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A
finales de 1949 tres poetas peninsulares emprendían una
misión poética por tierras hispanoamericanas que les
había de deparar, al tiempo que aplausos y calurosas acogidas
en algunos países, más de un tomatazo, cuando no
contundentes patatazos o verdaderas ensaladas arrojadizas, en
otros. Los protagonistas de aquel intrépido episodio fueron
Luis Rosales, Leopoldo Panero y Antonio de Zubiaurre, a quienes se
unió el ingenioso Agustín de Foxá, por aquellas
calendas embajador en Argentina. La polémica estaba servida,
pues aquellos vates eran, en realidad, los representantes de la
cultura oficial del régimen de Franco en unos años en que
éste todavía no había recibido el placet internacional. Dos de esos autores, Rosales
y Panero, acababan de publicar sendas obras de madurez en las
ediciones del Instituto de Cultura Hispánica, concretamente en
la colección «La encina y el mar»: La casa
encendida y Escrito a cada instante. Esos libros -la
fecha del colofón de ambos era el 26 de mayo de 1949- viajaron
en sus maletas y les sirvieron como materia poética para los
recitales160.
No era la primera vez que estos poetas, dos de los miembros de la
generación del 36 que permanecieron en España tras la
contienda y pertenecientes a lo que se ha venido llamando el grupo
de la revista Escorial, se interesaban por
Hispanoamérica. Así, Panero había colaborado en el
primer número de Caballo verde para la poesía
(1935), la revista de Neruda; había sido amigo de César
Vallejo161
en su etapa madrileña, e incluso había editado una
antología de la poesía hispanoamericana162.
Rosales, por su parte, publicó muchos años después
un interesante y amplio estudio sobre la poesía del
chileno163,
con quien coincidió en algunas ocasiones, y participó,
junto a Panero y otros, en el modesto homenaje
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Unos años antes de que Rosales y Panero emprendieran su primer viaje por Hispanoamérica, la tercera convidada a este artículo, la poetisa -la preferencia por que se la llame así es de la autora, no mía- Dulce María Loynaz, cubana, había comenzado su actividad editorial en España con la publicación en Madrid de Juegos de agua, de 1946. Ese mismo año se había casado con Pablo Álvarez de Cañas, periodista de origen canario, y, a partir de entonces, pasaría largas temporadas en la capital española, donde había montado una casa. Quiero suponer que Rosales y Panero ya conocían a Loynaz de sus prolongadas estancias madrileñas, cuando participó en un buen número de recitales poéticos, lo que explicaría que la autora actuara como anfitriona en el momento en que la expedición poética pasó por La Habana. Según informa Díaz de Alda, «Panero, Rosales, Foxá y Zubiaurre intervinieron en diversos actos celebrados en el Ateneo, Academia Nacional de Artes y Letras, Lyceum, Lawn T. Club y en la Sociedad Económica de Amigos del País»165, siempre bajo la atenta mirada de Loynaz, lo que no evitó, sin embargo, que se organizara toda una campaña de descrédito, orquestada fundamentalmente por Nicolás Guillén y Juan Marinello, contra los poetas españoles. Se llegó a tildar a Rosales de «asesino de Federico», ensañándose en una herida largo tiempo abierta en el granadino. A todos aquellos improperios contestó enérgicamente la propia Loynaz argumentando que ella misma había sido la anfitriona de Lorca en La Habana y en ese momento lo era de aquellos tres autores peninsulares.
Desde el punto de vista meramente anecdótico, este episodio resulta muy interesante, sobre todo porque contamos con los testimonios directos de los protagonistas. Así, el propio Panero lo ha relatado por extenso en el «Ofrecimiento» que precedía a su Canto personal. Carta perdida a Pablo Neruda, libro que le valió la repulsa de propios y extraños y que pretendía ser una contestación al Canto general de Pablo Neruda, aunque el detonante inmediato de la misma hubiera sido el poema «El pastor perdido», incluido en Las uvas y el viento (1952), donde el chileno cantaba a Miguel Hernández y acusaba a José María de Cossío de cenar con sus carceleros166. En aquel «Ofrecimiento» el poeta astorgano manifestaba explícitamente su agradecimiento a algunas personalidades que solícitamente habían atendido a la expedición en cada una de sus estaciones. Entre ellas se encontraba el general Loynaz del Castillo, uno de sus anfitriones cubanos y padre de Dulce María Loynaz: «Quiero agradecer públicamente a La Habana, en la figura del general Loynaz del Castillo y en la fervorosa compañía de Juan Joaquín Otero»167.
Con lo expuesto hasta ahora quedan sobradamente justificadas las relaciones personales existentes entre Dulce María Loynaz y los otros dos poetas aquí estudiados: Rosales y Panero. Sin duda, esas mismas relaciones debieron ampliarse cuando la escritora cubana fue nombrada jurado de la Bienal Hispanoamericana de Arte en 1951168, el mismo año en que dio a las prensas su única novela, Jardín, publicada en Madrid y estrechamente vinculada al tema de la casa, motivo central del presente artículo. Loynaz también participó en el Segundo Congreso Internacional de Poesía, celebrado en Salamanca en 1953, donde se reunieron un gran número de intelectuales, no sólo españoles, sino europeos e hispanoamericanos.
Ahora bien, no me interesan tanto las relaciones personales como
las exclusivamente literarias. Es de suponer que los tres autores
estudiados conocieran sus respectivas obras y, por tanto, existe la
posibilidad de que entre ellas hubiera influencias mutuas.
Coincidiendo
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Donde las voces de cada uno de los tres poetas aquí estudiados confluyen de una manera más clara es en La estancia vacía -acaso también en algunos poemas de Escrito a cada instante-, La casa encendida, Últimos días de una casa y la novela Jardín. Exceptuando la última, que debería ser estudiada aparte y que da, por tanto, proscrita del presente estudio, todas estas obras se insertan dentro de una misma tradición poética. El motivo que las vertebra es el de la casa y, más que de influencias directas, resulta preferible hablar de un aliento común que las impregna. En el caso de los autores del grupo de Escorial, esto se explica perfectamente: parten de unos presupuestos poéticos comunes -Dios, la familia, la religión, lo cotidiano...-, aunque cada uno de ellos los materializa con una voz autónoma e independiente, sin renunciar por eso a una estética común, la del realismo cotidiano o «realismo intimista trascendente»170, según la acuñación de Luis Felipe Vivanco. No creo que la poesía de Dulce María Loynaz deba insertarse sin más dentro de esta corriente, aunque su voz poética, al menos en los dos libros aquí mencionados, sí se aproxima lo suficiente a ella como para poder hablar de un espíritu común, alentado por lo pequeño y lo cotidiano de la existencia, teñido en ocasiones de cierto surrealismo -pienso sobre todo en la presencia fantasmal en La casa encendida.
Me referiré en primer lugar, de manera breve, a los libros de los autores peninsulares, para pasar después a un somero análisis de Últimos días de una casa que permita establecer las diferencias y las semejanzas principales entre este último libro y los anteriores. En orden cronológico, el primer título es La estancia vacía, de Leopoldo Panero, un extenso poema -1.028 versos- de carácter religioso-existencial que se publicó por primera vez en el cuaderno 47 de Escorial, correspondiente a septiembre de 1944171. Supuestamente se trataba de la primera parte de una composición bastante más amplia, pero Panero nunca la terminó, y los versos aparecidos en la revista madrileña son los únicos que se conservan. Aunque el metro predominante a lo largo de todo el poema es el endecasílabo suelto, Panero inserta entre las largas tiradas algunos sonetos y seguidillas. El propio autor ha señalado el detonante de aquella extensa obra en su conferencia «Unas palabras sobre mi poesía»: «Acababa yo entonces de constituir nuevo hogar y de separarme, por consecuencia, del original y paterno, abandonando para siempre la habitación, la estancia donde habían transcurrido treinta años de mi vida»172. El tema de la casa se materializa específicamente en el hogar paterno, concretamente en la habitación donde el joven Leopoldo veló sus armas literarias y compartió inquietudes con su hermano Juan, poeta como él y muerto durante la Guerra Civil. El tema de la soledad, angular en la poética paneriana, queda apuntado desde los primeros versos de la composición:
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Desde el principio se manifiesta la presencia de Dios, que va a simultanearse con la de los objetos cotidianos y con la de los familiares del poeta, principalmente sus padres. Se recuerda en ese momento «la estancia vacía», el despacho, lugar de reflexión y de trabajo, donde Panero conserva recuerdos y objetos cotidianos:
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La estancia vacía es un buen ejemplo de las relaciones existentes entre biografía y creación en la obra de Leopoldo Panero, característica que se puede hacer extensiva a los poemas de Escrito a cada instante, donde se despliegan los mismos temas que acabamos de enumerar. Así, la casa paterna es evocada en el soneto «Los pasos desprendidos», que Panero le dedica a su padre:
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Otros poemas de Escrito a cada instante, como los sonetos «A mis hermanas»176 y «Epitafio a Dolores»177, también se encuentran íntimamente relacionados con el contenido de La estancia vacía, precedente inmediato de La casa encendida, obra que la crítica ha considerado casi unánimemente como la cima poética del grupo Escorial. En ella, Rosales logra convocar a los fantasmas del pasado en las habitaciones de su piso madrileño, que se van encendiendo y apagando conforme llegan y se marchan los espectros. La casa encendida inauguraba en la poesía española de posguerra el género del poema-libro de carácter narrativo y tema unitario. Consta de cinco estancias en verso libre precedidas por un «Zaguán» que adopta la forma del soneto. El título de cada una de las partes -no así el del «Zaguán», «Temblor junto a la memoria»- lo toma el granadino de sus poetas predilectos: «Ciego por voluntad y por destino» -Villamediana-, «Desde el umbral de un sueño me llamaron» -Antonio Machado-, «La luz del corazón llevo por guía» -Villamediana-, «Cuando a escuchar el alma me retiro» -conde de Salinas- y «Siempre mañana y nunca mañanamos» -Lope de Vega.
Rosales, que se vale a lo largo de todo el libro de ciertos motivos
recurrentes, va narrando una historia conforme avanzan los versos:
la de su pasado, la de sus amigos, la de sus padres, la de la fiel
criada Pepona... En la primera estancia, el yo del poema regresa a
su casa y se detiene en la contemplación de los objetos que la
pueblan, algunos de los cuales despiertan el recuerdo de su
infancia en Granada. Al entrar en su cuarto, ya en la segunda
estancia, observa que la luz de la habitación de enfrente
está encendida, y se dirige a ella: «Es Juan Panero.
Murió y era mi amigo»178.
La tercera estancia está dedicada íntegramente a la
figura de la amada -«te puse, para siempre, sobre los labios
el nombre de María»179-,
mientras que en la cuarta los protagonistas son los padres del
poeta, Miguel Rosales y Esperanza Camacho, que se aparecen «en
esta habitación donde los libros / caminan y caminan y
caminan»180.
El protagonista se encuentra con sus progenitores en el
salón-biblioteca, y dicha aparición actúa como
detonante del
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Tanto en La estancia vacía como en La casa encendida el yo poemático se puede asimilar a la voz del poeta. En el caso de Panero, esa identificación es implícita, pero no en el de Rosales, ya que el poeta granadino aparece explícitamente con su nombre en diferentes ocasiones. De igual modo, ambos poemas están poblados por fantasmas del pasado y, si bien la casa actúa como la argamasa que une los diferentes episodios biográficos, en ninguno de los dos se le concede el protagonismo absoluto, algo que sí ocurre en Últimos días de una casa, de Dulce María Loynaz.
No caeré en el error de afirmar que el motivo de la casa lo tomó la autora cubana de Rosales o de Panero, ya que existían en la tradición poética cubana importantes precedentes del mismo. El más importante era el poema «La casa del silencio», incluido en el poemario homónimo de Mariano Brull, publicado en 1916. Últimos días de una casa bebía directamente de aquella composición, que trataba sobre la decadencia de una mansión de antiguo abolengo y cuyos primeros versos rezaban así:
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Paradójicamente, el poema-libro de Loynaz fue publicado por primera vez en España en 1958 -la fecha del colofón resultaba muy significativa: 31 de diciembre-, siendo prácticamente desconocido para el público cubano hasta que en 1984 fue recogido en las Poesías escogidas publicadas en La Habana. Se había encargado de su edición Antonio Oliver, que también firmaba el prólogo. El resultado fue un opúsculo de treinta y una páginas, de tirada bastante breve, que se incluyó en la Serie Americana de la Colección Palma. La propia Loynaz ha opinado que «si se considera como poema aislado, es posiblemente lo mejor que he escrito. En cuanto su motivación, yo misma no lo sé. Si creyera en las premoniciones, podría pensar que fue una de ellas, porque yo estaba destinada a asistir a la dolorosa destrucción de una casa. Pero cuando escribí el poema no podía saberlo»184.
Últimos días de una casa es un extenso poema en
tres tiempos que recorre la vida de la familia Loynaz a través
de la perspectiva de la casa, que, a lo largo de toda la
composición, habla en primera persona. Se trata de la misma
casa-palacio que encontramos en la novela lírica
Jardín. Según Efi Cubero, la casa «parece
nutrirse de su propia leyenda, en sus propias historias detenida.
En ella siguen viviendo los personajes que una vez la habitaron,
fantasmas de otro tiempo que presiden las estancias prisioneros de
un mundo que se aleja irremediablemente»185.
El poema consta de sesenta y ocho tiradas de versos que suman
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No era ésta la primera vez que la casa estaba sola, pero entonces, a diferencia de ahora, ese silencio «provenía de "ellos", / los que dentro de mí partían el pan»188. El silencio humano de los tiempos pasados venía motivado por la ausencia temporal o por la tristeza, pero no por la absoluta soledad. La casa se considera a sí misma vieja, y, por tanto, sufre alguno de los achaques propios de la edad. Ha visto desaparecer a su alrededor a sus contemporáneas, que han sido sustituidas por edificios modernos: «poderosos los flancos, / alta y desafiadora la cerviz»189. Las «intrusas» se han ido apoderando del paisaje, robándole el sol, los pájaros y el mar, antiguo compañero de días y noches.
Pronto empieza para la casa la fuga inexorable de los objetos que precede a los preparativos finales. Los muebles, algunos de ellos arraigados ya en los muros, dejan la mancha de su ausencia sobre la pintura o el papel de las paredes: «Son manchas que persisten y afectan vagamente / las formas desaparecidas, / y me quedan igual que cicatrices / regadas por el cuerpo»190. La protagonista se cree maldita, enferma, leprosa... Los mangos del patio se precipitan maduros al suelo sin que nadie los tome para saborearlos; una ventana abierta del comedor permite que los murciélagos accedan por la noche al recinto, pero ella no se da cuenta de lo que ocurre. De su tiempo únicamente queda la campana de la iglesia, que en el momento del poema da las tres, y sirve para recordar esa misma hora, pero muchos años atrás, cuando la madre se sentaba a coser con sus hijas.
En la tirada treinta y ocho se produce una inflexión en el poema, ya que se cierra el período de evocación y se recupera momentáneamente a los habitantes de la casa:
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Pero la dicha dura apenas una hora. Cuando la protagonista reemprende su discurso, ya se han marchado de nuevo sus habitantes, que tan sólo habían vuelto para recoger algún objeto olvidado. La casa cifra sus esperanzas en la próxima Nochebuena, y recuerda la del año anterior, cuando ya se intuía la tristeza y la soledad que ahora la asolaban. Al llegar a las últimas tiradas de versos, interrumpe su relato y se declara portadora de alma:
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Al reanudar la historia, un nuevo día amanece y trae consigo nuevos hombres que la casa no había visto antes. Todavía no se quiere dar cuenta de lo que ocurre, pero el desenlace ya está muy próximo. De repente, el jardín se ha llenado de extraños, «hombres con sus torsos desnudos / y sus picas en alto»193. Al final lo comprende todo, mientras esos extraños hacen de sus paredes polvo y de sus cristales añicos:
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El gran mérito de Loynaz en Últimos días de una casa es haber conseguido dotar de espíritu a su creación, del mismo modo en que Panero y Rosales elevaban a categoría poética los sucesos más triviales de su existencia. La casa de la escritora cubana se contagia del alma de sus inquilinos. Últimos días de una casa es, en realidad, el canto a una forma de vida que se ha perdido, la de la vivienda familiar donde conviven varias generaciones. Por ella desfilan padres y hermanos, pero también la propia autora y el espíritu de la hermana difunta, la eterna pequeña, porque murió siéndolo. Lo ritual, lo ceremonial y lo cotidiano forman parte de la vida de esa familia en una mansión de La Habana, a cuya ruina, tristeza y dispersión familiar nos ha sido dado asomarnos.
Tanto La casa encendida y La estancia vacía como Últimos días de una casa hacen suyo un modelo muy cultivado en la lírica anglosajona, el del poema unitario o poema-libro, con un recorrido argumental que va ahilando una historia, aunque sin renunciar por ello a los recursos propios de la poesía. Rosales y Panero relataban la suya a partir de los propios recuerdos y evocaciones, partiendo de la intimidad del yo; Loynaz da un salto cualitativo y narra la historia de su familia a través de las ventanas de la mansión familiar. En los tres casos se trata de lo real cotidiano elevado a la categoría de arte. Una vez más, la vida convertida en literatura.
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