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ArribaAbajo Entrega del Premio Academia Argentina de Letras al novelista Abel Posse

Antonio Requeni


La Academia Argentina de Letras entrega hoy el premio que lleva el nombre de la corporación a uno de los más brillantes novelistas argentinos. Lo hace por su última novela, El inquietante día de la vida, en la que Abel Posse, a diferencia de otras novelas suyas que transcurren en distintos escenarios geográficos, traza una vívida pintura de nuestro país durante las últimas décadas del siglo XIX, cuando el patriotismo y la voluntad organizadora de un conjunto de hombres surgidos de lo que se llamó «Generación del 80» crearon los fundamentos de una prosperidad que sería envidiada por muchos países del mundo; los mismos países que hoy, cien años después, se conduelen de nuestra frustración.

Abel Posse es autor de una docena de novelas, traducidas a más de quince idiomas, entre ellas Los bogavantes, La boca del tigre, Daimon, Los perros del Paraíso, Los demonios ocultos, El viajero de Agartha, Los cuadernos de Praga y El largo atardecer del caminante. Por Los perros del Paraíso, obtuvo el galardón de narrativa más importante que se otorga en América, el Rómulo Gallegos, y por El largo atardecer del caminante, el Premio del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, instituido en España, al que se presentaron varios centenares de obras publicadas en la península y en las naciones hispanohablantes.

Sus libros, acaso más conocidos en el exterior que en su propio país, revelan junto a una rica capacidad de invención e insoslayable destreza literaria, un gran caudal de conocimientos y una constante propensión reflexiva acerca de la crisis de valores y la decadencia espiritual que, a su juicio, ensombrecen una época -la nuestra- en la que los poderes de la economía y la tecnología tienden a desacralizar la vida y a deshumanizarla.

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Abel Posse nació en Córdoba, de familia tucumana. Pasó su infancia y adolescencia en Buenos Aires, donde empezó a escribir poemas y cuentos. Publicó colaboraciones en el diario El Mundo y, en la década del cincuenta se trasladó a París, donde se doctoró en leyes y ciencias políticas en la Sorbona. De regreso en Buenos Aires, ingresó en la carrera diplomática. Desde entonces, ha vivido en Rusia, Perú, Italia, Francia, Israel, Checoslovaquia, Dinamarca y es actualmente nuestro embajador en España. Su destino itinerante lo ayudó, seguramente, a observar el mundo desde distintas perspectivas y a definir también su propio espacio cultural. Alguna vez confesó que su patria era el vasto ámbito de la cultura y que amaba por igual a Hornero y a Cervantes, a Nietzsche y Hölderlin, a Céline y a Nabokov, pero se sentía, al mismo tiempo, profundamente argentino y latinoamericano.

Cuando fue agregado cultural en París creó la colección Nadir, en la que publicó libros de poemas de Leopoldo Lugones, Leopoldo Marechal, Enrique Molina, Raúl Gustavo Aguirre y otros poetas argentinos en ediciones bilingües -en francés y español- que se distribuyeron entre cuatrocientas bibliotecas francesas. Con excepción de un extenso poema titulado «Celebración de Machu Pichu», publicado en un pulcro cuadernillo impreso en Venecia, todos sus demás libros son novelas.

La novela ha soportado gallardamente la marea audiovisual -sostuvo- y en la segunda mitad del siglo XX, frente al agotamiento creativo de Europa y también, en alguna medida, de los Estados Unidos, América latina reverdeció el espíritu de aventura e imaginación, de fantasía y legitimación de lo poético inaugurado por Miguel de Cervantes, el gran iniciador de la novela moderna.



Su latinoamericanismo está presente en libros, como Daimon, una biografía surrealista del conquistador Lope de Aguirre; y en Los perros del Paraíso, ficción en la que, también con estilo entre barroco y desaforado, inventa una historia de la que son protagonistas la reina Isabel de Castilla, su esposo el rey Fernando y Cristóbal Colón.

Otro tema que lo ha atraído y desarrolló en memorables relatos novelescos, como Los demonios ocultos y El viajero de Agartha, es el de la vertiente esotérica del nazismo. En ese ciclo narrativo el novelista muestra cómo la cultura de la culpa -ingrediente esencial de la religión   —235→   judeocristiana- fue rechazada por la jerarquía nazi, ya no para fundar un nuevo paganismo, como habían hecho los griegos, sino para imponer un sistema perverso, basado en inquietantes doctrinas secretas.

Historias antiguas y otras más o menos contemporáneas que por gracia del don narrativo del escritor, de su constante amenidad, provocan lo que podríamos identificar como el placer de leer. Robert Louis Stevenson dijo: «Cuando una obra literaria tiene encanto lo tiene todo». Abel Posse había ubicado en la Argentina el argumento de otras ficciones: Momento de morir y La reina del Plata. Pero su obra más argentina y, para mí al menos, la mejor de todas sus novelas, es El inquietante día de la vida, por la que hoy recibe el Premio Academia Argentina de Letras. Elocuente testimonio de la madurez creadora del autor, de su conocimiento de la historia nacional y de sus protagonistas, la acción se desenvuelve en Tucumán y Buenos Aires, en su primera parte, y luego en París y en Egipto. La época, como ya dije al principio, es la de finales del siglo XIX; y sus personajes, algunas figuras arquetípicas de la Generación del 80, unas reales y otras apenas inventadas que se cruzan en un ambiente recreado a través de sugestivas pinceladas costumbristas y precisos detalles de la vida cotidiana.

Las voces de la narración son dos: la de Felipe Segundo, hijo del fundador de la dinastía industrial que inició en Tucumán la explotación de la caña de azúcar, y la de su sobrino Julio Víctor, un joven baldado, lector de Marx y Engels, destinatario de los apuntes que el tío ha ido tomando en los últimos tiempos. Típico representante de la oligarquía culta argentina, casado con una matrona que le ha dado ochos hijos y comprometido, además, con la consabida amante, Felipe Segundo es un hombre refinado que se rodea de buenos cuadros, lee con fruición a los poetas franceses y cultiva la amistad de personalidades de la política y la cultura nacional.

Un día comprueba que padece la enfermedad terminal del siglo, ese mal innombrable que le hace llevar el pañuelo a la boca y guardarlo luego salpicado de sangre. En la certeza de estar pisando el umbral de la muerte, decide ocultar su enfermedad y, con la excusa de un viaje de negocios, se aleja de la familia y de los amigos del Club Social. Primero será Buenos Aires, donde asiste a la euforia de la ciudad cosmopolita, a los contrastes entre el mundo elegante de las   —236→   familias patricias y los conventillos que han empezado a poblarse de inmigrantes, así como los almacenes y casas de lenocinio en las que oye, por primera vez, una música canalla que se baila entre hombres. Esta primera parte del libro está llena de atisbos de interpretación que bien podrían sintetizar, con acento vivo y humano, un tratado de historia social.

Y después París, en una suerte de viaje iniciático cuyo fundamento no tendrá vinculación con la filosofía o la religión sino con el esoterismo y la poesía, guiado por los versos extraños y deslumbrantes de un joven, entonces, prácticamente desconocido llamado Arthur Rimbaud, cuyos rastros seguirá por la Ciudad Luz y, más tarde, por el desierto de África.

Uno de los mayores atractivos del relato, además de su lograda atmósfera de época, es la permanente irrupción de personajes conocidos, como Juan Bautista Alberdi; Paul Groussac; Eduardo Wilde; Eugenio Cambaceres; Lucio Mansilla; Julio Roca; Lola Mora; Gabriel D'Annunzio; Paul Verlaine y el tucumano Iturri, secretario del Conde Montesquiou Fésenzac, o sea el Barón Charlus de la novela de Proust; así como Rosendo Mendizabal; el Pibe Ernesto y un tío de Julio Víctor apodado Pepe, de quien se dice que fue un gran amigo de Sarmiento y no puede ser otro que Pepe Posse, antepasado del autor.

Pero no sólo figuras históricas reales, sino criaturas literarias, como Settembrini, personaje de La montaña mágica; Tadzio, de La muerte en Venecia, y Malte, de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, dialogan, en uno y otro momento, con el protagonista. Estos guiños literarios vuelven más atractiva la trama de una narración que mantiene vivo, en todo momento, el interés del lector.

Con todo, el valor más importante de esta novela por la que su creador recibe hoy el Premio Academia Argentina de Letras reside tal vez, en su estilo. Para mí el estilo es, siempre, el protagonista de un libro. El de Abel Posse responde a la feliz elaboración estética de una prosa rica en asociaciones verbales reveladoras, en continuas disquisiciones expresadas con sutileza y brillo.

El inquietante día de la vida es una novela que merece el adjetivo que Claude Couffon aplicó a Los perros del Paraíso: «fascinante», sobre todo para nosotros, los argentinos de hoy, que tenemos sobrados motivos para añorar aquellos tiempos en los que personajes como los   —237→   nombrados -Sarmiento, Alberdi, Mansilla, Roca, Wilde- imaginaron y construyeron el país opulento que medio siglo después empezó a ser saqueado, empobrecido por el latrocinio, la corrupción y la mediocridad de quienes deberían haber continuado aquella obra.

Borges escribió:

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.



Gracias, Abel Posse, por haber reconstruido esos espejos rotos y hacer que, en ellos, se reflejara la memoria de lo que fuimos. Gracias por la belleza y perdón por la nostalgia.