadora
del vicio (la primera) frente a la virtud (las otras), a las que
acompaña la Castidad que se ha
figurado en su «hermana»
Auristela, cuya encarnación emblemática desvela el
propósito de la peregrina, que debe reglar su conducta de acuerdo al
programa iconográfico del sueño, «hasta que con dichoso
fin le dé a sus trabajos y peregrinaciones en la alma ciudad de
Roma»
(II, 242). Del mismo modo, la copia del retrato de
Auristela que los peregrinos encuentran en la ciudad eterna (IV, 437) se ha
remozado de elementos emblemáticos acordes a la superación de las
tribulaciones y al cumplimiento del voto: los símbolos de la esfera
(totalidad) y de la corona (soberanía de la belleza) deben
reinterpretarse a la luz de lo que tanto extrañaba a su modelo
(«¿Qué significa haberla pintado con corona en la
cabeza..., y más estando la corona partida?»
): la fractura
tiene aquí el valor de liberación espiritual171, de victoria
sobre la oscuridad y sobre las limitaciones de la vida material, una vez que
ella se ha disgregado del mundo al consumar el desarrollo purificador del
peregrinaje y ganar el jubileo.
Del lienzo en el que se representa el itinerario septentrional de
los protagonistas, el retrato de Auristela viene a ser la memoria abreviada o
microcósmica de la pintura narrativa: la imagen reducida de la dama por
artificio del pintor es perfecta analogía de la obra de arte menor que
constituye el hombre como «debuxo» de Dios, a la luz de la vieja
idea estudiada por Francisco Rico172. Otras variaciones en
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torno a la
pintura de la gallarda peregrina vienen a ser figuraciones neoplatónicas
de la mnemotecnia amorosa, que
fija la imagen de la hermosura femenina en el
alma del amador. Arnaldo exige la posesión del retrato porque
«desde el punto que vi el original le trasladé en mi
alma»
(IV, 423) en la creencia de que el arte sobrevive
a la misma naturaleza, invertida ficticiamente en el lienzo por el pincel
imperecedero de la mente enajenada. La intensidad nacida de la condición
amorosa invierte la génesis pictórica: el retrato que Auristela
contempla «admirada y suspensa» es ahora efecto de la
materialización del que se halla grabado en el corazón amante del
duque de Nemours, «más vivo y verdadero que el que me hiciste
quitar del pecho y colgar en el árbol»
(pág.
420). Al disolver las fronteras realidad / ficción, Cervantes
discute le demiúrgica capacidad del arte como recreación de las
raras (peregrinas) perfecciones del mundo físico,
como el caso excepcional de Auristela, que se ve sublimada con los colores y
trazos de la Idea humana, cuya palestra se ha equiparado a la del
Artífice Supremo en una de las frecuentes analogías donde
«el orden retórico se hace eco paso a paso del orden
cósmico, reflejando dependencias, paralelismos, efectos y
correlaciones173»
. El dictado
platónico de la pintura mental viene a confirmar el deseo petrarquista
de irreductibilidad de la belleza femenina al mundo sensible, puesto que tan
sólo la plenitud
figurativa de la
donna se da en el dominio de lo
inmaterial, de donde emana secundariamente la traducción tangible del
pintor cuya incapacidad sólo
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acierta a denotar y no a
significar el absoluto plástico de la hermosura de Auristela
(«si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel
humano que alcanzase»
[III, 282]). De ahí que el
artista necesite recurrir a dos de las potencias interiores del hombre -la
memoria y la imaginativa- para que el recuerdo indeleble de una única
visión del modelo sea aval suficiente para su reproducción174. La
imagen inicial, además, es inamovible, prevalece sobre toda
perturbación pasajera, de suerte tal que la percepción de la
fealdad se oculta a los ojos del amor verdadero (Periandro), «porque
no la miraba en el lecho en que yacía, sino en el alma, donde la
tenía retratada»
(IV, 454) y se obra como
acreditación de la inautenticidad del amante que renuncia (el duque de
Nemours). Del mismo modo, sobre el esbozo primitivo, Amor va trazando sus
pinceladas sobre el lienzo del pensamiento en un fluir paulatino parejo a la
transformación del sentimiento. El dibujo admirable que se hace de
Periandro es el culpable de la rendición inconsciente de Auristela
porque
(II, 171) |
El itinerario del retrato de la dama, emergido y sumergido de la
narración en la plástica interior de los rivales o en la
práctica exterior de pintores y copistas, es un nuevo episodio de las
inversiones curiosas de la novela: el debate subyacente sobre la
posesión de la obra de arte se zanja con la salomónica
decisión de Periandro, que devuelve la pintura a su modelo en un regreso
simbólico que, al desplazar el peregrinaje estructural al marco
episódico, transforma la pintura de una historia en la historia de una
pintura. La pirueta cervantina se remata con la técnica
metafórica del cuadro que se halla en el interior de otro cuadro y que
le sirve de glosa o clave explicativa175: la intencionada iconología de la que se reviste el
retrato
—154→
(según vimos) sentencia la proyección
contrarreformista de la trashumancia de los personajes; de un lado, los
avatares del daguerrotipo pictórico de Auristela son el «espejo
[mismo] de la vida humana regida por los azares de la fortuna»
; de
otro, su alegórica metamorfosis demuestra el crecimiento espiritual y la
condición trascendente del peregrino andante, «cuya fuerza
inmanente, indomable ante la adversidad, tenaz en la ruta que le trazó
su destino, tiene su raíz más honda en la fortaleza interior que
origina la más pura virtud estoica176»
. Del
retrato, por tanto, se infiere la evolución vital del propio modelo (de
hermosa dama a peregrina purificada) y las reacciones de su percepción
en un guiño barroco de objetivación narrativa: las
«lecturas» de la obra incluyen a la misma Auristela que se
contempla con la misma fascinación que la de sus rendidos admiradores.
La imagen fantástica que Auristela ve de sí misma en el retrato
último es la revelación, a juicio de Cesáreo Bandera, de
que «el itinerario de Persiles y Sigismunda es un itinerario a
través del
—155→
mundo de la ficción177»
. Del motivo del retrato surge la
reflexión cervantina sobre la correspondencia entre las artes. El
alcance de la teoría realista que admitía la alternancia de
sujetos admirables con las vilezas del humilde en contra de la exigencia de un
principio de uniformidad estilística en pro del decoro, sazona la
equiparación de historia, poesía y pintura que
«simbolizan entre sí y se parecen tanto, que cuando escribes
historia, pintas, y cuando pintas, compones»
(III,
371).
Según anotaron Margarita Levisi y Karl Ludwig Selig o,
recientemente, Aurora Egido178,
el lienzo que Periandro encarga a un pintor al comienzo del libro III, para
ilustrar «los más principales casos de su historia»
,
organiza la disposición estructural de la narración y es cifra de
riquísimos usos y funciones novelescas que perfilan, en palabras de
Jorge Luis Borges, «ese juego de extrañas
ambigüedades»
que en la segunda parte del
Quijote convierte a los personajes en
lectores de sí mismos179. La
conversión del relato en un lienzo que sirve de memoria sucinta de las
peripecias de los peregrinos es, al mismo tiempo, enseñanza visual,
lección del arte de novelar, ejercicio de écfrasis, verdad
portátil, alegoría de la existencia, simbiosis
pictográfica y, en primera instancia, práctica recapituladora del
género bizantino180. La materia
pictórica del cuadro son los episodios acaecidos en tierras
septentrionales, cuyo traslado a la tabla se produce en el mismo momento en que
se inicia el periplo por tierras europeas: la escisión del
nórdico mundo mítico y del mundo histórico meridional se
suspende con la invasión de la ficción figurativa de la pintura,
que a modo de compendio plástico recuerda al lector y enseña a
las gentes de los pueblos y ciudades, durante el
—156→
viaje, el relato
épico de una historia amorosa. Esta microcósmica «pintura
septentrional» desarrolla las cualidades del mundo «a
fantasía» (ambientación exótica, técnica
itinerante, hegemonía de la peripecia, barbarie
versus civilización), que
parece haber sido el proyecto inicial de la novela181, al que se incorpora, años después, el mundo
«a noticia» del periplo por tierras portuguesas, españolas e
italianas, avanzado ya en las tres historias de Manuel Sosa, el bárbaro
Antonio y el lascivo Rutilio de la primera mitad, en un gesto novelesco
más para difuminar las fronteras de lo maravilloso y lo real. Cervantes
era sabedor del efecto compositivo que para la historia novelesca
suponía el poder transmigrador de la pintura en su doble capacidad: una,
la figuración de episodios ficticios en un tiempo y lugares
«míticos»; dos, el carácter legendario e
«histórico» que adoptan los propios personajes representados
en el lienzo, cuya exhibición a lo largo de sus peripecias les otorga la
perecedera inmortalidad del arte (el «lino breve» gongorino) y la
abstracción ejemplarizante en la mostración docente de sus
trayectorias. El lienzo, representación pictórica del mundo
«a fantasía» pero asociado al mundo «a noticia»,
fusiona y diluye, por el efecto traslaticio del arte de la pintura, el tiempo
mítico de la historia septentrional y el tiempo histórico de la
narración meridional182. La tabla hace
—157→
memoria
la aventura y los casos pintados se hacen historia que es, al mismo tiempo,
leyenda. La nueva identidad que los personajes cobran, al reconocerse sujetos
de ficción en la literatura visual del cuadro, los devuelve al debate
entre la ilusoria realidad de sus vidas o la fantasía verosímil
de las pinturas que los representan. Aurora Egido advirtió el proceso de
écfrasis invertida, «por cuanto es la historia narrada la que
se hace cuadro, y cuadro que es síntesis de ella183»
, desplegado a la vista de los curiosos por efecto de
la palabra amplificadora. Letra a pie de imagen en solidaria convivencia
pictográfica. El lienzo adopta así la naturaleza de un conjunto
de grabados complementarios de la escritura de la historia de los peregrinos,
que se convierte en libro ilustrado
in nuce dentro de la novela. En
ocasiones, pintura y escritura combinadas carecen de la elocuencia necesaria
para solventar el enigma que entrañan: el gallardo caballero Diego de
Parraces resucita en su escritura para revelar la identidad de su asesino,
irónicamente apuntada en unos versos que acompañan
emblemáticamente el retrato de una mujer y que celebran la facundia de
la pintura:
|
(III, 301) |
Frente al lienzo catequético que Antonio adereza con tanta
prodigalidad oral (III, 302 y 304), Cervantes opone el de los falsos cautivos
para legitimar la autenticidad de las andanzas de Periandro y Auristela. La
declaración de las figuras del «pintado lienzo» convierte el
ejercicio ecfrástico en la justificación del embuste y la
falsedad de los estudiantes salmantinos, a quienes salva la retórica
persuasiva de su locuacidad (III, 348-9). Del mismo modo que el cuadro es mundo
abreviado de la novela, en la narración se descubre una comedia en
proyecto que el ingenio de un poeta se dispone a escribir sobre las vidas de
Periandro y Auristela (III, 285) y un libro de aforismos intitulado
Historia peregrina sacada de diversos autores
(IV, 419), en el que participan como co-autores algunos de los personajes de la
novela. Cervantes hace gala con ellos de otro juego compositivo, el de
la obra haciéndose, bajo el pretexto
de las
reducciones literarias (obra
dramática, florilegio aforístico) a que somete a la novela misma.
En el primer caso es la visión de la pintura lo que motiva la idea de
componer la comedia y la que proporciona los únicos
—158→
materiales para su argumento, toda vez que se «ignoraba el medio y el
fin, pues aun todavía iban corriendo»
las biografías de
los peregrinos; en el segundo caso, Cervantes representa el proceso de la
escritura misma, el acceso creativo del arte de novelar, mediante la
producción instantánea de una suerte de máximas
filosóficas que van arguyendo los personajes a solicitud del peregrino
español. La
Flor de aforismos peregrinos es una
summa de sentencias emanadas de los
«casos» particulares desarrollados en el discurso novelesco. La
concreción moralizadora del aforismo «constituye, desde luego,
la reducción de los trabajos de los protagonistas a esquemas
mnemotécnicos que resumen éticamente y con valor de
sentenciosidad el valor de su peregrinar y sus hazañas184»
. La escritura de la novela tiene lugar en el mismo
palpitar sincrónico que la comedia o la selva de aforismos, en un efecto
calidoscópico que multiplica el número de escritores de la
escritura: el narrador en primera persona, que se disocia del
«traductor» o autor de la historia traducida185, convoca en su narración al poeta
escritor de la comedia (relato en clave teatral del relato) y al peregrino
inspirador del manual aforístico (cifra filosófico-moral de la
novela), escritura en la que participan los mismos personajes-escritores del
relato que los sostiene y que ellos reducen a un rosario de sentencias. La
audacia del escritor (Cervantes) que escribe la escritura de autores
secundarios (poeta, peregrino), a su vez inductores de la escritura de otros
escritores (los personajes) que escriben y son escritos, nos devuelven a la
infinita cadena de escribas que inspiró al
Libro Enfenido o inacabado de Don Juan Manuel
o al
Livre mallarmeano como metáfora de la
vida186,
que tanto sedujo a Borges187. Libro que es el mismo
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mundo escrito o pintado -como el
Persiles- de innumerables páginas de
las que tan sólo vemos las primeras. En el lienzo de la novela
sólo aparecen figuradas las aventuras iniciales, las del periplo
nórdico, en exacta sugestión de inconclusión que la
comedia y el libro aforístico
in nuce. Del mismo modo la pintura: un
clérigo de la cámara en Roma posee una pinacoteca del futuro,
cuyos lienzos se disponían sin figuras y cuyo espacio glorioso se
reservaba para «los personajes ilustres que estaban por venir,
especialmente los que habían de ser en los venideros siglos poetas
famosos»
(IV, 440). La pintura nos reserva además
una nueva analogía entre los museos artísticos y los literarios:
el palacio de Hipólita (IV, 445) acoge la serie tópica de
pintores de la Antigüedad que llevan el sello de la antonomasia (Parrasio,
Polignoto, Apeles, Zeuxis y Timantes) junto a personales admiraciones de
Cervantes (Rafael, Miguel Ángel). Escritura y pintura de la fama
clásica y futura, panteón del pasado y sede de lo venidero. Junto
a ellos los propios peregrinos transformados, por el sortilegio del cuadro en
que se pintan sus tribulaciones, en galería pictórica que tributa
su gloria a la perennidad. El cuadro-comedia-libro aforístico de la
novela justifica la reversibilidad del ejercicio escriturario y
pictórico de un mundo «a fantasía» (pintura de la
escritura) y de un mundo «a noticia» (escritura de la pintura) en
el doble itinerario, nórdico y meridional, de reducciones y
ampliaciones, de síntesis y análisis, de écfrasis y
sinopsis. El objetivo pactado entre Periandro y Auristela es el de alcanzar,
mediante el sacrificio y la templanza, la serenidad y plenitud espirituales. El
viaje y su carrera de incidentes convierten el peregrinaje en la experiencia
jubilosa de la búsqueda de Dios en la tierra. Por la geografía de
la resignación y la penitencia aspiran a la nueva Jerusalén o
paraíso en el mundo188, imagen pintada o escrita de su Creador.
Cervantes accede por la pintura a una alegoría
artística de la condición humana, producto del pincel,
cálamo o aguja divinos en la nómina de oficios atribuidos a Dios
en la génesis del Universo. Desde la Edad Media la escritura es
figuración y se vincula al dibujo. Las artes de la memoria, las
retóricas y preceptivas, la pedagogía escolar, la teoría
aristotélica del conocimiento pretendieron homologar el valor
iconológico de la pintura con el valor ideogramático de la
escritura189.
La pintura es «libro abierto» y «escritura
silenciosa»; la escritura, «pintura verbal». Las
equivalencias pasan, por tanto, por la adopción de una vieja
metáfora y los empleos epistemológicos o estéticos de su
presencia en el
Persiles: el símbolo del mundo como un
libro190. La memoria del amador
portugués se fija tenazmente contra el olvido con las palabras de la
esperanza «en el alma impresas»
(I, 100); las
cavilaciones que atormentan a Periandro, ante la colaboración de
Auristela en la industria de Sinforosa, resucitan el recuerdo del amor
embrionario cuyas partes -dice- «grabélas en mi alma»
(II, 185); el enamoramiento a primera vista arrastra a la
fascinada Isabel Castrucha a una ebriedad tal por Andrea Marulo «que
en casa no podía estar sin mirarle, porque quedó su presencia tan
impresa en mi alma, que no la podía apartar de mi memoria»
(III, 405-6). Amor y escritura alimentan en la novela usos
gráficos de una casuística diversa: se escriben la amistosa
incondicionalidad de Arnaldo («Dispón de mí -le dice a
Periandro- a toda tu voluntad y gusto, haciendo cuenta que yo soy de cera, y
tú el sello que has de imprimir en mí lo que
quisieres»
, [I, 125]) y la alienación del
servicio amoroso de Periandro («... porque no hay cláusula que
añadir a la obligación en que quedé de servirte, el punto
que en mis potencias se imprimió el conocimiento de tus
virtudes»
[II, 192]). La belleza de los dos peregrinos
produce su inmediato reconocimiento por cuanto «quedaban impresos en
la imaginación del que una vez los miraba»
(III,
374). Inversamente, el desdén deshace la escritura del amor en el
duque de Nemours (IV, 425). Constanza
lee los pensamientos a la peregrina de
Talavera en una intuición más deductiva que adivinatoria (III,
382); también Auristela hace gala de un «entendimiento
perspicaz y
—161→
agudo»
al descifrar el
libro del rostro (II, 213),
hasta que la vida toda se interpreta a la luz de una continua
lectura de la enseñanza de los propios
trabajos, «que el ver mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los
hombres»
(II, 187). Con la licencia de la libertad
expositiva, Ortel Banedre
escribe oralmente su relato con el
cálamo de la exhaustividad, de modo que «no me quedará
cosa en el tintero -anuncia- que no la ponga en la plana de vuestro
juicio»
(III, 323). La inmortalidad de la escritura en
los anales de la fama sustituye a la perennidad de la pintura cuando se suscita
la inclusión en el lienzo de algunas omisiones del pintor: la fragilidad
de la materia lleva al parecer de «que, no solamente no se
añadiese, sino que aun lo pintado se borrase, porque tan grandes y tan
no vistas cosas no eran para andar en lienzos débiles, sino en
láminas de bronce escritas y en las memorias de las gentes
grabadas»
(III, 342). Uno de los aforismos, el del
bárbaro Antonio, hace suya la vieja consigna caballeresca de la
perpetuidad por la
escritura de sus heroicidades: «La honra que se alcanza por la guerra, como se graba en
láminas de bronce y con puntas de acero, es más firme que las
demás honras»
(IV, 417). También la
letra escrita es refugio para evitar la confrontación directa, como las
cartas de Clodio y Rutilio (II, 189 ss.), que adulteran el sentido de los
esfuerzos de Periandro, cuya ansiedad comunicativa lo hace rechazar en seis
ocasiones la escritura de un billete para Auristela (II, 188)191. En
otro orden escriturario, la maga Cenotia incorpora a la novela, en su cita de
las prácticas hechiceriles, el rito conjurador de la escritura
hermética (II, 201). La simbólica cruz de los dos peregrinos,
«cuyos muchos y ricos diamantes sirven de claro sobrescrito de su
riqueza»
(IV, 449) marca la regia condición de
ambos y su distanciamiento social y
natural con el resto de los personajes. En un
hermoso giro metafórico, la confianza del rey Policarpo convierte a
Cenotia -según ésta le recuerda- en «archivo de tus
secretos»
(II, 219). Novela de variados noveladores que
se acogen al triunfo de la oralidad, el discurso narrativo del
Persiles discurre por los meandros de la
analepsis y, en menor grado, de la prolepsis192, que
articulan el relato en una red de tejidos autobiográficos193 que se hilan y deshilan
—162→
al
arbitrio de las necesidades del viaje de los peregrinos. También
aquí opera el principio de la paradoja: al tiempo que la
recuperación del pasado se reconstruye, por boca de cada
narrador-intermediario entre el autor y el lector, mediante el efecto de una
devanadera textual194 constante, el conjunto de tales regresos al tiempo
pretérito va
tejiendo el itinerario de los peregrinos, que
les sirve de referencia y de hilo conductor. La metáfora de la
urdimbre goza de amplia tradición como
emblemática del texto195 y ha sido justificada, además,
etimológicamente196 como variedad de la escritura: dice
Sánchez Robayna que «lo
bordado o
tejido pertenece a la misma órbita
metafórica de lo
escrito197»
y
el
Persiles se despliega como un amplio tapiz
(tejido y pintado) de la mano de los
bordadores o contadores orales de las
historias que se van cosiendo a la guirnalda narrativa general198. La condición reversible del
tejido textuado o del
texto tejido revela de este modo la
alegorización
artesanal del proceso en curso de la
construcción novelesca, del trenzar de la
estambre en que se escriben, pintan o tejen,
«que todo es uno», las vidas de los personajes. La misma naturaleza
se presenta como
bordadora del tálamo y alfombra
vegetales en que reposan Selviana, Leoncia, Carino y Solercio (II, 210). El uso
tópico se halla asociado en la novela a la identificación vida /
hilo, bien en la labor mitológica de las Parcas, cuya amenaza se olvida
en el canto exultante del soneto de Rutilio (I, 132), bien como subterfugio
novelesco para aludir a la progresión de los hechos cuando éstos
han sido suspendidos y se retoman nuevamente, pudiendo de esta forma el
personaje «anudar el hilo de su historia»
ante el auditorio
(II, 221), bien en la industria de Auristela
—163→
para
superar los mayores obstáculos, cuya discreción
«había de ser el hilo que la sacase de cualquier
laberinto»
(II, 268), bien como representación
simbólica de la fragilidad del hombre y su exposición a los
avatares de la fortuna, pues «las venturas humanas están por la
mayor parte pendientes de hilos delgados, y los de la mudanza fácilmente
se quiebran y desbaratan...»
. (II, 221).
Pasado, presente y futuro encajan en las tres estrategias de la retórica narrativa utilizada en el Persiles: la pintura recrea la memoria del pasado en el lienzo mnemónico que Periandro encarga, como aval de su estoica peregrinación y para ejemplo edificador de las gentes; el bordado es análogo de la génesis paulatina de la línea novelesca, del entramado sucesivo que es el peregrinar mismo, de la textura en que el presente forja su instantaneidad transitoria, del engarce de los episodios en los curricula de Persiles y Sigismunda; la escritura es la demiurgia que signa y da fijeza al propio mundo narrativo, que textualiza, vale decir, que otorga fe de existencia gráfica a las intervenciones orales de cada interlocutor, que se van transcribiendo en la tabula rasa que la novela deja de ser. El autor (y el traductor) emulan algunas competencias laborales del Hacedor macrocósmico, cuyo pincel, cálamo y telar estimulan el tránsito de la faena artesana al ejercicio artístico. Cervantes se acerca a la reflexión epistemólogica de la novela y del arte de novelar en la exigencia metanarrativa de una obra de arte, bajo el común lenguaje de la pintura, el tejido y la escritura. El peregrino o viajero de la novela, eterno trashumante, que descansa en el sistema metafísico de la Cadena del Ser199, se entiende como la verificación de una escala ontológica de gradación moral y física: del eslabón de la barbarie a la perfección pontificial; de la Isla Bárbara a Roma, «el cielo de la tierra»; de la imperfección a la pureza espiritual. El supuesto filosófico también se argumenta en términos de arte, al explicar la progresión de Auristela en la evolución de su retrato, desde el esbozo inicial (pintura de la mera hermosura) a la tabla emblemática posterior o mediante el tránsito de la realidad vivida de la peripecia a la realidad figurada en el lienzo que contiene la historia inmortalizada. El empeño ideológico de universalización y abstracción del significado de la andadura peregrina parecen empañar la justa valoración del Persiles. Cierto es que la novela fue el resultado de un proyecto de ambición y madurez, consagrado con el alcance existencial —164→ del periplo y de sus protagonistas. Sin embargo, el sentido final de los trabajos congenia con una proyección artística de la condición humana (la microcosmía «debuxada», escrita o tejida por Dios) y con una alegorización del novelador y del novelar (artífice y artificio) que descubrimos cuando se discuten y comentan, por él mismo o por boca de sus personajes, aspectos de la narración y del arte narrativo. La peregrinación se traslada ahora al autor, en una itinerante dialéctica que establece consigo mismo acerca de la pintura de su pintura del tejido de su bordado textual, de la escritura de su escritura.