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Université de París X
Director, Casa de
Velázquez
Entre las fuentes de que disponemos para tratar de reconstruir la vida de Cervantes, ocupa un lugar aparte el proceso incoado por el juez Villarroel con motivo de la muerte de un caballero de Santiago, Gaspar de Ezpeleta, consecutiva a un duelo ocurrido en Valladolid el 27 de junio de 1605. Si se hace caso omiso de los papeles relacionados con el cautiverio argelino, este documento es, probablemente, el más detallado de los que nos han llegado. Ahora bien, no pocas incógnitas nos ofrece la relación que se conserva de este caso, al proceder de una investigación emprendida con segundas intenciones por un alcalde de casa y corte, interesado, según parece, en que no se diera plena luz sobre los motivos de dicha muerte. Entre los puntos oscuros que presenta, cabe señalar las circunstancias en que don Gaspar llegó a ser herido en duelo, la identidad del que lo hirió y las razones que hicieron que la víctima se negara a confesar el nombre de su agresor. Tampoco resulta del todo clara la vida que se llevaba en la casa donde murió Ezpeleta a los dos días de ser allí recogido; una casa situada en las afueras de la ciudad, próxima al Rastro nuevo, y donde moraban, además de Cervantes y de los suyos, no menos de veinte y tantas personas: todo un mundillo, pues, acerca del cual varias de las deposiciones recogidas suscitan ciertos interrogantes. Otra de las preguntas que se nos plantean atañe a la relación que pudo existir entre don Gaspar de Ezpeleta y aquellos moradores: según se infiere de ciertas declaraciones, no se limitó a que viniera a ser herido hacia las once de la noche ante sus puertas, —26→ sino que anteriormente había entrado en ella en varias ocasiones. Pero lo que más alimenta nuestro interés es el hecho de que Cervantes, en este episodio, llega a desempeñar un papel importante, hasta convertirse, contra toda espera, en una figura de primer plano.
Así se nos explica la atención dedicada al proceso por los biógrafos del manco de Lepanto, especialmente desde 1886, año en que fue publicado por primera vez. Hasta entonces se conservaba inédito en el Archivo de la Real Academia Española donde, hoy en día, puede todavía consultarse30. Así, también, se entiende la línea interpretativa que ha prevalecido hasta Luis Astrana Marín, una vez roto el silencio mantenido por aquellos que pensaban proteger de esta manera la reputación de su héroe: reconstruir la trama de los acontecimientos, con el fin de demostrar que Cervantes, encarcelado por orden de Villarroel durante un par de días, no sólo fue afectado por las insinuaciones de cierta declarante en contra de sus hermanas y de su hija, sino que padeció los efectos de la mala fe del juez, empeñado en que no se descubriera el nombre del que mató a don Gaspar31.
Mi propósito es distinto. No pretendo aquí volver a narrar con todo detalle lo sucedido; tampoco aportar revelaciones sensacionales destinadas a establecer la inocencia de Cervantes en un asunto protagonizado por un calavera, víctima probable de un marido ofendido con quien Villarroel mantenía, sin duda, relaciones profesionales y de amistad. Lo que me parece más significativo rebasa no sólo el mero anecdotismo de los hechos referidos, sino también los aspectos específicos de la investigación policíaca a la que dieron lugar. Es sencillamente la luz que arroja este documento, con sus cuarenta y tantas deposiciones, sobre la vida que se llevaba, a principios del siglo XVII, en una ciudad que fue, por aquel entonces, sede de la corte de Felipe III. Nuestro conocimiento de esta vida suele proceder o bien de los pocos datos que nos proporcionan, con su inevitable laconismo, los archivos parroquiales y notariales, o —27→ bien del testimonio, valioso por cierto, pero que debe manejarse con precaución, de visitantes y viajeros como Pinheiro da Veiga o Barthélémy Joly. Con respecto a estas dos categorías de fuentes, la novedad del proceso Ezpeleta estriba no sólo en el amplio abanico de declaraciones que comporta, sino en las perspectivas que nos abren sobre un mundo variopinto, integrado por individuos de diferentes edades y condiciones. Este mundo es el que importa reconstruir para situar a Cervantes en su debida circunstancia, antes de volver a acercarnos a él.
Si tratamos de ordenar los testimonios aquí reunidos, es obvio que cualquier intento de clasificación ha de tener en cuenta las sucesivas etapas de una acción que duró más de una semana, del 27 de junio al 8 de julio de 1605. Una primera serie de declaraciones (456-472) se refiere a la herida recibida por don Gaspar en la noche del 27, a la respuesta que recibieron sus llamadas de los inquilinos de la casa del Rastro, y a la manera como fue atendido y curado, en la cama que se le hizo en el suelo de uno de los cuartos donde vivía con los suyos Luisa de Montoya, viuda del cronista Esteban de Garibay. Las deposiciones entonces consignadas por el escribano Vallejo proceden del propio don Gaspar; de Sebastián Macías, el barbero cirujano que lo curó; de Pablo Bravo de Sotomayor, el clérigo que lo confesó; de tres moradores de la casa (Miguel de Cervantes, Luisa de Montoya y el hijo de ésta, Esteban de Garibay); de los criados de Ezpeleta y del marqués de Falces, su amigo, capitán de los Arqueros Reales, con quien había cenado antes de salir de noche; por fin, de varios vecinos del barrio, requeridos por Villarroel, los cuales dijeron todos no haber visto ni oído nada.
Una segunda serie (480-485) coincide con la muerte de don
Gaspar, ocurrida a las primeras horas de la mañana del 29, tras haber
sido oído otra vez por el juez, negándose a añadir
cualquier cosa a lo que dijera en su primera deposición. Quienes
declaran ahora son Luisa de Montoya y Sebastián Macías (ambos por
segunda vez), así como Magdalena de Cervantes (o Sotomayor), hermana de
Miguel, por haber atendido a la víctima en sus últimos momentos,
«ayudándole a bien morir»
(481). Es
entonces cuando el juez decide embargar los bienes de Ezpeleta, cuyo inventario
figura entre las actas del proceso.
Una tercera serie de deposiciones (486-508) procede exclusivamente de los habitantes de la casa del Rastro, hacia donde se encaminan, a partir de este momento, las investigaciones del juez: —28→ Esteban de Garibay, María de Ceballos, Catalina de Rebenga, Isabel de Islallana, criadas las tres, Magdalena de Cervantes (por segunda vez), Luisa de Montoya (por tercera), Jerónima de Sotomayor e Isabel de Ayala. Concluye con el arresto y traslado a la cárcel de corte, el mismo 29 de junio, de once personas, entre los cuales varios de los deponentes hasta ahora mencionados, empezando por Miguel de Cervantes y los suyos, menos Magdalena, su hermana. Catalina de Salazar, mujer del escritor, estaba, al parecer, ausente de Valladolid por el momento.
Una cuarta serie (508-513) se inicia con la declaración de Juana Ruiz, en cuya posada, situada en la calle de los Manteros, se hospedaba don Gaspar de Ezpeleta. Prosigue con la declaración, recogida en esta misma casa, de una dama tapada venida a recabar dos sortijas, cuya identidad queda sin declarar, pero que, no obstante, dice ser esposa del escribano Melchor Galván. También incluye las respectivas deposiciones de una de las dos criadas que la acompañaban, así como de los dos alguaciles que presenciaron el acto.
Por fin, una quinta y última serie (513-530) reúne las confesiones de varios de los moradores de la casa del Rastro que habían sido encarcelados por el juez: Costanza de Ovando, sobrina de Miguel, Andrea de Cervantes, su otra hermana, Isabel de Saavedra, su hija, así como Catalina de Aguilera, Luisa de Ayala, María de Argomedo, Juana Gaitán, viuda del poeta Pedro Laínez, Mariana Ramírez y Diego de Miranda. A falta de presunción legal contra los encarcelados, los cuatro Alcaldes de Valladolid, el 1 de julio, deciden en audiencia excarcelarlos bajo fianza. Mientras tanto, en vísperas del entierro de don Gaspar en San Francisco, se ordena la entrega de sus bienes al marqués de Falces, de lo cual se infiere que la investigación se dio por concluida, aunque no se nos dijera quién fue el que mató al caballero.
Así pues, estas cinco series de declaraciones marcan los
hitos sucesivos de la investigación emprendida por el juez. Sin embargo,
al analizar los datos así acumulados, se descubre poco a poco una
lógica que trasciende su mera concatenación. Las primeras
deposiciones recogidas por Villarroel abren una pista: la de la vida disipada
de Ezpeleta, de sus calaveradas y amoríos, y, más especialmente,
de las relaciones ilegítimas que mantenía con una mujer casada.
Aunque don Gaspar no nos diga nada sobre el particular, limitándose a
contestar a lo que se le preguntó acerca del duelo en que fue herido,
cuatro testigos contribuyen a iluminar, al menos parcialmente, este asunto:
Francisco de Camporredondo, el propio criado del caballero (465-467); Isabel de
Islallana, criada de María de Argomedo
—29→
(495-498); Juana
Ruiz, dueña de la casa de la calle de los Manteros (508-510); y, por fin
(511), la misteriosa dama tapada con quien tenía amores Ezpeleta, cuyo
nombre declara Camporredondo, aunque no quede consignado en su
deposición (466); se llamaba Inés Hernández, y estaba
casada con un escribano llamado Galván, que tenía su oficio junto
a San Salvador32. Una segunda pista, que
nos desvía cada vez más de la primera, se inicia entonces, en
cuanto el juez orienta sus investigaciones hacia la casa del Rastro, en su
deseo de establecer algún nexo entre la muerte de don Gaspar y las
ocupaciones de sus moradores. Es de notar que Villarroel tuerce el rumbo poco
después de haber hallado en las calzas del herido «un papel
doblado hecho billete, escripto toda una cara, el cual, sin leerlo ninguna
persona, tomóle dicho señor alcalde en su poder»
(461).
Además de los cuatro declarantes que acabamos de mencionar, otros testigos merecen especial atención. En un primer momento, se destacan Luisa de Montoya, Miguel de Cervantes y Magdalena su hermana, así como Isabel de Ayala, una beata cuyas insinuaciones dan nuevo rumbo al proceso. En un segundo momento, consecutivo al traslado decidido por el juez, ofrecen interés las confesiones de tres de las «Cervantes»: Costanza, sobrina de Miguel, Isabel, su hija y Andrea, su otra hermana. Significativas, también, resultan ser las de Juana Gaitán, María Ramírez y Diego de Miranda. Este último, en efecto, vivía amancebado con María Ramírez, alimentando así las acusaciones de Isabel de Ayala. Por su parte, Juana Gaitán dice haber recibido en su casa a dos próceres, el duque de Pastrana y el conde de Concentaina, interesados, al parecer, en que se publicaran las obras póstumas de Pedro Laínez (529). Por fin, es de notar que, en varias de las declaraciones susodichas, aparecen los nombres de tres conocidos de Miguel y de su familia -Agustín Raggio, Simón Méndez y Fernando de Toledo, señor de Higares- sobre quienes hemos de volver más adelante.
A fin de cuentas, la primera pista, por la cual podía haber proseguido la investigación, queda convertida en un callejón sin salida, tras las deposiciones de Juana Ruiz y de la dama tapada. Se concede en adelante exclusiva atención a la segunda pista, a raíz del testimonio de Isabel de Ayala, corroborado parcialmente por otras declaraciones. Esta bifurcación es la que imposibilita la conclusión normal —30→ del proceso, puesto que quedó sin declarar la identidad del que había herido a don Gaspar. Pero la orientación que prevalece desde entonces hace que, a pesar de lo reiterativo de algunas declaraciones, se incorporen cada vez más datos. Se opera de esta forma una progresiva contextualización del caso, imprescindible para asentar la lectura que pretendemos ofrecer.
Lo que nos importa examinar ante todo, en sus diferentes aspectos, es la «porción de vida» que nos proporciona a su modo el proceso. En primer lugar, el escenario del caso, indicado por varios testigos, debe colocarse dentro de la topografía vallisoletana, tal como se infiere de sus respectivas deposiciones: se trata, por consiguiente, de una evocación fragmentaria de la ciudad, supeditada a los acontecimientos referidos, en una acumulación de datos inconexos, mencionados fugazmente, que no siempre resultan fáciles de aclarar.
Empezando por el duelo, se nos dice que tuvo lugar cerca del Matadero o Rastro nuevo, también llamado Rastro de los carneros, edificado pocos años antes en la orilla izquierda del Esgueva para suplir las insuficiencias del Rastro viejo, situado en la otra orilla (453, 459, 461, 469, etc33.). Así pues, ocurrió el suceso al sur de la ciudad, en una zona recién urbanizada dentro del proceso de extensión consecutivo a la mudanza de la corte. Allí se encontraban cinco pares de casas construidas pocos meses antes por Juan de las Navas, donde Cervantes se estableció con los suyos en una fecha desconocida, si bien, a todas luces, posterior a agosto de 1604, momento en que aún no habían concluido las obras de edificación34. Eran, probablemente, mansiones más decentes de lo que se ha afirmado, pero levantadas a toda prisa en unos años de fuerte crecimiento demográfico. Además, estaban situadas a pocos pasos del maloliente Esgueva, que se podía cruzar allí por un puentecillo o «pontezuela» de madera, mencionado varias veces (469, 477, 496, 501, 516), en un barrio periférico donde vivía, como veremos, gente de mediana o modesta condición. Con todo, en una ciudad de contrastes como podía serlo la capital del reino, estas casas no quedaban muy distantes de —31→ la Puerta del Campo, a la que aluden diferentes testigos (469, 476, 487, 517), y que aparece al comienzo de la novela de El casamiento engañoso, al salir el alférez Campuzano del Hospital de la Resurrección35. Efectivamente, allí se encontraba este edificio, mencionado por uno de los declarantes (495), mientras aparece llamado alguna vez Hospital de la Puerta del Campo (469) y también, sin duda por confusión, Hospital de la Pasión (459, 520). En este hospital, cercano a la casa de Cervantes, se hallaban Cipión y Berganza, los dos protagonistas de El coloquio de los perros, la noche en que descubrieron que gozaban del don de la palabra36.
Esta localización contribuye a ambientar el suceso que
iba a concluir con la muerte de Ezpeleta. Encaja perfectamente en la aventura
nocturna de un calavera que se había puesto, antes de salir, la capa de
su criado, llevando además broquel y espadín de noche (465).
Concuerda también con las circunstancias de aquel duelo, consecutivo a
un encuentro con un desconocido que se puso a reñir con don Gaspar:
«pequeño de cuerpo, vestido de negro»
, iba sin
cuello, «con una valona blanca»
, y «llevaba la capa
caída del hombro»
(496). En este sentido, el
Valladolid evocado en el proceso es de otro tenor que la ciudad descrita y
celebrada por Barthélémy Joly o Pinheiro da Veiga. No hay en
él referencia alguna a la Plaza Mayor, a las nuevas casas que se
habían edificado en torno al Campo Grande, o a lugares de
diversión y recreo como el Espolón, situado a orillas del
Esgueva, adonde Campuzano y Peralta, una vez concluido el coloquio de
Cipión y Berganza, deciden ir «a recrear los ojos del
cuerpo»
, tras haber recreado «los del entendimiento37»
.
Tan sólo en contadas ocasiones llega a ampliarse este
escenario hacia otros horizontes, al hilo de tal o cual deposición.
Así es como se nos descubre una puerta, la de Santisteban, citada por
uno de los testigos, la cual se encontraba más al este de la del Campo,
al final de la calle de los Herradores (470); se menciona asimismo la fuente de
Argales, recién edificada, adonde Isabel de Islallana pensaba ir por
agua pocos momentos antes del duelo (495): situada en la huerta del convento de
san Benito, al oeste de la ciudad, era celebrada, «a modo de
chanza», como una de las siete maravillas de Valladolid38; también se alude a
las obras emprendidas en el sitio «donde se hace el
pilón»
(476), el cual, al parecer, se encontraba
junto al Campillo, al principio de la que es hoy calle del Rastro39.
De igual modo se perfilan algunas vías y calles: la
cuestecilla del Hospital de la Resurrección (459 y 520), la calle del
Perú, también así llamada hoy en día (477), ambas
cercanas al lugar donde se produjo el encuentro, no lejos de un puente de
piedra, distinto del puentecillo de madera, por donde se podía pasar el
Esgueva e ir del uno al otro Rastro (516); y en tercer lugar, al este del
Campillo, hacia la Puerta de Santisteban, la animada calle de los Manteros -hoy
llamada calle de la Mantería- donde don Gaspar tenía posada (463,
482, 511). Por fin, aparecen mencionados varias iglesias y conventos -San
Francisco, al sur de la Plaza Mayor (535); San Salvador, más al este y
junto a la calle del mismo nombre (510); Nuestra Señora del Pozo (535);
el monasterio del Carmen (528); y, sobre todo, hacia la parte baja del
Espolón, Nuestra Señora de San Llorente (conocida hoy como San
Lorenzo), parcialmente reedificada en 1602 (486, 500, 501): allí,
día y noche, acudía la gente para sus devociones,
«estando la iglesia llena de bote en
—33→
bote40»
; y así se nos explica que Luisa de
Montoya, junto con Luisa y Esteban de Garibay, sus hijos, y Magdalena de
Cervantes, acabara de volver de este santuario en el mismo momento en que fue
herido Ezpeleta (496).
Una segunda aproximación al caso nos lleva a examinar la condición de los cuarenta y dos declarantes. Figuran dos clérigos entre ellos: Pablo Bravo de Sotomayor, que confesó a Ezpeleta después de su traslado al cuarto de Luisa de Montoya, y el hijo mayor de ésta, Luis de Garibay, de órdenes menores41. También dos caballeros, santiaguistas los dos: don Gaspar de Ezpeleta, por supuesto, y don Diego de Miranda. Entre los demás, probablemente algunos serían hidalgos, como Luisa de Montoya, viuda del vizcaíno Esteban de Garibay, o Jerónima de Sotomayor, mujer de un contino del duque de Lerma42, por no decir nada del propio Miguel de Cervantes, cuyo padre, como se sabe, hizo constar en la misma ciudad, medio siglo antes, su calidad de hidalgo notorio43. Pero es obvio que la mayor parte de los testigos eran pecheros. Entre estos, dieciocho resultan ser varones, con oficios, cuando se mencionan, que nos permiten situarlos en la escala social: un cirujano (Sebastián Macías), cuatro criados (Martín Corroza, Juan Gallardo, Francisco Camporredondo y Andrés Ramón), —34→ dos tratantes (Andrés Gasco y Dionisio Gutiérrez), un cochero de los duques de Saboya, Francisco Nissartas, y dos alguaciles, Diego García y Francisco Vicente. Varios testigos varones, sin embargo, no dicen ejercer oficio, lo mismo que las veinte y tantas mujeres, con excepción de Juana Ruiz, la huéspeda de don Gaspar, y de cuatro criadas: María de Ceballos, Catalina de Revenga, Isabel de Islallana, y la que está al servicio de la dama tapada, esposa del escribano Galván. Dos mujeres además, Magdalena de Cervantes e Isabel de Ayala, declaran ser beatas.
Otro criterio de interés resulta ser el de las firmas.
Diecinueve declarantes firman, sin más señas, su
deposición. Seis la firman de su nombre, lo cual parece dar a entender
que tan sólo sabían firmar, mientras los anteriores sabían
firmar y escribir a la vez. Quince no firman por no saber, a los que cabe
añadir cuatro testigos que no firman por no poder. Llama nuestra
atención el caso de Isabel de Saavedra, la hija del escritor, la cual
«firmó [el juicio] de su nombre y luego dixo que no
sabía firmar y no firmó»
(522). Dicho de
otra forma, un entorno social que no carece de homogeneidad -el cual hace
resaltar, por contraste, la calidad de la víctima- pero donde pueden
deslindarse varios estratos: el de los inquilinos de la casa del Rastro; el de
los vecinos de las casas colindantes, de condición más humilde;
por fin, el de los servidores y criadas. La suma de estos tres grupos
representa la totalidad de los deponentes, menos cuatro.
El contraste observado entre don Gaspar y los demás
declarantes se refleja en los comportamientos que uno y otros ostentan. Casado
y padre de dos hijos, a los que dejó en Pamplona para servir al rey,
Ezpeleta llevaba una vida ociosa y desarreglada: el día en que
ocurrió el duelo, almorzó con su amigo Falces; luego, «a
hora de las cuatro o de las cinco de la tarde»
, según cuenta
su criado, «fue a su posada, donde se echó encima de la cama,
desnudo, y reposó un rato»
(465); a hora de las
seis, salió de la ciudad con el marqués a dar un paseo a caballo;
por fin, tras haber cenado con su amigo, emprendió una salida nocturna
que iba a conocer un desenlace trágico. Francisco de Camporredondo, su
servidor, declara que
(466) |
—35→
Juana Ruiz, por su parte, corrobora estos datos, al decirnos
que, «en más de tres meses que posó [don Gaspar] en su
casa, no durmió en ella quince días, porque se quedaba a dormir
fuera y no comía en su aposento en casa»
(510).
Muy otro parece haber sido el estilo de vida de los demás declarantes,
en vista del trastorno provocado entre ellos por el duelo. En aquella hora
tardía, poco propicia, por la mala calidad del alumbrado, a cualquier
forma de actividad, las ocupaciones a que se dedicaban se refieren con todo
pormenor. Algunos, como Catalina de Aquilera, estaban todavía cenando
(523). Otros iban a acostarse, como Isabel de Saavedra (520), o se
habían acostado ya, como por ejemplo su padre (462) o aquel vecino del
barrio, tratante del Rastro, que «se acostó temprano, porque
había de madrugar para ir a Tordesillas»
(470).
Isabel de Ayala, por su parte, «estaba en una casa, pared e medio, de
otro vecino»
(505). Otro, por culpa del calor reinante,
había salido a tomar el fresco junto al puentecillo del Esgueva (467).
Por fin, como ya sabemos, una de las criadas declara haber ido por agua a la
fuente de Argales (495).
Los datos que resultan más bien escasos, en estas
deposiciones, son los relativos a la vida cotidiana en su materialidad:
disposición y arreglo interior de las casas, ajuar, indumentaria,
alimentación, usos y hábitos caseros. Unicamente don Gaspar nos
proporciona alguna información acerca de lo que vestía y
poseía, por medio de los dos inventarios que se conservan de sus bienes
(460-461 y 482-485): amén de varias prendas de vestir, armas y papeles,
«un bolsillo en que había una yesca con pedernal y
eslabón»
(461), «un libro dorado en
latín»
que no se especifica, y «otro libro
pequeño intitulado Doctor Villalobos»
(48444). Por lo
que se refiere a los demás declarantes, se nota ante todo lo nutrido del
grupo formado por los huéspedes de la casa del Rastro, en cuyo portal, a
la izquierda, había, por añadidura, una taberna frecuentada por
los tratantes y demás gente del barrio. En el piso primero,
también a mano izquierda, vivían Cervantes, su mujer y su hija,
sus dos hermanas y su sobrina, así como su criada, María de
Ceballos. En el mismo piso, a mano diestra, se aposentaba Luisa de Montoya con
sus dos hijos, su hija y su criada.
En el piso segundo, encima del cuarto de Cervantes, moraba Mariana Ramírez, con su madre y unas niñas pequeñas, a la cual visitaba a menudo Diego de Miranda. En el cuarto de enfrente, a la derecha, habitaba Juana Gaitán con su hermana, Luisa de Ayala, y su sobrina, Catalina de Aguilera, así como dos huéspedas, María de Argomedo y Jerónima de Sotomayor, junto con Isabel de Islallana, criada de la primera. Por fin, en el cuarto alto o buhardilla posaba Isabel de Ayala, beata, viuda de un doctor Espinosa45. De esta somera enumeración se infiere un apiñamiento que, desde el traslado de la corte, se había convertido en norma para la mayor parte de los recién llegados a Valladolid.
En cuanto a detalles de la vida privada, merece destacarse el
episodio referido por Isabel de Islallana: no sólo la necesidad en que
estuvo, a las once de la noche, de ir por agua a la fuente de Argales, sino el
que diera entonces «un cuarto a un pícaro que halló en
la calle para que se le truxese»
(495). Especial
énfasis, además, se pone en el recato que han de guardar las
mujeres. Significativo, al respecto, resulta lo que declara la misma
María de Ceballos, al puntualizar que nunca
(493) |
Por cierto, semejante insistencia se explica como respuesta a
las insinuaciones de Isabel de Ayala, pronta en criticar las libertades
-supuestas o efectivas- de Mariana Ramírez y de las
«Cervantas», así como en denunciar las visitas masculinas
que solían recibir las moradoras de la casa del Rastro. Sin embargo, hay
informaciones sobre el particular que no carecen de interés: por
ejemplo, sobre si una muchacha de veinte años, al oír voces de
«¡cuchilladas, cuchilladas!»
y ladrar los perros, debe
o no debe asomarse a la ventana; cómo se las arregla para hacerlo a
despecho de su prima, y cómo al oír una voz que dijo
«¡Válgame Dios!»
contestó en el acto
«¡Él te valga!»
(520-521);
también sobre las formas del galanteo masculino, desde el pellizco que
dio a Isabel de Islallana, poco antes del duelo, un embozado que se
reveló ser Ezpeleta (495), hasta las serenatas y músicas
nocturnas que se paró a oír el mismo don Gaspar (476), pasando
por los vestidos que se solían dar a la mujer cortejada, como el
faldellín que, al decir de Isabel de Ayala, Simón Méndez
había regalado a
—37→
Isabel de Saavedra, el cual «le
había costado mas de ducientos ducados»
(506).
Por fin, capítulo aparte se merece todo lo relativo a
las relaciones con el más allá. Ya vimos lo que se nos dice de
las devociones femeninas en San Lorenzo. Interesa también observar la
oposición entre las dos beatas: Magdalena de Cervantes atiende a
Ezpeleta hasta sus últimos momentos, recibiendo de éste un
vestido de seda como muestra de agradecimiento (498). Isabel de Ayala, en
cambio, acumula en su declaración unas insinuaciones que, tuvieran o no
fundamento, ayudaron al juez a confundir las pistas en perjuicio del caso que
le correspondía dilucidar, contraviniendo, por añadidura, a la
cristiana caridad. Así y todo, lo que mayor impresión nos produce
concierne la agonía y muerte de don Gaspar. No sorprende, por cierto,
que después de su traslado al cuarto de Luisa de Garibay, un
clérigo acudiera a recibir su confesión «porque lo
pedía»
(464 y 467). Pero los datos de mayor
trascendencia proceden de las cláusulas del testamento hecho el 28 de
junio por Ezpeleta. Estas cláusulas corroboran plenamente lo que se sabe
de las actitudes ante la muerte en la España de los Austrias;
especialmente al mandar don Gaspar que «se le dixesse por su
ánima una misa de requiem cantada»
,
(535-536) |
Faltan en este documento las llamadas cláusulas
declaratorias -profesión de fe,
encomendación del alma, invocación a intercesores- en tanto que
se conservan las cláusulas
decisorias, tocantes a elección de
sepultura, sufragios y albaceas. Podría explicarse esta particularidad
por el cansancio y debilitamiento del herido, incapaz de firmar su segunda
deposición (477), y al que Magdalena de Cervantes ayudó
«a bien morir»
(481). Pero cabe notar que tan
sólo se trata de un «cudicilo» otorgado por el agonizante,
«enfermo de cuerpo y en su juyzio y entendimiento natural»
(536). En cualquier caso, las disposiciones que contiene este
codicilo ilustran la tendencia barroca al incremento de las misas de difuntos,
calificadas por Fernando Martínez Gil de auténtica
«moneda de cambio de la
—38→
salvación»
(46246). A fin de cuentas, se nos ofrecen dos rostros
sucesivos de don Gaspar: por un lado, el que se perfila en su vida a
través de los testimonios recogidos por el juez; por otro, el que,
más allá de los formulismos testamentarios, llega a bosquejarse
in articulo mortis, en el
último trance.
Así pues, el material aquí reunido llega a ordenarse según una lógica que tanto trasciende el esquematismo de cada declaración como el ritualismo que suele caracterizarlas todas: es todo un trasfondo que se va así desdibujando, sobre el cual el caso protagonizado por don Gaspar viene a recortarse. Por cierto, no por eso deja de fascinarnos todo lo que se nos dice de Miguel de Cervantes, de sus hermanas, sobrina e hija, así como de sus relaciones con varios personajes que se mencionan en el documento. Pero, al examinar estos datos en conjunto, no siempre resulta posible deslindar entre verdad y mentira. Sin la menor duda, de todos era sabido el trato pecaminoso que tenía Mariana Ramírez con Diego de Miranda; y en cuanto a Isabel de Saavedra, es cierto que negó las imputaciones relativas a su conducta con Méndez. Pero esta negativa no tuvo más apoyo testimonial que el de sus tías y de su prima Constanza. Además, la contradicción en que incurre acerca de saber o no firmar no deja de alimentar nuestras sospechas. Por fin, no nos sorprende mucho que viniera a ser blanco de ciertas acusaciones, si pensamos en las ulteriores peripecias de su vida matrimonial, así como en sus enredos en Madrid con el misterioso capitán Urbina47.
Mucho más atractiva nos resulta la figura de su padre.
No sólo por tratarse del autor del
Quijote, sino por lo que se nos dice
aquí de él. A Andrea de Cervantes, una de las deponentes,
debemos, si no un retrato cabal de su hermano, al menos un escorzo no por eso
menos sugestivo: se le aparece Miguel como un «hombre que escribe e
trata negocios, e que por su buena habilidad tiene amigos»
(518). No cabe duda de que Andrea pretendía de esta forma
rebatir las acusaciones de Isabel de Ayala. Pero lo que mayor relevancia tiene,
en esta respuesta, es, ante todo, el que su hermano venga a ser «un
hombre que escribe»
. Siendo este verbo un intransitivo -en el sentido
de
—39→
«componer libros [...] y otras obras, y dexarlas
escritas o impressas»
(Aut.),
aquel ente así definido se perfila ante nuestros ojos como el escritor
por antonomasia: el que acaba de publicar la primera parte del
Quijote, recién salida de la
imprenta de Juan de la Cuesta, y el que ha empezado, por aquellas fechas, a
redactar las
Novelas ejemplares, entre las cuales dos
tendrán al Hospital de la Resurrección como escenario de la
acción.
Ahora bien, si hemos de creer a Andrea, el que Cervantes
escribiera no le impidió «tratar negocios»
. Pero
¿cuáles? No sólo las llamadas comisiones andaluzas que le
valieron, entre otros sinsabores, ser encarcelado en Sevilla, sino tratos con
hombres de negocios con pleno y cabal derecho: aquellos que solían
entrar de visita en su casa y a los que mencionan, a lo largo del proceso,
varios de los testigos requeridos por el juez. Sobre estos
«amigos», como los llama la declarante, arrojaron alguna luz, hace
ya años, las investigaciones emprendidas por Narciso Alonso
Cortés. Pero, para apreciar como se debe los datos reunidos por este
benemérito erudito, conviene valerse de las claves que nos proporcionan
estudios más recientes y de mayor amplitud además, como los de
José Gentil da Silva, Valentín Vázquez de Prada, Modesto
Ulloa y Henri Lapeyre48. De Agustín Raggio se sabe que
tenía por aquel entonces 32 años y era asentista en toda la
extensión de la palabra, en una época calificada, por Fernand
Braudel, de «siglo de los genoveses»
para España
(1: 454-45849). Emparentado con un
Tommaso Raggio, residente en Amberes, y con un Andrea Raggio establecido en
Génova, estaba también relacionado con otra familia de asentistas
genoveses, la de los Balbi, llegando a ser de este modo correspondiente de
Simón Ruiz. Su actividad, igual que la de sus congéneres,
alcanzaba a empréstitos públicos, compra y venta de juros y
censos, monopolio o paramento de vitales, contrataciones con mercaderes y
banqueros, así como a cambios y hasta préstamos a
príncipes y magnates. Según nos informan varios documentos,
aparece en el medio general de 1597 y le vemos figurar como uno de los
principales asentistas en las ferias de Medina de 1598. Narciso Alonso
Cortés nos da a conocer dos pleitos que sostuvo en los años
1600-1603, de los cuales se
—40→
deducen noticias sobres sus negocios y
sobre las relaciones, no siempre cordiales, que mantuvo con los demás
asentistas italianos («Tres amigos», 164-174).
Por lo que se refiere a Simón Méndez, era sobrino
del mercader portugués Antonio Brandão, con el cual negociaba en
1601. Residente en Valladolid a consecuencia del traslado de la corte,
había comprado, en 1602, unas casas a la viuda del escultor Isaac de
Juni. Llevaba, pues, un tren de vida a tono con su condición, siendo,
desde 1604, tesorero general y recaudador mayor de los diezmos de la mar de
Castilla y de Galicia (Pérez Pastor, 488, n. 4). Así se llamaban
los derechos de aduana que se cobraban en el nordeste del reino. Cedidos en
1469 al Condestable de Castilla, habían pasado, en 1560, a engrosar la
Hacienda Real. Administrados directamente por la Corona, salvo en contados
años, hasta 1595, fueron arrendados luego, hasta 1601, a Juan
López de Vitoria, vecino de Medina del Campo. Se había puesto
grandes esperanzas en esta renta, ya que desde el primer momento se situaron
sobre ella muchos juros. Pero la disminución de los ingresos, a partir
de 1568, hizo que éstos no fueran suficientes para pagar los juros. Se
confirmó la tendencia en años posteriores, en un momento en que
periclitaba el comercio con el Norte y, más especialmente, las
exportaciones de lana y hierro: una crisis provocada por la competencia
extranjera y acrecentada luego por la guerra marítima con Inglaterra y
Holanda. Al final del siglo, pues, los diezmos de la mar habían
acumulado una gran deuda constituida por juros no pagados. Mediante la
emisión de nuevos juros, algunos destinados a los acreedores originales,
otros a los que hubieran adquirido los juros por traspaso de alguna quiebra de
la renta, se logró reducir el situado, mudándose además
otra parte de este situado a otras rentas (Ulloa, 307-323). Es entonces cuando
Simón Méndez, junto con Antonio Méndez y Enrique Doria, se
hizo cargo del recaudamiento de los diezmos, aprovechando una coyuntura
más favorable, ya que, el 24 de agosto de 1604, se firmaban las paces
con Inglaterra. ¿Podemos admitir las acusaciones de Isabel de Ayala
(506), según las cuales era «público y notorio» que
el dicho Méndez estaba amancebado con Isabel de Saavedra? A falta de
pruebas fehacientes, mayor trascendencia tiene, para nosotros, lo que nos dicen
sobre el particular los demás deponentes: a saber que Simón
Méndez venía a ver a Miguel de Cervantes «por tratar de
sus negocios»
(515). Sólo que, evidentemente, nos
deja algo frustrados el laconismo de esta expresión. Andrea de
Cervantes, más explícita, es la única en decirnos que ha
visitado a su hermano sobre ciertas fianzas, añadiendo que «le
ha pedido que vaya a hacer al Reyno de Toledo
—41→
para las rentas que
ha tomado, e que por otro título ninguno no ha entrado»
(518).
En cuanto a don Fernando de Toledo, también llamado en
otras partes Hernando Álvarez de Toledo, estaba en Valladolid cuando se
sustanció el proceso, tras haber permanecido varios meses en Flandes, al
servicio del archiduque Alberto. Las fuentes utilizadas por Alonso
Cortés nos descubren, por cierto, la nobleza de sus orígenes,
así como los varios cargos militares y diplomáticos que
desempeñó en Venecia, Portugal y Francia; pero también nos
hacen entrever un temperamento inclinado a los divertimientos y a la
ostentación, el cual le llevó a gastar dispendiosamente sus
caudales, hasta llegar en sus últimos años a una lastimosa
situación: testigo el embrollo en que se había convertido,
después de su muerte, acaecida en 1638, el asunto de sus acreedores.
Otros documentos, cuyo tenor acaba de comunicarme mi amigo Jean Vilar, parecen
indicar que fue gentilhombre de cámara de Felipe II y Felipe III y
regidor de Toledo en 1611, antes de figurar entre los adictos del conde-duque
de Olivares y seguir su fortuna después de 1618. Lo que se desprende de
las deposiciones que lo mencionan, es que don Fernando de Toledo era amigo de
Cervantes desde Sevilla; que le había hecho una o dos visitas en su casa
del Rastro; que había entrado en ella una noche porque «le
hacían una manga para un juego de cañas»
(52750); por fin, que el 28 de
junio, o sea al día siguiente del suceso que causó la muerte de
Ezpeleta, fue a dicha casa con objeto de ver a don Gaspar; pero, como
«había mucha gente»
, según nos informa Isabel
de Islallana, entró en un aposento del piso de Cervantes y allí
se le vio hablando con todas y, más especialmente, «con una
señora de la casa, [...] a la ventana que cae a la calle»
(498). ¿Existe o no relación entre este trato y los
negocios de Cervantes con los dos asentistas? Pregunta es ésta a la que
no podemos de momento contestar. No debe excluirse esta posibilidad, si tenemos
en cuenta el arbitrismo del señor de Higares, comprobado en varias
ocasiones por Vilar, así como el hecho de que llegaría más
tarde a fomentar un proyecto económico-militar de compañía
marítima. Sin embargo, aboga en sentido contrario el apoyo que
prestó al viejo capitalismo no genovés de los Fúcares y
Mañaras.
Otro aspecto que llama nuestra atención son las
dificultades que tuvieron Raggio y Méndez con la justicia. A
consecuencia de una demanda presentada en Madrid, en 19 de agosto de 1600, por
un tal Juan Cibo, vecino de Granada, y que forma parte del primero de los dos
pleitos antes referidos, el licenciado Silva de Torres, teniente de corregidor
de la villa de Madrid, dio mandamiento para prender a Raggio, dándole su
casa por prisión. Se pregonaba además la venta de sus bienes.
Condenado a pagar las cantidades por que fue la ejecución, Raggio
apeló ante el tribunal de la Chancillería de Valladolid, el cual
revocó la sentencia el 9 de junio de 1601. Por lo que toca a
Simón Méndez, consta que resultó con deudas de diferentes
tratos mercantiles en Madrid y Valladolid y que, a consecuencia de ellas,
sufrió prisión, en 1607, en la cárcel de Madrid (Alonso
Cortés, «Tres amigos», 171). Cuando, hace más de diez
años, me puse a examinar las actas del proceso, ambos se me aparecieron,
en vista de sus respectivas condenas, como dos representantes de un mundo
equívoco, frecuentado por Cervantes durante sus andanzas andaluzas, y
que no dejó de ejercer sobre él extraña influencia
(Canavaggio, 251). Afirmación del todo gratuita, en opinión de
Daniel Eisenberg51. Apoyándose en unas interesantes observaciones de
Carroll B. Johnson, considera con él que hemos de ver en el manco de
Lepanto «an active member of the business and
financial community»
(Johnson, 413).
Eran, por consiguiente, hombres importantes aquellos que
visitaban su casa. Para limitarnos a Agustín Raggio, se descubren por
los documentos que se refieren a sus actividades la categoría y riqueza
de aquel asentista que, en el año de 1603, tuvo por abogado a don
Antonio de la Cueva y Silva, acaso el más ilustre de los que por
entonces ejercían en la Audiencia vallisoletana (Alonso Cortés,
«Tres amigos», 173). Ahora bien ¿en qué
circunstancias llegaría Cervantes a conocer a estos negociantes?
¿Por recomendación, como supone Alonso Cortés (Casos cervantinos, 151), de su protector Juan de Isunza, el
cual, a la sazón, estaba en Valladolid? Pero ¿qué asuntos
pudo tratar con ellos un ex-recaudador de impuestos, cuyas complicaciones con
el Erario público no habían terminado por aquellas fechas? No
sorprende que estas relaciones resultaran sospechosas al vecindario, poco
dispuesto a justipreciar el papel desempeñado por los asentistas: es que
nos encontramos en un momento marcado por el naufragio de los mercaderes
castellanos, incapaces de competir con los «señores
italianos», en tanto que muchos opulentos ginoveses,
—43→
tras
haberse aprovechado del Medio general de 1597, «iban a dar con sus
huesos en la cárcel»
, para decirlo con frase de Alonso
Cortés («Tres amigos», 162)52. Por lo tanto, la frontera que mediaba entre negocios
lícitos e ilícitos no resultaba ni mucho menos clara. Por
tratarse de un campo apenas explorado por los historiadores modernos, conserva,
pues, su plena validez lo que escribía sobre el particular, hace
cuarenta años, José Gentil da Silva, uno de los mejores
conocedores de las empresas de estos negociantes,
(125) |
En este amplio e incierto contexto cabe, pues, situar la frase
de Andrea de Cervantes: el que su hermano dedicara sus horas a «tratar
negocios»
y, por su «buena habilidad»
tuviera
«muchos amigos»
puede dar pie a varias lecturas. Todo
depende, en última instancia, del valor que se conceda a los
términos aquí empleados, así como del concepto -positivo o
negativo- que se pueda tener de aquellos asentistas. Para ir más
allá de tal alternativa, convendría, algún día,
dedicar un estudio a la «otra cara» del autor del
Quijote. Por esta empresa del todo
necesaria, quisiera aquí, a modo de conclusión, romper lanzas,
advirtiendo sin embargo que, de no haber escrito Cervantes su inmortal novela,
nunca se me hubiera ocurrido hacerlo.
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Lapeyre, Henri. El comercio exterior de Castilla a través de las aduanas de Felipe II. Universidad de Valladolid: Estudios y documentos, XLI, 1981.
—45→Martínez, Gil, Fernando. Muerte y sociedad en la España de los Austrias. Madrid: Siglo XXI. 1993.
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