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Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America
Volume XII, Number 2, Fall 1992
THE CERVANTES SOCIETY OF AMERICA
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RUTH EL SAFFAR (1994)
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JOHN J. ALLEN (1994)
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Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America
Editor: MICHAEL MCGAHA
Book Review Editor: EDWARD H. FRIEDMAN
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Copyright © 1992 by the Cervantes Society of America.
—5→
La ciudad de Montilla (Córdoba), famosa por sus ilustres linajes y sus ilustrísimos vinos, tuvo en el siglo XVI una extraordinaria importancia cultural. En Montilla vivió muchos años el Inca Garcilaso, y en Montilla escribió, entre otras obras, su traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo. Vecino suyo fue el «Apóstol de Andalucía», el Beato Juan de Ávila, a quien acudieron para lecciones de misticismo los futuros santos Juan de Yépes y Teresa de Cepeda. De Montilla salió San Francisco Solano, el evangelizador del Perú, y también fue montillano el cultísimo Gran Capitán. Su castillo, uno de los más bellos y grandes de Andalucía, fue demolido por orden de Fernando el Católico.
Montilla, en la frontera del misterioso reino de Granada, cerca del antiguo centro judío de Lucena, estaba y está en una comarca con tradiciones de brujería. Por algo Cervantes colocó en Montilla el episodio central del «Coloquio de los perros»; el Hospital de San Juan de Dios en el cual Cipión se encontró con la bruja es hoy el Ayuntamiento. La eutrapélica Camacha histórica fue una mesonera montillana.
Cervantes, quien tuvo que visitar Montilla muchas veces en camino a Cabra, donde su tío fue el alcalde, y en sus viajes oficiales andaluces, eligió esta ciudad para pasar el invierno de 1591-1592. Para conmemorar el cuarto centenario de dicha estancia, el Ayuntamiento de Montilla y el programa Montilla 92, en colaboración con la Asociación de Cervantistas, organizaron los días 29 y 30 de noviembre y 1° de diciembre de 1991 el coloquio «El erotismo y la brujería en Cervantes». Con sede en la restaurada casa del Inca, la última —6→ sesión en el histórico Ayuntamiento, con un concierto coral y un acto solemne de la Cofradía de la Viña y del Vino, el Coloquio fue calificado unánimemente de éxito. Recibió mucha atención de la prensa y televisión.
Ofrecemos aquí cuantas comunicaciones nos permiten los recursos. Añadimos unas notas sobre brujería local, escritas por una mujer que la estudia y que no pudo estar presente. Sí vinieron a escuchar las comunicaciones, sin identificarse ni hacer preguntas ni comentario alguno, unos brujos.
—7→
Université de Lille III-ura d 1242 du CNRS
Para A. J.
Esta es la segunda vez que me corresponde intervenir en un coloquio sobre el problema del erotismo en Cervantes. No lo digo para historiar mi propia bibliografía, sino para aclarar que ha habido en mí un cambio de actitud frente a la idea misma de tratar el tema; como este cambio está directamente relacionado con lo que aquí tengo intención de decir, me permitiré entrar en unas breves consideraciones sobre las circunstancias en que se ha producido. Resulta, en efecto, que cuando se organizó hace algunos años un encuentro dedicado, de un modo general, al erotismo en el Siglo de Oro, y me escribieron pidiéndome que contribuyera con un trabajo dedicado a Cervantes, la idea comenzó por serme tan poco grata que rechacé la proposición y sólo la acepté ante la amistosa insistencia de quien estaba entonces organizando ese primer coloquio1. La situación no ha sido en absoluto la misma en el caso presente, en el que acepté en cambio en seguida la proposición de Daniel Eisenberg, cuando me habló de la posibilidad de intervenir nuevamente sobre el tema en el presente encuentro.
—8→Mi primera reacción de rechazo se explicaba, en parte, por el deseo de quedar al margen de un movimiento a raíz del cual se había puesto de moda hablar de realidades cuya existencia ni siquiera se reconocía, unos decenios antes, en los ambientes académicos, en los que se estaba ahora promoviendo su estudio. Confieso que consideraba el impulso que favorecía a este tema de estudio tan cuestionable como la ceguera o la mojigatería de la época anterior. Fue por eso, en el ya aludido simposio madrileño, un motivo de satisfacción escuchar de labios de una persona tan autorizada como el profesor Jammes unas reservas parecidas a las mías, al referirse a la tal ceguera y a los excesos que en sentido inverso se habían cometido, como a los Escilas y Caribdis de la investigación en ese delicado terreno2.
Mis reticencias personales ante la idea de intervenir en un coloquio sobre erotismo también estaban relacionadas con el malestar que me producía el regodeo con el que el interés suscitado por el tema llevaba a exponer, para decirlo casi con las mismas palabras que las de unos duendes lorquianos, secretos que todo el mundo sabía. La salida que encontré para ese primer trabajo, salida de la que reconozco que no estaba exenta de cierta perversidad, consistió en apoyarme en unas profundas y bellas palabras de Italo Calvino, conforme a las cuales es en el fondo erótica toda literatura, para presentar una de las ponencias que cuenta entre las más recatadas de las que se leyeron durante aquel simposio. Me apresuro a aclarar, tranquilizando así de antemano a algunos de mis oyentes de hoy, que no es ésta la línea que aquí pienso seguir, no por el puro gusto de mostrar que soy capaz, si quiero, de hablar sin morderme la lengua, sino por otras circunstancias personales con cuya exposición pienso dar fin a estos preliminares.
Resulta en efecto que en otro simposio, en el que ya no se daba por supuesto que se tocaran temas eróticos, acerté a comentar de paso y a proponer que se leyera como estoy persuadida de que debe leerse un fragmento de la segunda parte del Quijote del que no se señala en ningún lugar que encierra un doble sentido escabroso. Me refiero al fragmento del capítulo 62, en el que Sancho se encarga de comentar la grotesca exhibición de sí mismo que se le ha ocurrido hacer a don Quijote, cuando se —9→ quiso meter inconsideradamente a bailarín, frente a la distinguida concurrencia reunida para el sarao que se celebra en la casa don Antonio Moreno. El comentario de Sancho con el que queda rematada la humillación del caballero -que, recordémoslo, se encuentra entonces deshecho y sentado en medio de la sala, a la vista de todos- culmina en efecto en la afirmación de que, si en lugar de bailar, hubiera sido preciso hacer allí públicamente gala de talento para zapatear, él habría podido suplir ventajosamente las faltas de su amo, por ser capaz de hacerlo, según él mismo declara, «como un gerifalte»3. Observé entonces que, para valorar debidamente el carácter agresivo de la intervención de Sancho, es preciso tener presente el uso del verbo zapatear con el valor del mejor documentado y semánticamente afín calzar, o sea, como equivalente de joder. Para que no quepa la menor duda acerca del doble sentido obsceno de las palabras de Sancho, que está en realidad confrontando ventajosamente su propia virilidad con la de su amo, basta fijarse en cómo, justo después de haber resaltado lo bien que se desenvuelve cuando de zapatear se trata, agrega que en lo del bailar, en cambio, no da puntada, otra clarísima alusión al mismo contraste entre capacidad e incapacidad sexual. Repito que esto corresponde a algo que estaba diciendo de paso y que lo esencial de las reflexiones que estaba por otra parte desarrollando giraba en torno a otros problemas. Me llamó, por lo mismo, la atención que en una de las discusiones que tuve luego por los pasillos, éste fuera el único detalle sobre el que a dos eminentes colegas -con los que me apresuro a señalar que tengo por otra parte unas relaciones personales excelentes- se les ocurriera hacerme un comentario. El desfase, desde luego frecuente, entre lo que uno procura decir y lo que captan los interlocutores se me presentaba allí con mayor crudeza que nunca, debido, según parece, a la índole un tanto particular de la apostilla hecha tangencialmente por mí a —10→ un pasaje escabroso del Quijote. Esto, según antes he apuntado, ha influido de un modo decisivo en la orientación dada a las reflexiones que ahora paso a exponer.
Dado el ligero retintín que me pareció advertir en
las palabras de quienes me preguntaban si tenía en reserva más
aclaraciones sobre pasajes escabrosos del
Quijote, se me ha ocurrido que lo mejor que
podía hacer para contestarles a distancia era detenerme de nuevo en el
sentido de la agresiva conclusión aportada por Sancho al episodio del
sarao de damas que se presenta en medio del capítulo 62. No es en efecto
ésta la primera ni la última interferencia de Sancho en una
situación que, desde el punto de vista erótico, aparece supuesta
o realmente cargada de interés para alguna de las muchas parejas que
aparecen en la novela. El caso más próximo al de su
alusión a lo bien que hubiera
zapateado, de haberlo tenido que hacer en
lugar de don Quijote, es el que encontramos cuando, al final del
capítulo 70, se despide para siempre de Altisidora, dándole a
entender que se compadece de su triste suerte, cosa que hace diciendo:
«Mándote yo... pobre doncella, mándote, digo, mala
ventura, pues las has habido con una alma de esparto y con un corazón de
encina. ¡A fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te
cantara!»
. Vicente Gaos ha llamado en nota la atención sobre
el segundo sentido de esta declaración de Sancho, y ha señalado
que ésta se había de relacionar con otras intervenciones del
escudero, hechas frente a la misma interlocutora y mediante las cuales le da
parecidamente a entender que con él le hubiera correspondido otra suerte
que con su señor4. Aunque es valiosa la
identificación de esta red de alusiones del escudero a cuanto mejor le
hubiera ido a Altisidora de haberse enamorado de «otro amante más
blando» que don Quijote, creo que la crudeza de la última de estas
indirectas incita a salir de la consideración exclusiva de lo
transcurrido en la corte ducal y a reflexionar, según he
—11→
comenzado a hacer, sobre lo que significa el hecho de que los dos episodios de
la Segunda Parte en los que aparecen unas mujeres hermosas y dispuestas,
según declaran o dan a entender, a favorecer a don Quijote se cierren
muy parecidamente, con sendas alusiones de Sancho a su propio vigor sexual.
El salto que me propongo dar ahora es mayor todavía, en la medida en que voy a sugerir que el modelo inicial de estas expresivas alusiones de Sancho a su añoranza de no haber podido mostrar que es más gallo que su señor, que por dos veces encontramos en los quince últimos capítulos de la Segunda parte, está en realidad presente en la obra desde que por primera vez aparece en ella una situación parecida a las anteriormente descritas, a saber desde el momento en que la trayectoria de Dorotea se cruza con la de Sancho y don Quijote. Resulta, sin embargo, que en esta primera aparición del tema la afirmación por Sancho de su propio deseo no se hace, pese a su extrema crudeza, con la misma claridad que en los dos episodios de la Segunda parte previamente examinados. No obstante lo cual, y por el hecho mismo de que integra ciertas zonas de sombra, esta primera alusión de Sancho a su propia virilidad resulta iluminadora para captar lo que en el fondo late por debajo de todas las demás apariciones del mismo tema, según en seguida vamos a ver.
El extenso episodio centrado en torno a la transformación
de Dorotea en princesa Micomicona tiene la particularidad de encerrar las dos
intervenciones más irreverentes de Sancho que encontramos en el
Quijote de 1605. Al decir esto, me estoy
refiriendo, por un lado, a la sal gorda del chiste tradicional mediante el cual
da Sancho a entender el entusiasmo que le produce la contemplación de la
belleza de Dorotea: «Pues ¡monta que es mala la reina!
¡Así se me vuelvan las pulgas de la cama!5»
.
Estoy pensando, por otro lado, en la punzante indirecta que da la medida de su
decepción frente a la actitud, para él intolerable, de la
supuesta princesa, cuyo furtivo intercambio de besos con don Fernando no ha
escapado a su ojo avisor. La rabia que siente entonces el desilusionado Sancho
se expresa cuando, dando una muy poco edificante muestra de su dominio de la
expresión proverbial, expresa el deseo de que «cada puta hile,
y
—12→
comamos6»
. Lo interesante es que, en este largo y
complicado episodio, el papel que le corresponde a Sancho ya no es
exclusivamente el de interferir con alguna salida inoportuna en unos amores
reservados en teoría a su amo. Como da a entender su agresiva
intervención de aguafiestas y de mirón en las primicias amorosas
saboreadas a escondidas por Dorotea y don Fernando, está Sancho de una
manera mucho más general dotado de una sensibilidad que le lleva a
contaminarse por el clima de excitación erótica que en torno a
sí crean algunos de los personajes femeninos de la novela,
concretamente, las mujeres sexualmente apetecibles que, de una manera u otra,
dan a entender que la unión con el hombre a quien consideran digno de
sus favores es algo que ellas desean intensamente.
Este aspecto de la caracterización de Sancho, tanto
más importante a mi juicio cuanto que aparece no solo conservado, sino
subrayado con una claridad aún mayor en el
Quijote de 1615 que en el que se publicara
diez años antes, es algo que no se toma absolutamente en cuenta en el
libro de Combet, en el que se hace de manera casi exclusiva hincapié en
todos los indicios que autorizan a hablar de la vertiente femenina del
personaje de Sancho, aunque se deja la puerta abierta a una posible
reversibilidad de esta tendencia, presentada no obstante como dominante7. En
—13→
la medida en que la perspectiva en que yo me
estoy situando no es la del análisis psicoestructural que interesa a
Combet, la observación que acabo de hacer está desprovista de
intenciones polémicas. No la he hecho más que para llamar mejor
la atención sobre esas esporádicas alusiones de Sancho a su
propio vigor sexual que encontramos en varios lugares de la obra, y que yo
interpreto como otras tantas exhibiciones fálicas, se entiende que
restringidas al terreno de la expresión verbal. No me parece dudoso que
este aspecto de la caracterización de Sancho tenga sus raíces,
exactamente como la a veces marcada caracterización fálica del
bobo tradicional, en un pasado muy arcaico8. Pasado que aflora con una pureza que me parece casi
experimental en la última de las confrontaciones de Sancho con una mujer
joven y hermosa que aquí voy a tomar en consideración. Esta
confrontación es la que tiene lugar cuando, en el capítulo 21 de
la Segunda parte, aparece rodeada de la comitiva de la boda la bella Quiteria,
y son dos las consideraciones que me llevan a hablar a su propósito de
pureza experimental. Resulta en efecto, por un lado, que el contexto altamente
ritualizado en que se produce el encuentro es de los que favorecen la
emergencia de las reminiscencias arcaicas que aquí me interesan9; a diferencia, por otro lado, de lo que
ocurre durante el episodio en el que interviene Dorotea, no asoma en
ningún momento la idea de que don Quijote pueda intervenir a
título de litigante en la contienda amorosa
—14→
que,
según es sabido, suscita la posesión de la bellísima
aldeana. Son, pues, los aspectos rituales de la fiesta los que explican que los
rústicos elogios que Sancho tributa a la novia desde el momento mismo en
que ésta llega a su alcance encierren unas significativas muestras de
las bien conocidas alusiones transgresivas que solían salpimentar la
celebración de las bodas, y que a veces las salpimentan hoy en
día todavía. Observamos en efecto que, junto a una clara
reminiscencia de la poesía amorosa del
Cantar de los cantares («¡No,
sino ponedle tacha en el brío y en el talle, y no la comparéis a
una palma que se mueve cargada de racimos de dátiles!»
),
suelta Sancho un rotundo
hideputa -cuya relevante impropiedad para
elogiar a una doncella subrayó él mismo en su diálogo con
el escudero del Caballero del Bosque- y, luego de haber propuesto fugazmente la
visión de una novia dotada de atributos masculinos, al aplicarle un
elogio estrictamente reservado para un varón («Juro en mi
ánima que ella es una
chapada moza»10
) termina sus ditirámbicas
consideraciones con una desvergonzada alusión a la desfloración
(«y que puede pasar por los bancos de Flandes»11
).
El valor excepcional de este último ejemplo estriba, según ya he señalado, en la forma en que está desgajado de todo compromiso personal de Sancho en el asunto -trátese de un compromiso en el que su secreto deseo de ocupar el lugar de su amo se oculta a medias tras otros intereses, como cuando insiste para que don Quijote se case con Micomicona, por creer que con esto basta para que él llegue a ser gobernador, o de un compromiso más crudamente reminiscente de las tradicionales contiendas eróticas entre villanos y caballeros. De ahí que se nos aparezca —15→ entonces con más transparencia que en cualquier otro lugar de la obra que su figura es, entre otras cosas, una figura priápica.
Está claro que, por inquietante y amenazadora que en el fondo sea, la fuerza primitiva que de este modo se expresa a través de Sancho no puede tomarse contextualmente más que como un motivo de risa. Risa de la que sabemos que suele servir para conjurar el miedo que esa fuerza bruta inspira, y que en efecto es la reacción que de manera expresa se menciona en el texto cervantino después de tres de las exhibiciones sanchescas aquí examinadas12.
Estas consideraciones, centradas en torno a los momentos en que
podemos decir que se da cabida a la expresión de las pulsiones
exhibicionistas de Sancho, se completarán ahora con el examen de otro
tipo de exhibición. Me estoy refiriendo a la que aparece intercalada en
«La ilustre fregona», cuando el bien conocido grupo de
mulantes y
fregatrices, cuya barbarie queda por otra
parte puesta de manifiesto por medio de las palabras que sus más
destacados representantes llegan a pronunciar a lo largo de la novela, se
somete gozosamente a las instrucciones de Lope Asturiano, quien se encarga en
este momento excepcional de guiar su danza. Aunque Bataillon califica esta
grotesca manipulación de los mozos y mozas que participan en el baile de
«espectáculo alegre, festivo en sentido etimológico»,
llegando incluso a hablar tanto a su propósito como a propósito
del interludio cantado y bailado de «Rinconete y Cortadillo» de
«sublimación espectacular de la vida picaresca»13, y aunque Combet,
—16→
de quien se habría
podido esperar una mayor clarividencia, hace hincapié en la
«decencia» del baile guiado por Lope (p. 494), la canción
que éste interpreta reserva unas sorpresas muy parecidas a las que
encierra la celebración de los méritos y milagros de la Cueva de
Salamanca, estudiada hace poco por Maurice Molho14.
Piénsese en particular en los versos que Lope canta cuando, tras las
coplas del comienzo, dirigidas a la monstruosa Argüello y a su pareja,
interpela seguidamente a dos miembros más del conjunto cuya danza
está guiando, aunque para asociarlos
in fine a la Argüello y a
Barrabás. Vuélvase a leer lo que entonces canta Lope:
«De las dos mozas gallegas / que en esta posada están, / salga
la más carigorda / en cuerpo y sin devantal. / Engarráfela
Torote, / y todos cuatro a la par, / con mudanzas y meneos / den principio a un
contrapás»
. ¿Qué otra visión, sino la de
un acoplamiento bestial es la que se nos presenta cuando, luego de rogarle a
una moza de mesón que se distingue, al parecer, por lo rollizo de sus
carnes que salga a bailar
en cuerpo y
sin devantal, se le incita a un mozo
significativamente llamado Torote a que la
engarrafe? Y esto, en un contexto en el que,
por otra parte, el infierno al que expresivamente ha deseado Lope que fuera
llevada la monstruosa Argüello se confunde con uno de los más
famosos prostíbulos de la época, como se desprende de las coplas
anteriores, que antes he dejado intencionadamente de lado: «Salga la
hermosa Argüello, / moza una vez y no más, / y haciendo una
reverencia, / dé dos pasos hacia atrás. / De la mano la arrebate
/ el que llaman Barrabás, / andaluz mozo de mulas, / canónigo del
Compás»
. Que los
meneos a los que se refiere aquí Lope
estén pensados como unos meneos altamente indecentes, además de
obscenos o degradantes15, lo confirma el hecho de que sea éste
uno de los varios lugares de la obra cervantina en los que encontramos una
lista significativa de algunos de los más destacados bailes lascivos de
la época. Además de las
zarabandas, chaconas y
folías, mencionadas a propósito
del disparatado contrasentido
—17→
cometido por uno de los mozos, al
oír la voz, para él desconocida, de
contrapás, y además de la, por
otro lado, bien conocida celebración por Lope de la
chacona, aparecen por otra parte citados, el
pésame, la perra
mora y el «soberbio»
zambapalo.
Queda por explicar por qué esta veta procaz, que
según sabemos está aprovechada con singular virtuosismo en tres
al menos de los entremeses16, y que también está experimentalmente
desarrollada en «La gitanilla»17
ocupa el lugar que acabo de señalar en «La ilustre fregona».
El problema se tiene que enjuiciar, creo yo, desde dos perspectivas, hasta
cierto punto complementarias. Lo primero que se me ocurre observar es que,
exactamente como ocurre en el caso de la buenaventura de Preciosa, el
carácter escandaloso de la letra cantada por Lope está de manera
muy notable atenuado por su intercalación medio festiva en medio de un
contexto en prosa y por su entronque con formas tradicionales: la
buenaventura en el caso del poema dicho por
Preciosa, la danza guiada, en el caso de la canción de Lope18. Ahora bien, aunque es cierto que la picardía de
buenaventura de Preciosa entra en marcado contraste con el por otra parte bien
conocido idealismo de «La gitanilla», como justamente ha resaltado
Márquez Villanueva, creo que la misma tensión se exacerba
—18→
más todavía y llega a un grado no alcanzado tal vez
en ningún otro lugar de la obra cervantina cuando la visión de
los amores bestiales de los mulantes y fregatrices de «La ilustre
fregona» se nos presenta justo antes de cantarse por otra parte el bello
romance en el que el movimiento mismo de las esferas aparece organizado en
torno a Costanza. El fenómeno, a mi juicio, se ha de relacionar con la
degradación excepcional a la que el mismo personaje femenino aparece por
otra parte sometido, al admitirse que, por fugaz que sea la alusión,
resulte posible aplicarle la famosa sentencia que la define como «fregona
que no friega». Posiblemente sean contados los lectores que hoy se
percaten de lo escabroso de estas palabras, clarísimas si se toman en
cuenta los inequívocos comentarios de Covarrubias, quien indica, por un
lado, que
refregarse con las mujeres es
«allegarse mucho a ellas» y, por otro, que la
mujer de buen fregado es «la deshonesta
que se refriega con todos» (s.v.
fregar). Ignoro hasta qué punto la
rápida folclorización del tipo de la fregona que se advierte en
textos de finales del siglo XVI está relacionada con las posibilidades
de juego abiertas por el segundo sentido señalado por Covarrubias. De lo
que no cabe duda es del carácter sumamente degradante de las
imágenes que la fregona como tipo solía suscitar, como se
desprende de la descripción burlesca de un desfile de carnaval de
comienzos del siglo XVII, ya citado por mí en otro lugar19. Me limito
aquí a indicar, porque creo que basta el detalle, que en el tal desfile
las fregonas salen tras dos danzantes «vestidos todos de arriba abajo de
braguetas viejas» y que entre los comentarios que suscita su
aparición figura el que sigue: «Aquí fue fácil
interpretar por qué salieron las mozas tras las braguetas, porque luego
se dijo que la piedra imán que llevaba tras sí los hierros de
fregonas, eran braguetas»20
. Es, pues, normal que
la novela que se construye en su totalidad en torno a la presencia latente de
un objeto sometido a una degradación semejante se convierta en la obra
en la que el tratamiento cervantino del eros tiene tal vez un carácter
más experimental. De ahí que en ella, como en el
Quijote, lo erótico en su vertiente
procaz se aproveche en momentos claves para dar idea de las tensiones
engendradas por el encuentro entre dos mundos irreconciliables. El tajo, sin
embargo, no
—19→
se representa con la misma saña cuando se trata
del rústico Sancho que cuando se trata de la plebe urbana de quienes
sirven en el mesón o tienen una relación de trabajo con
él. Y con esta faceta del problema está claro que se ha de
relacionar la elección de modos de expresión que también
difieren, en la medida en que las breves salidas procaces de Sancho suelen
tomar la forma de indirectas lexicalizadas, o de juegos con las mismas,
mientras que el inframundo de las mozas gallegas y de los mozos de mesón
solo puede exhibirse desde la despiadada perspectiva de un poema burlesco,
debido al feliz ingenio de un caballero impropiamente y por poco tiempo metido
a aguador.